jueves, 14 de agosto de 2014

El papa Francisco y la teología de la liberación




Jesús Martinez Gordo


El encuentro de la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida (Brasil, 2007) se inserta en la tradición de las cuatro anteriores ediciones. Y como todas ellas, es objeto de diferentes valoraciones, tanto en lo referente a la preparación, desarrollo y aprobación del documento final, como a su importancia eclesial. De no haber sido por la elección de J. M. Bergoglio como papa, es muy probable que no hubiera tenido la relevancia que actualmente presenta gracias, precisamente, a su decisiva intervención.

La novedad (relativa) de Aparecida

Desde que la Congregación para la doctrina de la fe publicara las dos Instrucciones (“Libertatis Nuntius” 1984 y “Libertatis conscientia”, 1986) el debate sobre la teología latinoamericana no gira ya tanto en torno al uso del análisis marxista o sobre la necesidad de las ciencias sociales (algo, por otra parte, ampliamente admitido), sino, en torno al papel de la novedad cristiana en una sociedad que, montada al dictado de los intereses neo-liberales y sumida en una escandalosa pobreza, se encuentra, objetivamente, en las antípodas del Evangelio.


El paso adelante dado en la Conferencia de Aparecida –gracias al entonces cardenal J. M. Bergoglio- consiste en constituir la fe del pueblo, integrado en su gran mayoría por pobres, en el punto de partida y en aplicar a dicha constatación el método del ver, juzgar y actuar.

Como es sabido, en el origen de la teología de la liberación se encuentran –según G. Gutiérrez- dos hechos difícilmente cuestionables: la gran mayoría del continente latinoamericano es pobre y cristiano. Se halla aquí una doble constatación que puede ser abordada de una manera inaceptablemente espiritualista: al final, el Señor, hará justicia, mientras tanto, sólo queda soportar con fortaleza. La teología de la liberación no comparte semejante espiritualidad y propone rebelarse: no hay fe auténtica sin compromiso contra la pobreza y a favor de la justicia. En el binomio fe – pobreza, la calidad de la primera, la marca el compromiso contra la segunda.

Esta manera de articular pobreza y fe cristiana, primando el compromiso será percibida (tal es, por ejemplo, el parecer de la Congregación para la doctrina de la fe) como ideológica, es decir, como un discurso que acaba sometiendo la singularidad y especificidad de la fe cristiana al combate y erradicación de la pobreza y de la injusticia o que, en la gran mayoría de las ocasiones, no tiene debidamente presente la fe cristiana de un pueblo pobre y oprimido en el acto mismo de ver, juzgar y actuar.

Esto último, el reconocimiento de la centralidad de la fe del pueblo pobre, es la gran aportación de Aparecida. Al colocar semejante constatación (con la articulación de fe y pobreza que favorece) en el punto de partida, dota a la teología latinoamericana de una singularidad analítica hasta entonces, casi siempre, supuesta, y, en la mayoría de las ocasiones, no debidamente tenida en cuenta. Por ello, porque en el “hecho mayor” o en la constatación de partida se atiende (y respeta) debidamente la conjunción de fe cristiana y pobreza y no se relega a un segundo término a la primera, ya no hay problema alguno en reconocer la bondad de aplicar el método de ver, juzgar y actuar, sencillamente, porque “implica contemplar a Dios con los ojos de la fe” (Aparecida, “Documento Conclusivo,”  nº 19).

Como resultado de esta aportación, se supera la asepsia formal con la que se presentaba la tradicional metodología ternaria: mediación socio-analítica, mediación hermenéutica y dialéctica teoría-praxis (C. Boff, “Teología de lo político. Sus mediaciones”, 1980). Una señal de dicha superación es que no hay problema alguno en que el diagnóstico se encuentre antecedido de una doxología o acción de gracias a Dios. Tampoco lo hay en poner una introducción en la que se explicita la perspectiva creyente que se despliega tanto en el análisis de la realidad y en su valoración como en la formulación de las pistas de acción: “lo que nos define no son las circunstancias dramáticas de la vida, ni los desafíos de la sociedad, ni las tareas que debemos emprender, sino ante todo el amor recibido del Padre gracias a Jesucristo por la unción del Espíritu Santo” (Aparecida, “Documento Conclusivo,”  nº 14. Cf. Ibíd. 1-18).

A partir de Aparecida, el dato de la fe deja de ser un “presupuesto, que permanece de espalda” y pasa a ser “un principio operante” que, “siempre activo” desde el punto de vista existencial, está llamado a serlo también desde el punto de vista epistemológico”. La “indefinición”, hasta entonces imperante y que lastraba la teología latinoamericana, queda desterrada. Al proceder de esta manera, desactiva las sospechas y los recelos que operaban en los diferentes posicionamientos críticos de la Congregación para la doctrina de la fe y deja sin argumentos a quienes, refugiándose en un rancio e inaceptable espiritualismo, eran críticos con las personas comprometidas contra la pobreza y a favor de la justicia.

El papel de J. M. Bergoglio

Ésta es la gran aportación del cardenal J. M. Bergoglio, tal y como se deduce del testimonio de monseñor Barros: “uno de los delegados brasileños en la Conferencia, el obispo de Jales dom Demetrio Valentini ha comentado que la Conferencia ‘ha concretizado uno de sus objetivos más importantes, el de retomar el camino de la Iglesia en América Latina, reforzando su propia identidad y superando perplejidades que obstaculizaban su acción’. Lástima que, una vez afirmado esto, el método no haya sido aplicado después de manera rigurosa, al estar el análisis de la realidad (el ‘ver’) precedido por un capítulo de introducción sobre ‘los discípulos misioneros’: como cuenta el teólogo argentino de Amerindia, Eduardo de la Serna, la petición de desplazar este capítulo al principio de la segunda parte ha sido rechazada, en sede de votación, a pesar de haber sido presentada por dieciséis presidentes de conferencias episcopales. Ha sido el cardenal Jorge Mario Bergoglio, presidente de la conferencia episcopal argentina y de la comisión para la redacción quien, antes de la votación, se ha expresado contrario porque según él, respecto a la dureza de la realidad, era mejor empezar con una especie de doxología (himno de alabanza a Dios)” (Adista, n. 46 del 23 de junio de 2007)

El papa Francisco retoma este asunto, con ocasión de la Jornadas Mundiales de la Juventud (2013), en el encuentro con la presidencia del CELAM, cuando sostiene que la Iglesia no ha superado todavía la tentación de “buscar una hermenéutica de interpretación evangélica fuera del mismo mensaje del Evangelio y fuera de la Iglesia”…“bajo la forma de asepsia”. Aparecida pone de manifiesto que no es viable un “ver” neutral ya que “el ver está afectado por la mirada” que, en el caso del cristiano, es la mirada del discípulo” (Filippo Santoro, “La liberazione che viene dal Vangelo”: Avvenire 28. Settembre. 2013).

No está exenta de fundamento la invitación a leer, después de la elección del J. M. Bergoglio como papa, muchas de sus decisiones y posicionamientos públicos y, sobre todo, su Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium”, a la luz de lo sucedido en Aparecida y del papel jugado por el entonces presidente de la conferencia episcopal argentina.

Magisterio regional y universal

En todo este “affaire”, centrado en la explicitación (y enriquecimiento) que experimenta el binomio fe cristiana y pobreza y en una más ajustada articulación en Aparecida, hay, sin embargo otro punto particularmente relevante: una vez más, se constata –en sintonía con lo mejor de la tradición católica- cómo un magisterio regional enriquece el de toda la Iglesia, invalidando por vía práctica los intentos de negar la capacidad magisterial de los sucesores de los apóstoles “dispersos por el mundo” (Vaticano I).

Desde Aparecida y, sobre todo, desde la elección de J. M. Bergoglio como Francisco, la opción “por una Iglesia pobre y para los pobres” no sólo es una importante decisión pastoral y contribución magisterial para América Latina. También lo es para toda la Iglesia católica porque, sin dejar de ser un magisterio regional, ya no es únicamente el fruto de una teología particular para una iglesia local o un conjunto de iglesias locales, sino también para toda la Iglesia. Y en esto consiste, precisamente, la catolicidad como “comunión de iglesias”, presididas por los sucesores de los apóstoles. En ellos, como colegio que son, reside la “potestad suprema sobre la Iglesia universal” con el papa  (LG 22).

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