martes, 21 de junio de 2016

UNA DIFÍCIL COMUNIÓN (I)

Nota: por la extensión del trabajo, lo publicaremos en 3 secciones.



Las teorías del complot o de la escalada de algunos movimientos y comunidades a la cúspide de la Iglesia católica tienden a infravalorar la gran variedad y complejidad de esta galaxia eclesial. Diferentes por lugar y fecha de nacimiento, por tipo de adhesión de sus miembros, por dimensión y enraizamiento, por misión dentro de la Iglesia y orientación teológica, los movimientos y comunidades ocupan todo el espacio del amplio espectro «ideológico» dentro del catolicismo. El ecumenismo y el neo-orientalismo de San Egidio se contraponen al romanismo de los movimientos hispanos. El inclusivismo interreligioso de los Focolares está en el extremo opuesto al exclusivismo de Comunión y Liberación. La cultura participativa y democrática de los scouts católicos está en las antípodas de la mentalidad del Opus Dei.

            Las asociaciones eclesiales viven una difícil comunión entre sí. Si resulta exagerado presentar el conjunto como «bandas de enemigos naturales en un precario estado de simbiosis», no resulta excesivo definir el conjunto general de las asociaciones como una difícil convivencia desde la lógica de la competencia y con una continua búsqueda de equilibrio. No podía ser de otra forma si deben convivir los movimientos-asociaciones caracterizados por un alto grado de institucionalización y por una cierta autonomía concedida por la jerarquía eclesiástica (Acción Católica - escultismo); los movimientos de reconquista, vinculados a una cultura política y religiosa antiliberal (Opus Dei, Comunión y Liberación, Legionarios y Cursillos); los movimientos de tipo pentecostal (RNS, Neocatecumenales y Focolares); las élites espirituales -laicales y monásticas- herederas del «retorno a las fuentes» de la gran tradición del cristianismo indiviso y del «acercamiento» a las otras Iglesias y a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo (Taizé y Comunidad de San Egidio).

Una segunda y más difícil comunión ha sido aquella entre las asociaciones por una parte y las Iglesias locales (clero y laicado) por la otra. Las partes en simbiosis viven juntas, sacando ambas ventaja de la convivencia y sufriendo la desventaja de la crisis y de la debilidad del otro sujeto de la relación. No está todavía claro que este sea el caso de la relación entre movimientos y comunidades e Iglesias locales. Resulta claro, sin embargo, que durante las décadas posconciliares los movimientos y comunidades han nacido y crecido como un fenómeno muy oportuno en razón de lo debilitado que estaba el cuerpo de la Iglesia territorial.

Frente a una fe «cálida» -que es como mayoritariamente se vive en las comunidades o movimientos-, las Iglesias territoriales corren el riesgo de reducirse cada vez más a una especie de frías máquinas distribuidoras de sacramentos. La distribución del sacramento ya no corresponde con la inserción en una comunidad parroquial, en una catequesis parroquial o en una realidad humana y social inevitablemente más variada pero también más real que la de la pequeña comunidad- movimiento elegida. Desde el punto de vista vocacional y ministerial, al «laicado no asociado» y al clero (al que se reconoce una autoridad menor que la que dan a sus propios líderes) parece haberlos sustituido en las Iglesias locales el laicado asociado que está en condiciones de garantizar un mayor nivel de compromiso y de eficiencia pastoral. Por este motivo la fuerza de impacto de los movimientos sobre el cuerpo de la Iglesia católica es muy superior respecto a la relativa consistencia numérica de este nuevo tipo de laicado.

Entre finales del XIX y principio del XX, las jerarquías católicas habían conseguido despertar y controlar la movilización del laicado dentro de un esquema que no arriesgaba la tradicional estructura de poder en la Iglesia. El rol histórico de las asociaciones, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX consiste en haber interpretado (también a nivel ideológico), traducido (en el plano de la realidad de los hechos, mucho antes que en el del reconocimiento eclesiástico) y representado (más a nivel existencial que teológico) una solución al problema de vivir y testimoniar la fe católica en una sociedad como la europea, situada en el momento crítico del pasaje de una firme herencia confesional a una radical secularización. La fuerte autoestima de esta nueva élite facilita las acusaciones dirigidas contra los nuevos movimientos que han ocupado dentro de la Iglesia los espacios que, hasta hace pocas décadas, fueron administrados por el episcopado, el clero, las órdenes religiosas y la potente jerarquía católica. Del «nosotros somos Iglesia» de los tiempos de la semiclandestinidad se ha pasado, en la Iglesia de Juan Pablo II y Benedicto XVI, al orgullo de algunos movimientos, un orgullo con que parecen afirmar: «La Iglesia somos nosotros». 

(Continuará el próximo miércoles
(segunda entrega)
(tercera entrega)

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