martes, 22 de abril de 2014

Dar una memoria a Europa: por una Europa pluralista contra una Europa laicista



Johann Baptist Metz[1]


1.- ¿Un proyecto «secular»?

No es el cristianismo el único que tiene hoy problemas consigo mismo Otro tanto le ocurre a la Europa política; y, precisamente, por lo que atañe al cristianismo. ¿Qué quiero decir con esto? En las discusiones de los últimos años en torno a la aprobación de la Constitución de la Unión Europea (más exactamente, del tratado para la Constitución de la Unión Europea) podía oírse una y otra vez: «Europa es un proyecto secular y, por tanto, el cristianismo no tiene lugar alguno en la Constitución europea».

Es absolutamente necesario examinar este punto con más detenimiento; y, en concreto, tanto en lo relacionado con el significado del término «secular» como en lo referente a la neutralidad religioso-cosmovisional de la Constitución europea que se sigue del «proyecto secular Europa». Pues existen dos versiones radicalmente contrapuestas de tal neutralidad. La una puede ser caracterizada como versión laicista; la otra, como versión pluralista; y, según por cuál de ellas se opte, el clima intelectual-moral, el ethos de la nueva Europa, será de índole laicista o de índole pluralista.

La versión pluralista del tratado de la Constitución no excluye la religión de la vida pública, sino que la obliga a confrontarse públicamente con el constitutivo pluralismo de religiones y visiones del mundo. Y lo hace desde la garantía que la Constitución ofrece a la libertad religiosa, que es definida tanto positiva como negativamente, esto es, con la intención de que sea protección «para» la religión, pero también protección «frente a» la religión.


Por el contrario, la versión laicista (que, como es sabido, sólo resulta comprensible sobre el trasfondo de una muy determinada constelación histórica en Francia) insiste en una estricta privatización de la religión. En realidad, no es neutral respecto de la religión, pues en su concepto de neutralidad privilegia a la fuerza la libertad religiosa negativa (en cuanto libertad de toda religión). En su esencia, es anti-pluralista. Una Constitución europea de tenor laicista avasallaría de una manera auténticamente fundamentalista a todas aquellas constituciones nacionales en Europa en las que se ha plasmado un modo diferente (del francés) de abordar públicamente la religión. Esta versión laicista, tal como se ha impuesto en el actual texto constitucional, no persigue una Europa secular, sino una Europa secularista.

Es posible que hoy no sean pocos los que perciban en esta versión laicista un ethos constitucional para Europa que remite hacia delante, que señala el camino hacia el futuro. Yo, por mi parte, no puedo reconocer en ella sino una suerte de visión ajada para Europa, una visión que ignora la hoy creciente percepción de la contradictoria dialéctica de los procesos de una ilustración unidimensional y una secularización chata. La versión laicista pretende someter (de forma, por así decirlo, fundamentalista) la vida pública europea a un paradigma no dialéctico de secularización.

2.- ¿Dialéctica de la secularización?

En este contexto, me gustaría ocuparme brevemente de una discusión de filosofía de la religión que está teniendo lugar hoy en Alemania.

Siempre he sentido curiosidad por saber por qué la Escuela de Frankfurt, más allá de su «dialéctica de la Ilustración», nunca habló en realidad de una «dialéctica de la secularización». Ahora parece que, por ejemplo, en la última fase de J. Habermas se abre la posibilidad de una «traducción» filosófica de las religiones sustanciales, una «"traducción" en la que lo "traducido" no se torna superfluo» (J. Reikerstorfer), una traducción en la que la filosofía (de la religión) no reemplaza, sin más, al auténtico lenguaje de la religión en orden a prescindir de él en el discurso público de la Modernidad y en las propuestas de una integración normativa del pluralismo constitutivo de ésta.

Dejemos la palabra a J. Habermas: «Garantizar iguales libertades éticas para todos requiere la secularización del poder del Estado, pero prohíbe la excesiva generalización política de la concepción secularista del mundo. Los ciudadanos secularizados, en el ejercicio de su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio un potencial de verdad a las imágenes religiosas del mundo, como tampoco pueden cuestionar el derecho de sus conciudadanos creyentes a contribuir, en el lenguaje religioso que les es propio, a las discusiones públicas. La cultura política liberal puede incluso esperar de los ciudadanos secularizados que tomen parte en los esfuerzos por traducir del lenguaje religioso a otro lenguaje públicamente accesible contribuciones que sean relevantes».

Esta definición operacional de una «dialéctica de la secularización» en el marco de las sociedades de discurso burguesas suscita, sin embargo, preguntas aclaratorias críticas. ¿No subestima Habermas en su planteamiento teórico-discursivo el poder intelectual y crítico de la base anamnética del discurso público, que a través de la tradición judeo-cristiana no sólo se ha incorporado a la ética creyente, sino también a la ética racional de la humanidad, y que asimismo se refleja, por ejemplo, en el entorno de la Escuela de Frankfurt, en concreto en la metafísica negativa de W. Benjamín y Th.W. Adorno?

3.- Bajo el hechizo de la amnesia cultural

Es probable que nunca haya echado yo en falta la base anamnética del discurso público con tanta claridad como en las discusiones sobre el tratado para la Constitución de la Unión Europea. Evidentemente, la apelación a esta base anamnética tendría que haber dado razón de por qué y cómo una opinión pública orientada a la memoria puede ser, de hecho -precisamente a la vista de la historia europea-, fundamento del entendimiento y la paz, demostrando que con ella no se lesiona de raíz ni se revoca uno de los más importantes logros de la ilustración política. Pues ¿no son justamente los arraigados recuerdos histórico-culturales colectivos los que siempre dificultan el entendimiento, los que una y otra vez conducen a dolorosos conflictos y dramáticas enemistades (internacionales tanto como nacionales), los que hasta hoy sirven de alimento a todas las guerras civiles, abiertas o latentes?

Mi intento de elaborar la memoria passionis como categoría básica de la teología en una opinión pública pluralista pretende salir al paso de este peligro y esbozar al mismo tiempo una forma de abordar la opinión pública pluralista accesible y exigible a todos los seres humanos, sin replegarse por ello en la racionalidad formal y meramente racio-procedimental de los discursos.

Sin embargo, a la vista del tratado para la Constitución de la Unión Europea, que entretanto ha sido aprobado [N. del Traductor: aunque no ratificado por todos los países miembros, lo cual ha conducido a su estancamiento], parece como si Europa hubiera perdido por completo su memoria, como si hubiera sucumbido a esa amnesia cultural que progresa de forma no dialéctica y que, como salta a la vista, muchos europeos tienen sin más por auténtico progreso. Al final de este «progreso» estaría el biotecnológico «experimento hombre», el cual ya no se dejaría limitar de forma normativa por recurso alguno a la memoria. En la controversia pública en torno a las «imágenes del ser humano» y los «valores», el cristianismo insiste en que el ser humano no es sólo un experimento de sí mismo, sino también -y de forma aún más fundamental- su propia memoria. Y la teología reivindica en el discurso racional contemporáneo la distinción entre racionalidad técnica y racionalidad anamnética. Su insistencia en esta distinción responde al deseo de apoyar la protesta de una política de la memoria -para la que el ser humano era, es y seguirá siendo algo más que (y distinto de) el último fragmento de naturaleza no sometido todavía a total experimentación- contra la plena autorreproducción del ser humano en el experimento biotecnológico que se perfila en el horizonte. Después de todo, tampoco la política de discurso imperante hoy en esta controversia pública puede defenderse contra su avasallamiento por la cada vez menos confinada bio-política, si no es recurriendo a una semántica sobre el tema «ser humano» alimentada por el recuerdo.

El preámbulo del tratado para la Constitución europea se ocupa del clima intelectual-moral de Europa; en una palabra, del ethos europeo, el cual es descrito ahí exclusivamente con atributos tan manidos y ahistóricos como «cultural, religioso, humanístico». ¡Pero, como ya ha quedado dicho, la determinación del ethos europeo no es posible al margen de la memoria histórica de su génesis! ¡Requiere cerciorarse de las profundas estructuras histórico-culturales de Europa, exige mencionarlas! La democracia se basa ciertamente en el consenso, pero el ethos democrático se apoya sobre todo en la memoria. Lo cual, a su vez, da razón del hecho y el modo en que los «legados» (cultura, religión, humanismo) citados de forma abstracta en la Constitución de la Unión Europea, lejos de haberse desarrollado con independencia unos de otros, se hallan diversamente entrelazados en recíproca crítica e inspiración; y así es como impregnan el ethos de Europa.

Al fin y al cabo, no es casual que el Estado neutral que garantiza y protege la libertad religiosa -lo cual hace que ese Estado sea secular- haya surgido precisamente en el espacio cultural histórico marcado en parte por la herencia judeo-cris-tiana. ¡Por lo que respecta a la comprensión y praxis de la libertad religiosa, no todas las religiones son iguales! La consideración de esta desigualdad pertenece, a mi juicio, a la responsabilidad por la cultura política de Europa. Por eso la «herencia judeo-cristiana», que en un largo proceso histórico de aprendizaje ha afirmado y desarrollado para sí misma (no sin resistencias internas) esta forma plena de la libertad religiosa, debería ser mencionada explícitamente entre las «herencias de Europa»; precisamente con vistas a asegurar en la práctica la plena libertad religiosa y el pluralismo basado en ella.

En este sentido, en noviembre de 2003, en una carta abierta al entonces ministro alemán de Asuntos Exteriores, propuse que la débil e imprecisa fórmula que estaba previsto incluir en el preámbulo de la Constitución («inspirándose en las tradiciones culturales, religiosas y humanísticas de Europa») se completara al menos « con una mínima precisión: «inspirándose en las tradiciones culturales, o religiosas -en especial, la judeo-cristiana- y humanísticas de Europa». Lo cual, según me aseguró el ministro de Asuntos Exteriores, fue imposible de aprobar en la comisión constitucional, a causa de la oposición por parte de Francia y de Bélgica.

4.- El peligro de la auto-privatización del cristianismo

Como siempre, la «dialéctica de la secularización» a que acabo de aludir no conduce, en cualquier caso, a una opinión pública libre de religión, sino a una opinión pública pluralista desde el punto de vista religioso y cosmovisional, a una opinión pública en la que la libertad religiosa se plasma en la práctica. A la vista de esta situación, sobre el cristianismo europeo se cierne, a mi juicio, un nuevo peligro elemental. Ya no es -no, al menos, en primer lugar- el peligro de una privatización del cristianismo impuesta al cristianismo desde fuera por el estado secular. Se trata, más bien, del peligro de que el cristianismo, bajo la presión anónima de una opinión pública pluralista desde el punto de vista religioso-cosmovisional y cada vez más privatizada, cuestione su propia identidad y misión. El cristianismo europeo no está amenazado sólo por los peligros de la auto-secularización, sino también por los de la auto-privatización de lo no secularizable.

Como he mencionado en el capítulo anterior, hace ya muchos años intenté desarrollar un programa de desprivatización bajo la rúbrica de una «nueva teología política». En el tiempo transcurrido desde entonces se ha pasado a una segunda fase de desprivatización, centrada en la superación de las tendencias a la auto-privatización del cristianismo eclesial en general

En §12 he aludido ya a dos síntomas de esta auto-privatización eclesial: por una parte, las tendencias -de resonancias fundamentalistas- a concebir la Iglesia como un «pequeño rebaño», en el que Dios se convierte, por así decirlo, en propiedad privada de la Iglesia; y, por otra, la tendencia cuasi-liberal a una iglesia de servicios burguesa que, si bien contribuye al encuadramiento privado de la vida en un mundo de vida crecientemente difuso e indescifrable, nada aporta a la configuración pública de la vida.

En el citado §12 he llamado la atención sobre el peligro y la forma en que el decreto del Concilio Vaticano II «Sobre la libertad religiosa», singularmente importante y meritorio en orden a la cuestión que nos ocupa, pueda ser malinterpretado como una invitación a la auto-privatización de la Iglesia. Pero ¿qué aspecto tendría un cristianismo que lograra sustraerse con éxito al peligro de su auto-privatización en una Europa pluralista? ¿Es la pretensión pública del cristianismo realmente compatible con la pluralidad? ¿De qué modo se puede hablar de la rememoración bíblica de Dios en una opinión pública estrictamente pluralista? Y, por otra parte, ¿qué ocurriría si el uso público de la razón se sustrajera a la dialéctica de recuerdo y olvido y buscara fundarse, por ende, de manera exclusiva en el olvido? Esto es, ¿qué ocurriría si la amnesia cultural se impusiera definitivamente en el uso público de la razón en Europa?

Después de todo lo dicho, es evidente que la mención de la herencia judeo-cristiana en la configuración de Europa no favorecería la exclusión de otras tradiciones religiosas, sino que, antes al contrario, posibilitaría la convivencia pacifica y fructífera en el espacio público pluralista de Europa.

A la vista del desarrollo demográfico de Europa, cada vez resulta más urgente un diálogo interreligioso entre cristianos y musulmanes orientado a la capacidad de aceptación del pluralismo. ¿Cómo se sitúa, por ejemplo, el islam en lo referente a la comprensión y práctica de la libertad religiosa? ¿Y en lo relativo a la siempre precaria relación entre monoteísmo y pluralismo, entre monoteísmo y violencia? Y el cristianismo, por su parte, ¿hasta qué punto no se priva a sí mismo -con la resignada auto-privatización de la religión que lleva a cabo- de su auténtica capacidad de aceptación del pluralismo?

La importancia de estas preguntas y otras semejantes -a las que el planteamiento laicista se cierra de antemano- para la configuración política y cultural de Europa se pone de manifiesto, sobre todo, una vez que ya no puede ser excluida la incorporación a largo plazo de Turquía a la Unión Europea.

En la anteriormente mencionada carta al ministro alemán de Asuntos Exteriores (con fecha de 23 de noviembre de 2003) también se dice: «La mención expresa de la herencia judeo-cristiana de Europa exige, sin embargo, establecer un criterio para las futuras negociaciones con Turquía, algo sobre lo que hasta ahora apenas se ha discutido, aunque afecta a la cultura política. No ha sido el Corán, sino (sobre todo) la Biblia la que ha impreso su sello en el trasfondo religioso-cultural de la historia de Europa. Lo cual también tendría que ser reconocido por una Turquía deseosa de ser aceptada en la Unión, pues Europa no puede ni debe querer ampliarse al precio de la amnesia cultural».

Un cristianismo que transmite el principio bíblico de la igualdad incluso en su versión moral ofrece, conforme a las reflexiones de §11 y §12, un ethos basado en la autoridad de los que sufren que, desde el reconocimiento del pluralismo de nuestras circunstancias y convicciones, puede revelarse como universalmente vinculante.

De ahí que la teología política no contemple posibilidad alguna de renunciar a un derecho racional de carácter universal mediado negativamente, en este sentido, por la autoridad de los que sufren. Por eso critica, asimismo, que se levante contra la razón una sospecha generalizada de incompetencia, al tiempo que intenta fundar las pretensiones de universalidad de ésta en el carácter dialéctico de la razón anamnética.

[1] “Memoria passionis. Una evocación provocadora en una sociedad pluralista”, Sal Terrae, 2007, 196-203

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