(El País: 09/03/16)
Es apenas concebible que
el papa Francisco hubiera pretendido establecer una definición de la
infalibilidad papal como la que, en el siglo XIX, promoviera Pío IX con buenas
y no tan buenas mañas. Tampoco es imaginable que Francisco tuviera interés,
como Pío XII, en la definición de un dogma infalible acerca de María. Lo
concebible es, más bien, que el papa Francisco (como en su día Juan XXIII ante
los estudiantes del Pontificio Colegio Griego) declarase con una sonrisa: “Ío
non sono infallibile” —“Yo no soy infalible”—. En vista del asombro de los
estudiantes, el papa Juan añadió: “Solo soy infalible cuando defino ex
cathedra, pero nunca lo haré”.
El 18 de diciembre de
1979 el papa Juan Pablo II me retiró la licencia eclesiástica por haber
cuestionado la infalibilidad papal. En el segundo volumen de mis memorias,
Verdad controvertida, demuestro, apoyándome en una extensa documentación, que
se trataba de una acción urdida con precisión y en secreto, jurídicamente
impugnable, teológicamente infundada y políticamente contraproducente. El
debate acerca de la revocación de la missio canonica y de la infalibilidad se
prolongó todavía bastante tiempo. Pero mi reputación ante el pueblo creyente no
pudo ser destruida. Y tal como yo había predicho, no han cesado las discusiones
en torno a las grandes reformas pendientes. Al contrario: se han agudizado
fuertemente bajo los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Estas son
las que yo mencionaba entonces: el entendimiento entre las distintas
confesiones; el mutuo reconocimiento de los ministerios y de las distintas
celebraciones de la eucaristía; las cuestiones del divorcio y de la ordenación
de las mujeres; el celibato obligatorio y la catastrófica falta de sacerdotes,
y, sobre todo, el gobierno de la Iglesia católica. Y preguntaba: “¿A dónde
conducís a nuestra Iglesia?”
Estas demandas tienen
ahora la misma actualidad que hace 35 años. Pero el motivo decisivo de la
incapacidad de introducir reformas en todos estos planos sigue siendo, hoy como
ayer, la doctrina de la infalibilidad del magisterio, que ha deparado a nuestra
Iglesia un largo invierno. Igual que Juan XXIII entonces, intenta hoy el papa
Francisco, con todas sus fuerzas, insuflar aire fresco a la Iglesia. Y topa con
una resistencia masiva, como sucedió en el último sínodo mundial de los obispos
de octubre de 2015. No nos engañemos: sin una re-visión constructiva del dogma
de la infalibilidad apenas será posible una verdadera renovación.
Tanto más sorprendente
resulta entonces que la discusión sobre la infalibilidad haya desaparecido del
mapa. Muchos teólogos católicos, temerosos de sanciones amenazantes como las
dirigidas contra mí, apenas se han ocupado ya críticamente con la ideología de
la infalibilidad, y la jerarquía procura siempre que es posible evitar este
tema impopular en la Iglesia y la sociedad. Solo en contadas ocasiones ha
invocado expresamente Joseph Ratzinger, como prefecto de la fe, esa doctrina.
Pero el tabú de la infalibilidad ha bloqueado de manera tácita desde el
Concilio Vaticano II todas las reformas que hubieran exigido revisar posiciones
dogmáticas anteriores. Esto no vale solo para la encíclica Humanae vitae,
contraria a la anticoncepción, sino también para los sacramentos y el monopolio
del magisterio “auténtico”, o para la relación entre sacerdocio particular y
universal; sino que atañe asimismo a la estructura sinodal de la Iglesia y a la
pretensión absoluta de poder del papa, así como a la relación con otras
confesiones y religiones y con el mundo laico en general. Por eso se vuelve más
acuciante que nunca la pregunta: “¿Hacia dónde se dirige a comienzos del siglo
XXI esta Iglesia que sigue teniendo la fijación del dogma de la infalibilidad?”
La época antimoderna, anunciada por el Concilio Vaticano I, ha concluido hoy de
una vez por todas.
Ahora que cumplo 88 años,
puedo decir que no he escatimado esfuerzos para reunir en el quinto volumen de
mis Obras completas los numerosos textos pertinentes, ordenarlos cronológica y
temáticamente según las distintas fases de la discusión y aclararlos a través
del contexto biográfico. Con este libro en la mano quisiera ahora repetir un
llamamiento al Papa que, a lo largo de decenios de discusión teológica y
político-eclesiástica, he formulado en múltiples ocasiones siempre en vano.
Ruego encarecidamente al papa Francisco, quien siempre me ha respondido
fraternalmente:
“Acepte esta amplia
documentación y permita que tenga lugar en nuestra Iglesia una discusión libre,
imparcial y desprejuiciada de todas las cuestiones pendientes y reprimidas que
tienen que ver con el dogma de la infalibilidad. De este modo se podría
regenerar honestamente el problemático legado vaticano de los últimos 150 años
y enmendarlo en el sentido de la Sagrada Escritura y de la tradición ecuménica.
No se trata de un relativismo trivial que socava los cimientos éticos de la
Iglesia y la sociedad. Pero tampoco de un inmisericorde dogmatismo que mata el
espíritu empecinándose en la letra, que impide una renovación a fondo de la
vida y la enseñanza de la Iglesia y bloquea cualquier avance serio en el
terreno del ecumenismo. Y mucho menos se trata para mí de que se me dé
personalmente la razón. Está en juego el bien de la Iglesia y de la ecúmene.
Soy muy consciente de que
mi ruego posiblemente le resulte inoportuno a alguien que como usted, en
palabras de un buen conocedor de los asuntos vaticanos, vive entre lobos. Pero,
confrontado el pasado año con los males de la curia e incluso con los
escándalos, ha confirmado usted con valentía su voluntad de reforma en el
discurso de Navidad pronunciado el 21 de diciembre de 2015 ante la curia romana:
‘Considero que es mi obligación afirmar que esto ha sido —y lo será siempre—
motivo de sincera reflexión y decisivas medidas. La reforma seguirá adelante
con determinación, lucidez y resolución, porque Ecclesia semper reformanda’.
No quisiera exacerbar, en
detrimento de todo realismo, las esperanzas que abrigan muchos en nuestra
Iglesia; la cuestión de la infalibilidad no admite en la Iglesia católica una
solución de la noche a la mañana. Pero afortunadamente es usted casi 10 años
más joven que yo y, como espero, me sobrevivirá. Y seguramente comprenderá que
en mi condición de teólogo, llegado al final de mis días y movido por una
profunda simpatía hacia usted y su labor pastoral, quiera, ahora que todavía
estoy a tiempo, hacerle llegar mi ruego de que se proceda a una discusión libre
y seria sobre la infalibilidad, tal como queda fundamentada, de la mejor manera
posible, en el presente volumen: non in destructionem, sed in aedificationem
ecclesiae, ‘no para la destrucción, sino para la edificación de la Iglesia’.
Esto significaría para mí el cumplimiento de una esperanza a la que nunca he
renunciado”.
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