lunes, 11 de mayo de 2015

“No tenemos necesidad de sacerdotes caídos del cielo”


Alphonse Borras: 
“No tenemos necesidad de sacerdotes caídos del cielo”




          El año 2011, la revista “Lumière & Vie” entrevistaba a Alphonse Borras, nacido el Lieja (1951) y vicario general de la diócesis del mismo nombre en Bélgica. Doctor en derecho canónico por la Universidad Gregoriana, enseña derecho canónico en la Universidad católica de Lovaina y en el Instituto católico de Paris. Sus publicaciones van, frecuentemente, más allá del campo estricto de los cánones y abordan cuestiones referidas a la Iglesia y a la pastoral; en particular, a las parroquias y a los nuevos ministerios.



            Publicamos parte de una interesante entrevista que le hace la revista “Lumière et Vie” (“Alphonse Borrras, le droit canon au Service de la pastorale”: Lumière et Vie, 289 (2011) 5-20) y que, a pesar de estar editada el año 2011, no ha perdido, en bastantes pasajes, su enorme actualidad  Al menos, para nuestra diócesis.

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L &V: El código de derecho canónico de 1917 ha sido revisado completamente en 1983 para adaptarlo a las directrices del Vaticano II, ¿qué capacidad de movimiento deja dicha adaptación a las autoridades locales?

Alphonse Borras: (…). En el nuevo código existe claramente un planteamiento más pastoral; se tiene en cuenta la condición común de todos los bautizados (llamados “fieles de Cristo”); se valora la vocación y la misión de todos; se activa una comprensión más rica de la vida consagrada y tiene un mayor peso el derecho particular de las diócesis o el derecho propio, en especial, el de los institutos de vida consagrada. Pero el código no va más lejos de los textos conciliares o de los primeros documentos post-conciliares. Esto es algo particularmente constatable, por ejemplo, en todo lo referente a los consejos pastorales: el código, recoge, ciertamente, lo que dice el concilio, pero no va más allá del concilio.

El papel de las autoridades locales, en mi opinión, está bastante matizado. Siguiendo el último concilio, el código de 1983 puede ser un instrumento precioso para desplegar una eclesiología participativa y favorecer la pluriministerialidad, por citar sólo dos asuntos.

Todo depende de la manera como se lea el código: se puede hacer dando por buena una lectura literal, estrecha, cerrada, en la que el código es leído “en sí mismo”, apartado de la pastoral, como un intra-texto, en el que es fácil encontrar justificaciones a prácticas clericales sin tener en cuenta la corresponsabilidad bautismal de todos los fieles. También, por pereza o por inercia, es posible no verter el derecho universal en derecho particular de las iglesias locales, limitándose a dar por buenas, las más de las veces, “unas orientaciones pastorales” con el fin de evitar “decisiones episcopales” en las que el prelado de la iglesia local se implique promoviendo el derecho diocesano. Por supuesto, en muchas diócesis se han celebrado sínodos diocesanos. Éstos han sido, frecuente y felizmente, el punto de partida de un derecho particular gracias a los “decretos sinodales” en los que el obispo ha hecho uso de su autoridad como legislador, aprobando las disposiciones acordadas por los miembros del sínodo.

Pero sería injusto si no mencionase los obstáculos mayores que provoca la redacción de un derecho particular.


En muchas diócesis, existe ciertamente una falta de interés por las disposiciones canónicas. Sin duda, por un anti-juridicismo primario, pero también por falta de canonistas. En lo que toca a las Conferencias Episcopales, es preciso reconocer que no se dan las convergencias requeridas entre los obispos. Esta dificultad es imputable a una comprensión desmedidamente diocesana de su ministerio episcopal, únicamente preocupado por reivindicar y visibilizar su autoridad legítima en el seno de su diócesis y por protegerse, a la vez, de posibles intrusiones de otros colegas en el episcopado. Es, además, una dificultad que se también de visualiza, hay que reconocerlo, en una falta de voluntad común para abordar determinadas cuestiones en el plano inter-diocesano. Semejante manera de comportarse es consecuencia de una política de nombramientos episcopales poco sensible a la necesidad de convergencias inter-diocesanas, sobre todo en lo tocante a cuestiones relativas a la remodelación parroquial, a los laicos con encomienda eclesial, a los equipos de animación pastoral, a los programas catequéticos, a la colaboración ecuménica, etcétera.

L & V: Con la disminución del número de sacerdotes, muchos fieles se preguntan por el futuro de las parroquias y por la viabilidad de la actual organización eclesial.

Alphonse Borras: Me gusta describir la parroquia como una institución ubicada “en un sitio”, como “la Iglesia para todo y para todos” y añadiría, desde una perspectiva sinodal y participativa, como la Iglesia “por todos”.

Cuando empezó a tener entidad propia, entre los siglos cuarto y quinto, la institución parroquial fue aceptada por quienes a lo largo de los tres primeros siglos, en las periferias urbanas y en la zona rural, formaban parte de una Iglesia local presidida por el obispo y abierta a todos aquellos y aquellas que habían sido tocados por el Evangelio.

La fuerza de la parroquia es la de ser “para todos” en el doble sentido de acoger a todo-el-que-venga y de encarnar una catolicidad básica, es decir, una relativa diversidad “de” y “en” sus miembros. Su fuerza, es también la de ser “para todo”, es decir, ofrecer lo esencial de lo que es necesario para “ser cristiano” y “hacer Iglesia”. Esto no excluye otras realidades eclesiales como los movimientos, las asociaciones, los santuarios, los institutos de vida consagrada, etcétera; todas estas realidades son complementarias en la diócesis.

La fuerza de la institución parroquial es, finalmente, la de estar “en un sitio”, es decir, en un territorio marcado por unas características sociales, culturales y de otro género. “En este lugar” se encarna el Evangelio anunciado, celebrado y vivido por los parroquianos.

Tales son las razones mayores de mi interés por la parroquia: permite acceder a la herencia de la fe vivida, celebrada compartida (repito) a todo-el-que-viene sin otra condición previa que su necesidad o deseo de descubrir o acoger algo de la riqueza del Evangelio.

Las pequeñas “comunidades”, entendidas como un grupo de socialización entre prójimos bien motivados por un objetivo, son ciertamente indispensables, pero en un primer tiempo (¡y, a veces, después!) no todo el mundo se ve en este tipo de sociabilidad con una fuerte sobre exposición del “yo” y con una gran intensidad del “nosotros”. Sin duda, es deseable llegar a eso, pero cada uno a su ritmo y, sobre todo, respetado “su decisión”. Es una constante sociológica: cuanto más pequeño es un grupo, cuanto más integrado está, más grande puede ser su cohesión, pero también más fuerte es la dificultad para incorporarse a él, encontrar un lugar propio o tomar la palabra.

La parroquia (como la diócesis y la Iglesia en su conjunto) ofrece una socialización “de largo espectro”; se presenta como “ecclesia”, como asamblea, como una llamada y su efecto primero es la unión.

Este cuidado de la catolicidad (tema recurrente en mis escritos) es lo que determina, digámoslo sin rodeos, mi pasión por la institución parroquial.

L & V: Pero con la movilidad de los fieles, ¿sigue siendo pertinente en nuestros días la territorialidad de la parroquia?

Alphonse Borras: Efectivamente, conviene preguntarse por la organización parroquial de la diócesis (Cf. CIC 374 & 1), sobre todo, si se toma en serio que en nuestros días el modelo de cristiandad está sumido en un proceso de extinción. La disposición canónica indicada (“Toda diócesis o cualquier otra Iglesia particular debe dividirse en partes distintas o parroquia”) recoge lo formulado en el código de 1917, siendo un canon muy reciente en nuestra historia, a la vez que emblemático de la pretensión predominante, propia del régimen de cristiandad, de “cubrir el territorio” con el fin de satisfacer lo mejor posible las necesidades religiosas de una población que se entiende como masivamente referida al hecho cristiano. Esta disposición también evidencia el control social ejercido por la clerecía en una pastoral de encuadramiento.

Ahora bien, desde el momento en que ya no existe una situación de cristiandad, ya no se trata de cubrir y “llegar a todo el territorio”, sino, más bien, de “marcar su territorio”: la Iglesia está presente allí donde hay bautizados que son su cuerpo, la parroquia emerge allí donde los parroquianos vierten en su entorno la memoria cristiana y dan, de esta manera, una visibilidad al Evangelio anunciado, celebrado y atestiguado.

L & V: Más que hablar de penuria de sacerdotes y de espiritualidad sacerdotal, a usted le gusta hablar de deontología del ministerio, planteando estas dos cuestiones: “¿qué futuro aguarda a los sacerdotes? ¿Quiénes son los sacerdotes del futuro?”.

Alphonse Borras: Acoger con simpatía, con buena voluntad y solidaridad, pero también con sentido crítico, las diferentes culturas de nuestros contemporáneos que, sumariamente, se suelen tipificar como “modernidad”, nos lleva a abandonar decididamente todo sueño de regreso a la cristiandad, cualquier proyecto de encuadramiento territorial y toda pretensión de control social. Esto nos conduce, necesariamente, a asumir una disminución en el número de los católicos con una referencia y participación, de una manera o de otra manera, en la vida de la Iglesia. Éste es el contexto en el que yo hablo más de “disminución” del número de sacerdotes que de “penuria”.

El matiz es importante. La focalización excesiva sobre las “vocaciones” oculta muchas veces la nostalgia de un tiempo ya pasado. Yo no niego que con la herencia institucional recibida, particularmente la parroquial, sean muchas las diócesis que tienen el problema de perpetuar una pastoral de encuadramiento. Pero si se cambia de perspectiva y se valora, en el sentido amplio del término, un despliegue eclesial que descanse sobre la presencia, el compromiso y la visibilidad (modesta y muy pobre, frecuentemente) de los fieles, se descubre que éstos testimonian el Evangelio, la mayor parte de las veces por capilaridad, y dan testimonio de la esperanza inaugurada por el Resucitado. Si, además, se aprecian los múltiples servicios realizados por los voluntarios y por los ministerios ejercidos por los laicos en responsabilidades pastorales, entonces hay que concluir que la animación de las comunidades y el impulso de la misión ya no descansan únicamente en los sacerdotes.

Tomar en serio la pluriministerialidad nos ayuda a relativizar la disminución del número de sacerdotes y nos invita a (re) descubrir la originalidad de su ministerio como presidencia de la comunidad eclesial y de su eucaristía, significando de esta manera, ciertamente, la presencia de Cristo, el único gran sacerdote que reúne y envía a su pueblo con la fuerza del Espíritu.

Dicho de otra manera, todo depende de las gafas que nos pongamos: si yo miro únicamente a la Iglesia a partir de la caída del número de sacerdotes, hay razones para inquietarse de la perenne presencia de la Iglesia en nuestros países. Si, en cambio, la miro desde la perspectiva de la vocación bautismal de todos los fieles y de la diversidad de servicios y ministerios, comprendido también el de los sacerdotes, entonces se abren unos horizontes entusiastas que permiten afrontar el presente con confianza y el futuro con audacia.

Evidentemente, este reajuste, que entiendo inevitable y propiciado por el Vaticano II, no es afrontado por todos con la misma sensibilidad ni, sobre todo, con la misma serenidad. Frecuentemente, predomina el miedo a cualquier cambio porque eso genera inseguridad e inquieta. Pero la barca de la Iglesia debe, desde sus orígenes, esforzarse por escuchar, acoger y seguir a Quien el mar y el viento obedecen.

L & V: Más que un problema de confianza, ¿no se trata de una falta de imaginación?

Alphonse Borras: Yo no critico a nadie por tener miedo. Es humano ante lo desconocido. Pero invito a confiar y pido a los pastores, a los obispos y al Papa en particular, que inspiren e insuflen esta confianza que nos hace vivir a partir de nuestra pobreza de recursos, de sacerdotes, de prestigio, de credibilidad, etcétera. ¿No está en el corazón de nuestras pobrezas que nosotros podemos vivir la libertad de la fe y, paradójicamente, la riqueza del Evangelio?

Esta confianza ha de estar acompañada de muchos aprendizajes eclesiales y pastorales, indispensables para vivir las transformaciones en curso. No tenemos necesidad tanto de una buena doctrina teológica o de disposiciones canónicas debidamente adaptadas. La teología, “sacra página”, y el derecho, “sacri canones” tienen su importancia. Pero lo que es determinante es el compromiso efectivo y las decisiones concretas que permiten “experimentar” prácticamente las grandes propuestas formuladas por el último concilio: la apertura a otros cristianos, la atención a otras religiones, la aceptación de la libertad religiosa para todos, la centralidad de la Palabra de Dios, la renovación de una liturgia que no es únicamente la que hacen los clérigos, el valor de la vocación misionera de todos los bautizados, etc.

A la luz de esto, se entenderá que apostar por que los religiosos salgan de sus monasterios y contar con “sacerdotes venidos de fuera”, no es evidentemente “la” solución para afrontar el anuncio del Evangelio en la modernidad. Sin extenderme demasiado al respecto, yo diría dos cosas al respecto: importa, en primer lugar y ante todo, saber por qué se les llama o, con más frecuencia, se les acoge. Temo que, ante la disminución del número de sacerdotes, la vida o la presencia de sacerdotes “alóctonos” permita asegurar la perennidad de una pastoral, de unos servicios religiosos, ciertamente de masas, pero sin inquietarse por la implicación efectiva de los laicos. No tenemos necesidad de sacerdotes caídos del cielo, sino de pastores que, en medio de sus hermanos y hermanas -y a su servicio-, hacen partícipes, y sirven, a partir de las cuestiones y preocupaciones contemporáneas, el tesoro de la fe, juntándoles para la eucaristía y acompañándoles en su misión de testigos del Evangelio.

Esto plantea la cuestión de la aculturación de estos “sacerdotes venidos de otras partes” y la necesidad de inculturar el Evangelio por medio de su ministerio: es necesario exigirles una capacidad mínima -pero suficiente- de inserción entre nosotros, en nuestras costumbres, en nuestra cultura, en nuestro estilo eclesial, etcétera. Yo no les pido que renieguen de sus raíces, ni mucho menos de su cultura tradicional, sacral, sino que se capaciten para dialogar con nuestra cultura moderna, secularizada. En ello está en juego la catolicidad de la fe: muchos bautizados entre nosotros esperan ser acompañados en su testimonio cotidiano, en sus confrontaciones con las interpelaciones y con los desafíos de una sociedad en la que el Dios revelado ya no es una evidencia cultural y en la que, como mucho, la referencia a Dios ha quedado reducida a un vago teísmo y, en la peor de las hipótesis, a una divinidad insoportablemente moralizante.

De igual manera, hay que cuidar el sentido que preside la revalorización del diaconado permanente en el Vaticano II. Los diáconos no son destinados a presidir las comunidades, sino a promover su diaconía atestiguando la apostolicidad de la fe “vivida”: su ministerio diaconal no suplanta ni aparca el apostolado de todos los bautizados, ni el ministerio de los laicos voluntarios o remunerados al servicio de la Iglesia. El obispo debe tener claro lo que confía a los diáconos permanentes y esto no es posible si no existe un proyecto diocesano “para” y “con” los diáconos. Cuando no hay claridad en sus envíos eclesiales y se carece de un proyecto diocesano, es muy grande el peligro de derivar el diaconado permanente hacia una suplencia sacerdotal con el fin de reforzar el encuadramiento.

Al lado del modelo de diácono “samaritano”, sensible a la acción diaconal de ayuda mutua y de la solidaridad con las personas, y del modelo de diácono “profeta”, atento en su acción diaconal a las dimensiones colectivas, social o política, de su ministerio, estos últimos años se ha desarrollado mucho el modelo de diácono “pastor”, atento a las necesidades de ayuda espiritual, de formación bíblica, de celebración litúrgica de los fieles o de las comunidades. Estas tres figuras diaconales (samaritano, profeta y pastor) deben existir en un equilibrio saludable para el bien de las diócesis.

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