lunes, 30 de diciembre de 2019

Ordenación sacerdotal de mujeres


(Jesús Mtz Gordo, teólogo, en Iglesia viva)

La petición del sacerdocio femenino ha estado presente, con muchos altibajos, a lo largo de la historia de la Iglesia. Pero ha sido en el postconcilio cuando ha resurgido con una enorme fuerza. Así lo atestiguan el imparable aumento de colectivos e instituciones eclesiales que lo siguen solicitando y la publicación de valiosas aportaciones bíblico-exegéticas e históricas. Imposible detenerse en cada punto. Y menos, con detalle. Solo queda elegir uno. Y este va a ser el bloqueo magisterial que padece la petición del sacerdocio femenino a partir de la Carta Apostólica “Ordinatio sacerdotalis” de Juan Pablo II (1994). Como es sabido, la negativa papal sigue sin ser “recibida” por una buena parte de la comunidad católica. Prueba de ello es la insistencia en la reclamación.

Entiendo que, más pronto que tarde, habrá que reconsiderar este rechazo institucional, previa evaluación de su consistencia dogmática y jurídica (defendida por unos y criticada por otros), así como de la interpretación impulsada por la Curia Vaticana estos últimos años. La presente aportación se coloca en esta longitud de onda.

Concretamente, pretendo mostrar, una vez escuchadas las razones de la negativa, que la decisión adoptada por Juan Pablo II, tal y como la formuló en “Ordinatio Sacerdotalis” (1994), es, en primer lugar, una apropiación unipersonal de un tipo de magisterio reconocido y tipificado como “ordinario y universal del papa con los obispos”. Según LG 25. 2, no existe el magisterio “definitivo” unipersonal que es, al parecer, el aplicado en esta ocasión y asunto.

En segundo lugar, en el caso de que se tratara de un magisterio “ex sese” o “ex cathedra”, no se presta la atención debida a los criterios formales requeridos para ser acogida como infalible e irreformable. Por ello, nos encontramos, a pesar de los esfuerzos interpretativos que viene realizando la Congregación para la Doctrina de la Fe en sentido contrario, con un magisterio inerrante y falible o reformable.

Además, es un posicionamiento con muchas dificultades para desprenderse de una concepción “arqueológica” de la tradición y apostar, como se pide en el concilio Vaticano II, por una “tradición viva”. Esta crítica observación es evidente no solo en la Carta Apostólica en cuestión sino, también en las posteriores interpretaciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe, incluido el artículo publicado por Luis F. Ladaria en L’Osservatore Romano (mayo 2018).

Entiendo, en tercer lugar, que la solución definitiva de este asunto puede pasar por la celebración de un Sínodo Extraordinario o, en su caso, Especial y Deliberativo.


Cinco datos históricos


Pero, teniendo que renunciar a una contextualización histórica, me parece oportuno reseñar cinco momentos importantes en los que, porque la puerta, ahora cerrada, quedó entreabierta, son referenciales: el primero, referido a un asunto que puede parecer muy lejano en el tiempo, y hasta más propio de especialistas que del común de los mortales, pero que entiendo capital: la diferencia entre infalibilidad e inerrancia, en mi opinión, fundamental para entender lo que está pasando y poder reconducir este asunto. El segundo, tocante a la trabajada posición de Y. – M. Congar (uno de los grandes teólogos del Vaticano II y del siglo XX) sobre el sacerdocio y diaconado femeninos. El tercero, concerniente a la votación efectuada en la Pontificia Comisión Bíblica al respecto, antes del posicionamiento magisterial de Juan Pablo II. El cuarto, relativo a la importancia del dictamen de la Comisión Teológica Internacional sobre el diaconado femenino (2002) y, finalmente, las declaraciones del Papa Francisco (2019) sobre la necesidad de seguir estudiando su sacramentalidad y el debate que se ha de abrir, a la luz de tales manifestaciones, sobre lo que es la “Revelación” y cómo ha de articularse con la “regla de la fe” y con la “tradición viva”.

Infalibilidad e inerrancia

Como es sabido, el Vaticano II sostiene que los contenidos sobre los que ha de versar el magisterio extraordinario del papa “ex sese” o “ex cathedra” han de ser las verdades que constituyen el depósito revelado (“depositum fidei”) y otras verdades que se consideran necesarias para su subsistencia ya que, si fueran negadas, no podría custodiarse íntegramente la fe. La cuestión de esas “otras verdades necesarias para la subsistencia” del “depósito de la fe” tiene una enorme relevancia porque es la que origina el debate contemporáneo sobre las llamadas “verdades definitivas” y, concretamente, la que fundamentaría -al decir de la Congregación para la Doctrina de la Fe- la importancia de dicho magisterio “definitivo” (al menos, tal y como vendría a aplicarlo Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Ordinatio sacerdotalis”) y la subsiguiente imposibilidad de que las mujeres puedan acceder al sacerdocio ministerial.

Mujer sacerdote anglicana

François Fenelon (1651-1715) fue el primero que propuso esta extensión de la infalibilidad al sostener que existían dos “especies” de la misma o “hechos dogmáticos” que, aunque de desigual naturaleza, eran irreformables: uno fundado en el contenido y sentido de la revelación por sí misma; y, otro, en los “medios” esenciales para la conservación auténtica de lo revelado y de su sentido. Refiriéndose a la segunda especie, señalaba que algunos teólogos la extendían a “todas las cosas que son necesarias para la salvación en general de los fieles” tal y como, por ejemplo, pueden ser “las canonizaciones de santos” y “la aprobación de órdenes religiosas”. Posteriormente, algunos manuales de teología añadirán a este listado la elección del papa. Así pues, según lo que sostiene F. Fenelon, estas verdades segundas, referidas a los “medios” esenciales para conservar la revelación, serían infalibles y, por tanto, irreformables.

Sin embargo, no es ésta contemporáneamente la interpretación de Jean-François Chiron y de Bernard Sesboüé para quienes tales verdades —cuyo contenido y sentido no es la revelación por sí misma, sino las costumbres, la liturgia, el derecho canónico o la disciplina— han de ser tipificadas como “inerrantes”, nunca como infalibles ya que, al proclamarlas, la Iglesia no se estaría equivocando ni el católico al acatarlas.

Hay momentos y problemas en los que es imprescindible la intervención de una autoridad “inerrante” que, porque tiene la última palabra, hace cesar la discusión. Quien asume dicha decisión sabe que cumpliéndola y respetándola no peligra, de ninguna manera, su salvación. Pero ésta ya no es —contrariamente a lo que sostenía F. Fenelon— una decisión infalible, sino inerrante y, por ello, fundamentalmente jurídica y reformable en el tiempo. El hecho de que, a veces, se la presente arropada o envuelta en una cierta aureola de infalibilidad obedece a la voluntad de mostrar que la decisión pontificia es inapelable, pero, “sensu stricto”, no es infalible.

Probablemente uno de los ejemplos más elocuentes de la inerrancia de estas verdades segundas se evidencia en la secuencia papal de aprobación (Pablo III y Julio III, 1540 y 1550), supresión (Clemente XIV, 1773) y restablecimiento de la Compañía de Jesús (Pio VII, 1814).

Juan Pablo II y la mujer

Si se analiza la documentación al respecto, salta inmediatamente a la vista que cada uno de estos papas tenía la intención de estar tomando (o haber adoptado) una decisión incontestable y sin apelación posible. Y también, que todos ellos estaban convencidos de que la Iglesia no podía equivocarse, es decir, que no estaban adoptando decisiones incompatibles con su misión y responsabilidad. Y, sin embargo, es, igualmente, evidente e incontestable que todos ellos se sentían libres ante la decisión que, contraria a la que ellos adoptaban, habían tomado sus predecesores, a pesar de las diferentes maneras de recordar en sus bulas y clausulas finales la perpetuidad de sus respectivas decisiones. Otro tanto puede decirse, por ejemplo, sobre la evolución que experimentó a lo largo de la historia la máxima, de inspiración evangélica: “a quien te pide prestado, dale sin usura” (Cf. Mt, 5,42).

Hechos como éstos permiten percatarse de que lo que se proclamaba no era una decisión de fe absoluta y, por tanto, infalible e irreformable, sino una verdad inerrante y reformable, a pesar de su apariencia de definitividad e irrevocabilidad.

Por tanto, cuando los papas se pronuncian sobre las llamadas “verdades segundas”, lo que está en juego no es como así sucede con los dogmas directamente fundados en la revelación la infalibilidad, sino la inerrancia o indefectibilidad de la Iglesia. Se trata de decisiones que se ha juzgado necesario adoptar en un momento determinado, pero no es de recibo (aunque la dinámica del debate tienda a ello) elevar al plano doctrinal o investir de infalibilidad lo que es una decisión jurídica, abierta a una evolución en el futuro, es decir, reformable.

Pues bien, a pesar de la diferencia existente entre verdades infalibles e irreformables y decisiones inerrantes y reformables, la interpretación de F. Fenelon tendrá una enorme acogida a partir de 1870 (fecha de aprobación del dogma de la infalibilidad papal en el Vaticano I), dando pie a lo que va a ser tipificado por A. Naud como el “mal católico” o el “infalibilismo”, es decir, una praxis que acabará convirtiendo el magisterio en una segunda fuente de revelación, arruinará la vida interna de la Iglesia y hará poco creíble el magisterio a los mismos creyentes.

Sorprendentemente, es una interpretación que va a rebrotar con particular fuerza en el pontificado de Juan Pablo II, a partir del momento en que declare que la imposibilidad del sacerdocio femenino debe ser tenida como definitiva (“tamquam definitive tenendam”).

Wojtyla y Ratzinger

Y. - M. Congar y el diaconado femenino

Cuando en 1971 se planteó la posibilidad de una ordenación femenina diaconal, Y. - M. Congar manifestó tener reservas al respecto: “no era cierto que la prohibición del sacerdocio femenino” fuera “de derecho divino” pero, se preguntó seguidamente, “¿qué autoriza a decir que semejante limitación sea únicamente sociocultural? Niego que pueda afirmarse esto con plena certeza”.

Poco después, el Sínodo Interdiocesano de la República Federal Alemana (1972-1975) le solicitó un dictamen sobre la restauración del diaconado femenino. Y. - M. Congar sostuvo, en esta ocasión, que “la admisión de la mujer al diaconado sacramental” era “posible dogmáticamente hablando. Durante siglos existió tal diaconado. Lo confirman serias razones. Habría, sin embargo, que subrayar que con esto no se toca el problema de la exclusión de la mujer del sacerdocio, aunque no pueda asegurarse que ésta sea una ley de derecho divino”.

A partir de entonces, empezó a ser una convicción generalizada entre muchos teólogos, que el acceso de la mujer al sacerdocio ministerial pasaba por dejar expeditas, primero, las puertas al “diaconado sacramental femenino”: eran las más fáciles de franquear sin provocar rupturas de la comunión y sin tensionar las relaciones ecuménicas, sobre todo, con las iglesias ortodoxas. Alcanzado este objetivo, vendría, en un momento posterior, la tarea de abrir las otras dos puertas ministeriales: las del presbiterado y el episcopado.

La Pontificia Comisión Bíblica

En la reunión de abril de 1976 de la Pontificia Comisión Bíblica se discutió durante cuatro días la fundamentación de una negativa para que las mujeres pudieran acceder al ministerio ordenado. Asistieron 17 miembros del total de 19 que componían dicha Comisión, sin contar el presidente y los secretarios. Se plantearon tres preguntas concretas a las que debían responder sí o no (“positive”, “negative”).

La primera se refirió a “si en el Nuevo Testamento solo, es decir, prescindiendo de la tradición posterior, pueden hallarse datos suficientes para solventar de forma clara y definitivamente el problema de la posible ordenación sacerdotal de la mujer”. La respuesta casi unánime, con una sola abstención, fue negativa.

En la segunda se preguntó “si, por el testimonio del Nuevo Testamento solo, puede concluirse como definitiva la exclusión de la mujer de una posible ordenación sacerdotal”. La respuesta fue: doce votos negativos y cinco positivos.

San Pablo

En la tercera se interrogó sobre “si, por el testimonio del Nuevo Testamento solo, puede deducirse que una eventual ordenación sacerdotal de la mujer lesiona el plan de Jesucristo sobre el ministerio apostólico”. Cinco respondieron positivamente y doce negativamente.

Este dictamen causó cierta sensación en los ambientes vaticanos, porque —a la vez que se coincidía con los biblistas protestantes— les parecía que se derrumbaba un punto doctrinal intocable. También molestó que se divulgaran estos datos sometidos al secreto, lo que provocó una llamada de atención a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica por parte de la Santa Sede.

Para prevenir falsas esperanzas o ilusorias interpretaciones, el Vaticano dio a conocer un comunicado de prensa afirmando que el hecho de estudiarse la cuestión no significaba “un cambio de la legislación”, sino, más bien, aclararla o explicarla de nuevo en las circunstancias presentes.

La Comisión Teológica Internacional

Cerrado, al menos magisterialmente, desde mayo de 1994 con la Carta Apostólica “Ordinatio sacerdotalis” la posibilidad de que las mujeres pudieran acceder al sacerdocio ministerial, quedaba abierta la vía del diaconado y, con el tiempo, muy probablemente, al presbiterado y al episcopado.

Había que taponar ese posible camino. Nada mejor que encomendar a la Comisión Teológica Internacional un estudio sobre el asunto. A ello se dedicó una subcomisión durante el quinquenio 1992-1997 y, visto que no se pudo alcanzar el dictamen correspondiente, fue remprendido en el siguiente a partir del trabajo realizado con anterioridad. Alcanzado, finalmente, un texto y aprobado por unanimidad, fue entregado al cardenal J. Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, quien autorizó su publicación.

Más allá de los comentarios que provocó esta larga investigación y el Informe aprobado —al parecer, diferente al esperado— es particularmente importante y clarificadora la conclusión a la que se llegó en lo referente al acceso de la mujer al diaconado: corresponde “al ministerio de discernimiento que el Señor ha establecido en su Iglesia pronunciarse con autoridad sobre la cuestión”.

Francisco saluda a obispa luterana

Tenemos que “ver qué había en el inicio de la Revelación” (Papa Francisco)

En conversación con los periodistas en el avión de regreso a Roma, a finales de julio de 2012 y tras presidir en Río de Janeiro la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, el Papa Francisco declara que “sobre la ordenación de las mujeres la Iglesia ha hablado y ha dicho no. Lo dijo Juan Pablo II con una formulación definitiva. Esa puerta está cerrada”.

Es un primer posicionamiento que va a ratificar en la posterior Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium” (noviembre, 2013, nº 104): “el sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión”. La decisión está tomada y él la asume, como hijo de la Iglesia que es, sin cuestionarla.

Pero, por otro lado, crea en 2016, a petición de una de las participantes en la asamblea trienal de la Unión de Superioras Generales (UISG), una comisión paritaria, a la que encomienda estudiar la posibilidad de que las mujeres puedan acceder al ministerio del diaconado. Es evidente que esta petición se enmarca en la conclusión alcanzada en su día por la Comisión Teológica Internacional: compete al Sucesor de Pedro “pronunciarse con autoridad sobre la cuestión”.

Finalizados los trabajos de la Comisión presidida por F. Ladaria, el Papa Bergoglio declaró (10.05.2019), ante las discrepancias del Informe entregado, que, “por ahora no puedo decidir nada sin una base teológica e histórica adecuada”. Tenemos que “ver qué había en el inicio de la Revelación. Si el Señor no nos ha dado el ministerio sacramental para las mujeres, no va. Por eso, estamos investigando la historia”.

Es evidente que con esta respuesta dejaba abiertos, por un lado, el debate y la investigación sobre la sacramentalidad del diaconado femenino impartido en los primeros tiempos de la Iglesia pero, por otro lado, también se evidenciaba la necesidad de clarificar qué se entiende (y se ha de entender) por “Revelación”: ¿únicamente lo decidido por la comunidad cristiana en los primeros tiempos y traído al presente en el cauce de la tradición viva de la Iglesia, oportunamente autentificado por los sucesores de los apóstoles (la posición de J. Ratzinger)? O, más bien, ¿lo eclesialmente actualizado en nuestros días de dicha tradición viva en conformidad con lo dicho y hecho por Jesús (la concepción de A. Torres Queiruga)? O, quizá, ¿la anticipación en la actualidad del futuro al que estamos convocados y que, por ello, nos aguarda? (la propuesta de W. Pannenberg); un futuro en el que, por cierto, nadie quedará discriminado por ser varón o mujer.

Mujeres diáconos

Entiendo que la investigación histórico-crítica que pide el Papa ha de estar acompañada de otra, en mi opinión más determinante, sobre lo que se entiende y se ha de entender como “Revelación”. Creo que el acceso de las mujeres al ministerio ordenado se juega en la elucidación de este asunto. Y, por cierto, también de otros muchos. Cuando se pretende concretar el contenido de lo que Francisco denomina “Revelación” se ha de recuperar una adecuada y “católica” articulación entre investigación histórico-crítica y “regla de la fe o símbolo de la fe” (incluidos el “sensus fidei” y el “sensus fidelium”).

No me parece procedente dejar, ni éste ni otros asuntos, en manos únicamente de la investigación histórico-crítica. En particular, de aquella que, fundándose en un “a priori” o en una precomprensión “arqueológica”, descuida el futuro al que estamos convocados y, por ello, no atiende debidamente su actualización en el tiempo presente.

Ser fiel a la tradición “viva” de la Iglesia es incompatible con el “arqueologismo”, todavía tan al uso en muchos posicionamientos magisteriales, exegéticos y teológicos. Si la “Revelación” nos llega en una tradición que es “viva”, necesariamente ha de recrearse de manera sinodal y corresponsable en nuestros días lo dicho y hecho por Jesús a la luz del futuro de plenitud y vida (que en eso consiste la salvación) al que estamos convocados y de cuya actualización somos responsables en todo momento de la historia. Ésta fue “la regla de fe” de las primeras comunidades cristianas. Y, vista su fecunda creatividad, también ha de ser la nuestra en la actualidad. Cuando dicha “regla de fe” opera, desaparecen muchos de los problemas de recepción que tradicionalmente tienen una exégesis o una teología “arqueológicas” o un magisterio presidido por un “a priori” infalibilista y al margen del “sensus fidei” o “fidelium” es decir, para nada sinodal y corresponsable.

Muchos de los problemas referidos al diaconado y al acceso de las mujeres al ministerio ordenado pueden desaparecer o diluirse siendo fieles —también en nuestros días— a lo dicho y hecho por Jesús, a la tradición “viva” de la Iglesia y a la “regla de fe”. He aquí las tres referencias capitales que no podemos descuidar cuando se pretenda concretar lo que el Papa Bergoglio denomina “Revelación”.

Diaconisas

La Carta Apostólica “Ordinatio sacerdotalis”

El 22 de mayo de 1994 Juan Pablo II comunicaba mediante la Carta Apostólica “Ordinatio Sacerdotalis” que la Iglesia no tenía “en modo alguno facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres”.

Y aportaba los tres argumentos en los que sustentaba la decisión: Cristo escogió sus apóstoles sólo entre varones; la ordenación sacerdotal siempre había estado reservada desde el principio en la Iglesia católica exclusivamente a los varones y el magisterio había establecido que la exclusión de las mujeres del sacerdocio estaba en armonía con el plan de Dios para su Iglesia.

Estos tres argumentos iban acompañados de dos explicaciones complementarias. Según la primera de ellas, Cristo, al comportarse de esta manera, no estaba condicionado por motivos sociológicos o culturales propios de su tiempo. Y según la segunda, el hecho de que María no recibiera el sacerdocio ministerial ni la misión propia de los apóstoles mostraba claramente que la no admisión de las mujeres a la ordenación sacerdotal no podía significar una menor dignidad ni una discriminación hacia ellas.

La Carta Apostólica finalizaba indicando que la decisión debía “ser considerada como definitiva por todos los fieles de la Iglesia” (“tamquam definitive tenenda”), es decir, como una verdad “definitiva”.

La sorpresa fue mayúscula. Y lo fue, además de por otras razones, porque el Papa Wojtyla parecía estar empleando la clase de magisterio recogida en LG 25.2: “aunque cada uno de los Prelados (“singuli praesules”) no goce por sí de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando, aun estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo”. Era lo que se conocía como el magisterio extraordinario, infalible e irreformable, y que se tipifica —de manera abreviada— como “ordinario y universal”.

Sin embargo, leyendo detenidamente la Carta Apostólica se podía apreciar cómo el papa Juan Pablo II no indicaba que hubiera recurrido a esta clase de magisterio después de haber recabado y contado con el consenso de “cada uno” de los obispos dispersos por el mundo. Como resultado de esta ausencia, o nos topábamos con un grave error de forma y procedimiento o con la aparición de una clase de magisterio (el “definitivo”) que, al presentarse supuestamente como infalible e irreformable, era semejante al “ex sese” o “ex cathedra”. Por tanto, había que valorar su entidad y alcance a la luz de los criterios formales que, aportados por el Vaticano I (y la posterior praxis magisterial), han de presentar estas definiciones dogmáticas para que, una vez reconocidas inequívocamente como magisterio extraordinario “ex sese” —o, en este caso, “definitivo”— sean acogidas como infalibles e irreformables:

1.- han de ser verdades reveladas por Dios;

2.- han de ser proclamadas mediante un juicio solemne;

3.- han de excluir la proposición contraria como herética y

4.- han de exigir una respuesta irrevocable de fe.

Sacerdotisas anglicanas

En el caso de que la Carta Apostólica no pasara la prueba o hubiera dudas fundadas al respecto, habría que aplicar la máxima canónica según la cual “in dubio pro fallibilitate”, tal y como se recogía en el Código de derecho canónico (versión de 1917, 1323 & 3) en continuidad con la regla hermenéutica aceptada por la mayoría de los canonistas y eclesiólogos y vigente desde el siglo XVIII: “nada será considerado como dogmáticamente declarado o definido si no se presenta manifiestamente como tal”. Y tal y como así lo sostiene el Código de 1983 (749 & 3): “ninguna doctrina se considera definida infaliblemente si no consta así de modo manifiesto”. La interpretación canónica de la infalibilidad ha sido (y sigue siendo), por tanto, claramente restrictiva.

Sin embargo, los críticos estudios sobre la supuesta infalibilidad e irreformabilidad de la Carta Apostólica, entonces realizados, quedaron acallados (al menos, en un primer momento) porque los problemas que surgieron inmediatamente y en los que centró su atención la curia vaticana (de manera particular, la Congregación para la Doctrina de la fe) fueron los de precisar, dando por incuestionada la infalibilidad e irreformabilidad del pronunciamiento papal, cuál era, en primer lugar, el estatuto jurídico (inexistente hasta entonces en el Código de Derecho Canónico) de esta nueva forma de magisterio “definitivo” y qué tipo de aprobación se estaba pidiendo a los católicos. Pero, a pesar de estos esfuerzos, no se logró acallar el debate, fundamental, sobre la consistencia dogmática de estas verdades y, por tanto, sobre si el contenido de la Carta Apostólica en cuestión era infalible e irreformable o inerrante y reformable.

2.1.- La cuestión dogmática

Es claro que Juan Pablo II quería disipar con esta Carta Apostólica cualquier clase de duda entre los fieles. Y también, que quería que este posicionamiento fuera “tenido como definitivo”.

Pero si comparamos esta Carta Apostólica (“Ordinatio sacerdotalis”) con las declaraciones infalibles e irreformables sobre la infalibilidad pontificia en “Pastor Aeternus” (Vaticano I, 1870) y sobre la Asunción (Pio XII, 1950) o la Inmaculada Concepción de María (Pio IX, 1854), constatamos llamativas diferencias.

En primer lugar, la insistencia en “Ordinatio sacerdotalis” es mucho menor: un solo y sobrio “declaramus”, en vez de las repeticiones en las que se apoyaban los documentos dogmáticos de los papas anteriores.

En segundo lugar, no existen las declaraciones negativas que son propias de los documentos infalibles e irreformables. Falta, por tanto, la exigencia de una respuesta irrevocable de fe que excluya la proposición contraria como herética. Incluso en la hipótesis de que el magisterio actual hubiera perdido el gusto por las redundancias, no parece de recibo sostener que una cuestión de elegancia literaria haya impedido el empleo de las fórmulas negativas.

En tercer lugar, la implicación magisterial —y, por ello, el grado de autoridad— es menor en el texto de Juan Pablo II que en los dogmas sobre la Asunción y la Inmaculada Concepción. En estos últimos no hay duda alguna sobre que son divinamente revelados y, por tanto, que en su aceptación o rechazo está en juego la fe. Esto es algo que Juan Pablo II no afirma en “Ordinatio sacerdotalis”: se limita a expresar su voluntad de que esta posición sea tenida (“tenenda”, por tanto, no “credenda”) de manera “definitive” por todos los fieles. Al decantarse por esta formulación estaría reconociendo que no se trata de una verdad infalible e irreformable, sino de una verdad segunda (“de fe y costumbres”) que es preciso “mantener” (“tenenda”) para salvaguardar la revelación y, por tanto, reformable.

Ladaria

Es evidente que la implicación magisterial —y, por ello, el grado de autoridad— es menor en el texto de Juan Pablo II que en los de sus predecesores cuando procedieron “ex cathedra”. Y si es cierto que para Juan Pablo II la no-ordenación de las mujeres pertenece a la “constitución divina de la Iglesia” porque, según sus palabras, ha sido “la práctica constante de la Iglesia”, también es cierto, que no cita enseñanza alguna del magisterio ordinario y universal y, por ello, infalible e irreformable, en favor de dicho posicionamiento. Simplemente, se limita a apoyar de manera genérica su decisión “en los documentos más recientes”, sin más aclaraciones al respecto. Se comprende que fueran muchos los teólogos que creyeran encontrarse con un posicionamiento papal más fundado en una práctica (que se impuso rápidamente desde los orígenes, que ha conocido pocas excepciones y que la ausencia de contestación hasta una época muy reciente no había hecho necesaria intervención alguna del magisterio) que en “una verdad revelada por Dios”.

Era una crítica valoración que se vio reforzada por el hecho de que el Papa no manifiesta, sin duda de ningún género, que la formulación propuesta sea clara e inequívocamente infalible e irreformable. Y que lo haga respetando —como he indicado— los criterios requeridos para ello: que sea una verdad revelada por Dios, que se proclame mediante un juicio solemne, que excluya la proposición contraria como herética y que exija una respuesta irrevocable de fe. No es suficiente con que exprese una particular convicción personal. Además de ello, es necesario e imprescindible que respete los estrictos criterios dogmáticos y formales requeridos para que cualquier posicionamiento papal “ex sese”, “ex cathedra” o, en este caso, “definitivo”, sea inequívocamente reconocido como tal ya que lo que está en juego es la fe y la pertenencia eclesial.

Quizá, por ello, no extrañó que el mismo cardenal J. Ratzinger se expresara en los primeros momentos de la siguiente manera: en lenguaje técnico, se tendría que decir que “se trata de un acto del magisterio auténtico ordinario del Soberano Pontífice y, por tanto, de un acto no definitorio ni solemne ‘ex cathedra’”, sino de “una certeza que siempre ha existido en la Iglesia y que algunos habían puesto en tela de juicio”. Gracias a esta aclaración se evidenciaba que el debate no era dogmático, sino legítimamente hermenéutico entre los partidarios de una concepción arqueológica de la tradición y los peticionarios del sacerdocio para la mujer (del lado de una tradición viva). Y, en todo caso, quedaba suficientemente aclarado que se debía aplicar a esta Carta Apostólica, legítimamente, y frente a la interpretación infalibilista e irreformable, que abanderarán J. Ratzinger y T. Bertone, la máxima según la cual “in dubio pro fallibilitate”.

Iglesia más femenina

2.2.- La cuestión jurídica

La cuestión jurídica llevó a preguntarse si esta nueva clase de magisterio “definitivo” estaba recogida en el Código de Derecho Canónico y cuáles eran, en su caso, las penas previstas para quienes disentían o no lo aceptaban.

La respuesta a la pregunta no admitía duda: no existía regulación alguna sobre las verdades “definitivas, tal y como eran tratadas en la Carta Apostólica “Ordinatio sacerdotalis”. La explicación de este “vacío” era evidente: Juan Pablo II había recurrido unipersonalmente —tal y como ya lo habían indicado algunos teólogos— a un tipo de magisterio que, según LG 25.2 estaba reservado a “cada uno” de los obispos (dispersos por el mundo o reunidos) en comunión con el Papa.

Sin embargo, ésta fue una cuestión fácil de solucionar, al menos para la Curia vaticana: a los cuatro años de publicada la “Ordinatio sacerdotalis”, revisó la “Professio fidei” y el juramento de fidelidad, incorporando (algo totalmente inusitado) al credo niceno-constantinopolitano tres nuevos párrafos (Carta Apostólica “Ad tuendam fidem”, 1998). Por cierto, una incorporación que muchos teólogos criticaron de manera tan contundente como fundada.

2.3.- Aprobación demandada

La tercera de las cuestiones, la referida a la aprobación que se podría estar pidiendo, pasaba por clarificar si se trataba del asentimiento de fe (imprescindible para garantizar la comunión eclesial y que es propia del magisterio extraordinario e infalible e irreformable) o si se trataba, más bien, de la obediencia práctica (voluntad), compatible con un cierto desacuerdo teológico (argumentado) que no altera, por ello, la comunión eclesial.

La gran mayoría de los teólogos que se pronunciaron al respecto se decantaron, sin duda de ninguna clase, a favor de la segunda interpretación.

2.4.- Comentarios oficiales

Al posicionamiento de Juan Pablo II en la Carta Apostólica “Ordinatio sacerdotalis” (1994) antecedió la Declaración “Inter Insigniores” de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1976), la “Nota” de presentación que acompañó a la Carta Apostólica firmada también por la Congregación para la Doctrina de la Fe (1994) y el “Responsum” sobre la autoridad de dicha Carta Apostólica, igualmente rubricado por la Congregación para la Doctrina de la Fe (1995). En todos ellos se pretendía dotar a la Carta Apostólica de una infalibilidad e irreformabilidad, imposibles por sí mismas y al precio de negar su inerrancia y reformabilidad, además de decantarse por una concepción arqueológica de la tradición.

Iglesia y mujer

3.- Luis F. Ladaria: hubo consulta

El último capítulo se ha escrito, de momento, el 1 de junio de 2018, día en el que Luis F. Ladaria, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe, publica en “L’Osservatore Romano” un artículo buscando clarificar, de nuevo, algunas dudas sobre el carácter definitivo de la doctrina formulada en la Carta Apostólica “Ordinatio sacerdotalis”. Dice hacerlo porque en algunos países hay voces que la cuestionan ya que, “al no definirse “ex cathedra”, otro papa o un Concilio podría revocar”. El resultado de todo ello es que se crean dudas sobre el “Magisterio ordinario, que puede enseñar de manera infalible la doctrina católica” (sic).

Seguidamente, después de abundar en la argumentación, ya sabida, sobre la no-elección de mujeres como apóstoles sostiene que se trata de algo que pertenece a la “sustancia del sacramento” del Orden y que esto no es un asunto disciplinar, sino doctrinal.

A continuación, sostiene que Juan Pablo II “no declaró un nuevo dogma”, sino que “confirmó formalmente y de modo explícito” para disipar cualquier duda, “lo que el magisterio ordinario y universal ha considerado a lo largo de la historia de la Iglesia como perteneciente al depósito de la fe”. Y lo hizo “como testigo que escucha una tradición ininterrumpida y vivida”. No se puede negar, proseguía, que el Papa “puede hablar de manera infalible acerca de verdades que están necesariamente conectadas con el dato formalmente revelado, porque sólo de esta forma puede ejercer su función de custodiar santamente y explicar fielmente el depósito de la fe”.

La novedad relativa de esta nota es que es la primera vez que se tiene conocimiento de que Juan Pablo II adoptó esta decisión tras una “consulta previa” “en Roma con los presidentes de las Conferencias Episcopales que estaban seriamente interesados en esta problemática”. Como resultado de ella, “todos, sin excepción, declararon, con plena convicción, por obediencia de la Iglesia al Señor, que ella no tiene la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal”.

Conviene volver a recordar, una vez más, que LG 25.2 habla de que la consulta, cuando se trata del magisterio ordinario y universal, (no ordinario e infalible, como se sigue diciendo) ha de realizarse a “cada uno de los obispos” (“singuli praesules”); no a los presidentes de las Conferencias episcopales.

Iglesia y mujer

En conclusión

Es evidente que Juan Pablo II quiso zanjar la cuestión teniendo presentes los datos y argumentos disponibles en su día, pero entiendo que no queda cerrada ni la investigación ni la reflexión porque se trata de un magisterio y de una decisión “inerrante”, nunca infalible e irreformable: al proclamarla, la Iglesia no se estaría equivocando, ni el católico al acatarla. Quien asume dicha decisión sabe que cumpliéndola y respetándola no peligra, de ninguna manera, su salvación. Pero tampoco peligra para quien, apostando por favorecer una presencia ministerial de la mujer en la Iglesia, lo hace por fidelidad al comportamiento que Jesús tuvo con ella; revolucionario en aquellos tiempos. Cuando se procede de esta manera, es difícilmente cuestionable que se hace en coherencia con la encomienda que brota de tales hechos y dichos para nosotros, sus seguidores.

Cuando, en cambio, se insiste en la interpretación reiteradamente defendida por la curia vaticana de la Carta Apostólica se corre el peligro de incrementar los motivos para que la Iglesia acabe perdiendo el colectivo de las mujeres, como no hace mucho perdió una buena parte del mundo de los intelectuales, de los artistas, de los científicos, de los obreros o de los estudiantes. No es de extrañar que sean muchos los teólogos y los cristianos con dificultades para aceptar que es voluntad de Dios que el ministerio ordenado sea así y para siempre. Y no lo aceptan o “reciben” porque sospechan que con el reiterado recurso a la autoridad eclesial se está “sofocando el Espíritu”.

Esperemos que, más pronto que tarde, nos encontremos con un papa que active una comprensión viva de la tradición y que —como se ha hecho con la comunión a los divorciados vueltos a casar civilmente— permita la celebración de un Sínodo Extraordinario (“Episcopalis Communio” 1 & 2.3) o Especial y deliberativo (Ibid., 18 & 2) específicamente dedicado al (im)posible, al menos, hasta ahora, sacerdocio de la mujer.

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