Jesús Martínez
Gordo
El Diario Vasco,
11.I.2015
La centralidad de los pobres, la
“conversión” del papado, la reforma de la curia y la apuesta por impulsar un
gobierno colegial (menos unipersonal o absolutista y más democrático) son algunos
de los ejes principales del pontificado y del cambio de rumbo que, desde su
elección, ha venido proponiendo el papa Francisco.
No se puede ignorar que hay dos fuerzas que
están tirando en sentido contrario al propuesto por el papa Bergoglio: una,
integrada por quienes entienden que dicho cambio de rumbo equivale a abrir la
caja de Pandora largo tiempo precintada y dejar que los demonios de la
división, de los enfrentamientos y de la falsedad, hasta ahora controlados,
empiecen a campar a sus anchas y, otra, formada por quienes se impacientan,
habida cuenta de que, pasados casi dos años desde su elección, todavía no hay
decisiones de calado que permitan vislumbrar una Iglesia pobre y de los pobres,
unos primeros y significativos pasos en la “conversión” del papado o una
reforma de la curia vaticana que la
coloque donde siempre tuvo que estar: supeditada a un gobierno colegial y
sinodal. Según este colectivo, hasta el presente sólo hay un deseo (cierto que importante
porque marca tendencia) de conversión, pero ninguna decisión relevante.
Ni una ni otra hacen justicia a lo dicho,
y también a lo modestamente hecho hasta el presente, por el papa “venido del
fin del mundo”.
La primera, porque no es consciente de
los demonios hace tiempo desatados por una interpretación unipersonalista (y,
por ello, sesgada) del papado, hasta el punto de poner a la Iglesia seriamente
contra las cuerdas. El olvido (e, incluso, ninguneo) del Vaticano II no sólo ha
propiciado actitudes y estructuras absolutistas en la sede primada, sino que ha facilitado la entrada de la
corrupción, la falta de trasparencia, las luchas intestinas y, sobre todo, la
desatención a la misión de la Iglesia. El enemigo exterior, supuestamente
infiltrado en las filas de la comunidad cristiana y dispuesto a destrozarlo
todo, no
era tal. Se trataba, más bien, de un demonio doméstico, engordado por el protagonismo desmedido
de la minoría conciliar en el postconcilio y alojado en el Vaticano.
La segunda, tampoco hace justicia a lo
hecho hasta el presente por el papa Francisco, sobre todo, si, como parece, no
valora que las palabras y los gestos han estado acompañados
en estos pocos meses de importantes decisiones en su aparente modestia. Hay,
concretamente, dos que merecen ser resaltadas: la convocatoria de un sínodo extraordinario (al que seguirá otro
ordinario en octubre de 2015) sobre la familia y la consulta, por primera vez,
a todos los católicos del mundo sobre
dicho asunto.
Estas dos últimas decisiones son, en su
modestia, de una indudable importancia. Es la primera vez que un papa consulta a
todos los católicos del mundo sobre un problema que les concierne directamente.
Al proceder de esta manera no sólo activa un mecanismo largo tiempo demandado y
ensayado por algunas conferencias episcopales con resultados notables (por
ejemplo, la conferencia episcopal de EE.UU), sino que, además, pone las bases
para superar el “impasse” en el que quedó sumida la familia cristiana (y la
moral sexual) por el miedo de Pablo VI a contradecir el magisterio de sus
predecesores en lo referente al control de natalidad. Si es cierto que los
teólogos que formaban parte de la comisión creada en su día para asesorar al
sucesor de Pedro no se percataron de la importancia de atajar estas dudas
papales, no es menos cierto que al proceder a esta consulta, Francisco pone las
bases para despejar, colegial y sinodalmente, esa cuestión que tanto angustió
al papa Montini y, a la vez, para empezar a superar la trampa unipersonal en la
que se vio envuelto el mismo Pablo VI.
He aquí dos sencillas decisiones que
abren a la esperanza y que pueden marcar muy positivamente el futuro de la
Iglesia católica y, más en concreto, la manera de gobernar y de impartir
magisterio.
Sin embargo, un reconocimiento como el
presente no obsta para insistir en que estas primeras decisiones necesitan
estar acompañadas por otras referidas a la manera y forma de ejercer el papado
para que, además de incoativamente colegial (mediante el llamado “G9
Vaticano”), lo sea efectiva y jurídicamente. Urge colocar en su sitio la manera
unipersonal de gobernar e impartir magisterio primada desde la finalización del
Vaticano I (1870) y, particularmente, en los cinco decenios que han
transcurrido desde la finalización del concilio Vaticano II.
Una “conversión” del papado de este calado ayudaría a
colocar a la curia en su sitio
y no es una presunción desmedida sostener que contaría con el visto bueno de la
gran mayoría de la comunidad católica.
Cuando ello suceda, (y si se tiene la suerte de poder
contarlo) se podrá decir que el nuevo y fresco aire del que ahora se disfruta
ha propiciado un cambio de rumbo, real y profundo, en la Iglesia católica. Y,
en ello, ha sido decisivo el papa Francisco.
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