martes, 19 de marzo de 2013

Entre el jesuitismo y el pauperismo

los cardenales se decantan por Bergoglio

Valerio Gigante
Ciudad del Vaticano- Adista

No hay que infravalorar la importancia de que hayan elegido un papa latinoamericano y, concretamente, a un jesuita que ha optado por un estilo de vida simple y austero, casi monacal.

Tampoco se ha de desestimar, más allá de las intenciones contingentes que han intervenido en esta elección (a las que podría no ser ajena la voluntad de complacer, con poco esfuerzo y éxito seguro, a las masas católicas), la elección del nombre de Francisco; el estilo modesto y familiar del que hizo gala Jorge Mario Bergoglio desde del balcón de la plaza san Pedro, la reverencia ante la muchedumbre que venía a saludarlo, antes de impartir su bendición (pero sin llegar al punto de pedir a aquel “pueblo” que lo bendijera; Bergoglio se limitó a pedir a los fieles que rogaran a Dios para hiciera bajar sobre el papa su bendición, antes  de que el papa impartiera la suya, “Urbi et Orbi”); el énfasis puesto en ser simplemente el “obispo de Roma”, antes que “vicario” de Jesús Cristo o “Sumo pontífice de la Iglesia universal”.


Tampoco se han de minimizar los primeros gestos del papa Francisco: la renuncia al Mercedes, el pago del hotel en el que estuvo alojado antes del Cónclave, la decisión de no entrevistarse con el cardenal Bernard Law (el prelado acusado de haber encubierto a muchos curas pedófilos cuando fue arzobispo de Boston) durante su visita a la Basílica de S. Maria Mayor.

Si no se tuvieran presentes estos datos, se correría el riesgo de formar parte del colectivo de personas que siempre se fijan en los puntos negativos, o que juegan a estar a la contra por definición, o que son escépticos sobre las posibilidades de una reforma, o de los críticos compulsivos ante cualquier decisión.

Y, sin embargo, precisamente por el unánime y atronador coro de aplausos que ha provocado la elección de Bergoglio, tenemos el deber de proporcionar una información que no esté condicionada por la ola emotiva (más comprensible dentro del mundo católico que entre los comentaristas, observadores y primeros espadas de la prensa laica o progresista), sino urgida por investigar los pliegues, las contradicciones, los aspectos visibles (y a menudo, más relevantes) de los acontecimientos, de los hechos relatados y de las anécdotas eclesiales. Esto es algo que se ha hecho particularmente necesario en estos momentos.

Entre otras razones, porque también existe el riesgo contrario: el de amplificar el alcance innovador de la elección de un pontífice, de sus primeras palabras, de los aspectos simbólicos de su presentación a los fieles reunidos en la plaza San Pedro, algo que puede llevar a tergiversaciones de consecuencias muchísimo más negativas que la simple acusación de incurrir en sectarismo.

Sucedió, por ejemplo, (también en la izquierda eclesial) con todos aquellos que subrayaron como un revulsivo la elección de Joseph Ratzinger en el Cónclave reunido el año 2005. “Este papa os sorprenderá”, profetizaron muchos. Pero la inmensa mayoría de ellos, pasados unos meses y después de haber visto las decisiones tomadas, tuvieron que retractarse ante un pontificado que no había hecho nada de lo que prometido (lo primero de todo, la reforma de la Curia y la lucha contra el carrerismo). Un pontificado que, además, se dedicó a restaurar gran parte de un pasado que se creía ya archivado para siempre por la historia y que, finalmente, se tuvo que batir en retirada frente a los escándalos que, o no supo afrontar con el coraje requerido, o ante los que no tuvo posibilidad alguna de intervenir.

Añádase a esto lo difícil que es, aunque no imposible, que un sistema jerárquico, estático, auto-referencial (como es el que gobierna la Iglesia desde hace siglos) se auto-reforme. Y mucho más si el Cónclave del que ha salido el nuevo papa está integrado por cardenales que han llegado a serlo por voluntad, primero, de Juan Pablo II y, después, de Benedicto XVI. Y que han sido nombrados como tales en el marco de una evidente estrategia que apuntaba al definitivo archivo de toda referencia conciliar en la cúpula de la Iglesia y a la marginación de cualquier impulso progresista (ya sea en el centro o en la periferia)  o reformador (de la teología o de la pastoral).

Siempre que se ha producido alguna transformación en la Iglesia (y las que todavía se puedan producir) ha sido, sobre todo, por la fuerza de las transformaciones epocales desplegadas en la esfera temporal o como consecuencia de las presiones de una opinión pública (laica y católica), atenta, crítica y vigilante, así como de una base eclesial y de un clero fuertemente comprometidos en hacer de su Iglesia una institución en sintonía con los tiempos.

He aquí algunos datos que la actualidad contemporánea, ya sea a nivel político o eclesial, no parece estar teniendo en cuenta de manera adecuada.

El bloqueo del Cónclave

Es cierto que Bergoglio estaba fuera de los pronósticos de casi todos los expertos en asuntos vaticanos. Y también lo es que su elección ha sorprendido en gran manera. Se necesitarán semanas, quizás meses, para tener alguna información precisa que permita conocer cómo han sido las votaciones que han conducido a su elección.

Sin embargo, se puede hipotizar que los candidatos unánimemente reconocidos como “papables”, es decir, el cardenal Angelo Scola (en la “pole position” sin duda de ninguna clase), o el cardenal Odilo Pedro Sherer, no han conseguido en las primeras votaciones un número suficiente de votos; o peor aún, han visto cómo se erosionaba el consenso del que partían. No tiene nada de extraño que los cardenales hayan comprendido que era imposible la elección de uno u otro. De tal manera que las dos facciones, totalmente enfrentadas, habrían tomado la decisión de negociar la elección de un “outsider” que no decepcionara a nadie.

Es difícilmente cuestionable que tanto Scola como Sherer presentan perfiles personales muy marcados, tanto desde el punto de vista de la carrera eclesiástica como desde sus respectivas situaciones geopolíticas.

Scola concitaba los consensos del ala diplomática de la Curia, la más fuertemente anti-bertoniana, además de los favores de Ruini (que no estuvo en Cónclave, pero que gravitaba sobre él), de una parte de los cardenales italianos, de los simpatizante de Comunión y Liberación, de los sectores del Cónclave convencidos de la necesidad de un papa que no fuera expresión del “establishment” curial. Además, Scola era el candidato de Ratzinger (algo sugerido en muchas ocasiones por el mismo papa emérito): fundador, junto con el ex-pontífice, de la revista teológico “Communio”; animador de Oasis, otra revista dedicada a la relación entre cristianos y musulmanes; tejedor de una espesa red de relaciones en todo Centroeuropa y también en América Latina. En definitiva, parecía el candidato predestinado a la sede de Pedro. Se comentaba que había entrado en el Cónclave contando con  un activo de unos cincuenta votos seguros (sobre un quórum de 77).

Sherer, por el contrario, apoyado por el secretario de Estado y por los curiales, es el representante del ala conservadora del Ior (el banco del Vaticano) y del poder financiero del Opus Dei. Contaba con el favor de una parte de los cardenales latinoamericanos, además de aquellos que tendían a minimizar el alcance de la dimisión de Ratzinger y de las “reformas” exigidas por muchos cardenales como necesarias y urgentes.

2005: el sorprendente rechazo del cardenal Martini

Resulta más difícil de entender en un contexto tan fuertemente polarizado, qué fuerzas, consensos e intereses haya podido concitar Bergoglio. Ciertamente habrá votado por él una parte de los cardenales que ya lo votaron en 2005, antes de que el ya ex-arzobispo de Buenos Aires canalizara hacia Ratzinger los votos recibidos (no por un gesto de generosa humildad, como muchos escriben hoy, sino por el impasse que se creó, y también porque, a pesar de que muchas reconstrucciones afirmen lo contrario, su candidatura habría decaído a causa del embarazoso pasado de Bergoglio y del apoyo de otro jesuita presente en aquel Cónclave, el del cardenal Carlo Maria Martini).

Además, hay que tener presente que Bergoglio tiene buenas relaciones con muchos movimientos eclesiales, y es visto con simpatía tanto por Comunión y Liberación (fue amigo de don Giacomo Tantardini), como por el Opus Dei (entrevistado por el miembro de Comunión y Liberación, Alessandro Banfi,  en un directo realizado por Rete4 el día de la elección de Bergoglio, el portavoz del Opus Dei en Italia, Bruno Mastroianni, dijo que Bergoglio frecuentaba al vicario del Opus Dei en Argentina, que tenía “conocimiento directo”  del fundador Escrivà de Balaguer y apreciaba su Obra), y podría ser, por ello, el hombre de compromiso entre los dos potentes “lobby” eclesiásticos que se disputaron el solio pontificio. Una circunstancia que confirmaría el peso que el Opus Dei ha tenido en la elección de los últimos papas, a partir, por lo menos, de Juan Pablo II. Y que arroja más de una duda sobre la real capacidad “reformadora” del papa Francisco.

La “presencia” política

Otras dudas sobre Bergoglio provienen, en cambio, de la biografía misma del nuevo papa. Más allá de sus silencios y, por supuesto, de sus sospechosas connivencias con la dictadura argentina, hay un perfil de signo claramente conservador, en línea con el desmantelamiento sistemático de todo el episcopado progresista latinoamericano activado durante el pontificado de Juan Pablo II.

Nacido en 1936 en Buenos Aires, hijo de una pareja de inmigrantes piamonteses, fue desde 1973 a 1979 el provincial de los jesuitas en Argentina. En mayo de 1992 es nombrado obispo auxiliar de Buenos Aires. En el junio 1997 arzobispo coadjutor de la capital argentina. Un año después es nombrado arzobispo-cardenal. Ha sido presidente de la Conferencia episcopal argentina desde 2005 a 2011. En su país de origen Bergoglio ha sido frecuentemente criticado por su excesivo intervencionismo político. Acusación que, como repetidamente ha ocurrido en la historia a los jesuitas, Bergoglio ha sabido revertir a su favor, sosteniendo que sus pronunciamientos e intervenciones fueron fruto de su voluntad de oponerse al despotismo y a las injusticias del poder político.

Primero, como firme y explícito opositor de la presidencia del peronista de izquierdas Néstor Kirchner, (que lo definió como el “verdadero representante de la oposición”) y, después, con su mujer Cristina. Contra esta última, en particular, y contra su política, Bergoglio se ha enzarzado de manera particularmente violenta.

En las presidenciales del 2007 llegó a decir, refiriéndose a la posibilidad de su elección: “Las mujeres están naturalmente incapacitadas para desempeñar responsabilidades políticas. El orden natural y los hechos nos enseñan que el varón es un político por excelencia; las Escrituras nos enseñan desde siempre que las mujeres respaldan el pensar y el crear del hombre, pero nada más que esto”.

Los temas sobre los que más ha insistido en estos años Bergoglio, además de la lucha contra la pobreza, han sido los éticamente sensibles. Ha hablado del aborto y de la eutanasia como “crímenes abominables”, de los movimientos “pro-choice” como organizaciones que promueven una “cultura” de la muerte; se ha opuesto a la distribución gratuita de anticonceptivos en Argentina, a la enseñanza de la educación sexual en las escuelas, a la adopción por parte de las parejas homosexuales. Cuando en 2010 el gobierno decidió legalizar las bodas gay, Bergoglio definió la medida como “inspirada por la envidia del diablo”, “un ataque desolador a los planes de Dios”.

Por ello, convocó  “una guerra de Dios” contra la ley: fue el punto de referencia de las manifestaciones a favor de la familia y del matrimonio entre hombre y mujer que se sucedieron entre la primavera y el verano del 2010; escribió una carta a los cuatro monasterios de Buenos Aires en la que les que reprochaba: “No tenemos que ser ingenuos, no estamos hablando de una simple batalla política, hay una estrategia destructora del plan de Dios. No estamos hablando de un simple proyecto de ley, sino de una maquinación del padre de la mentira que trata de confundir y engañar a los hijos de Dios”.

El perfil de Bergoglio, por lo tanto, más que el de un reformador parece el de un eclesiástico claramente conservador. Con más de un rasgo reaccionario. Pero que siempre ha procedido con circunspección, utilizando tonos a menudo sosegados, presentándose de modo humilde y modesto. Y tratando de ganar el favor de las clases sociales populares con un estilo de vida sobrio y reservado, al que hay que sumar algunos gestos de gran impacto mediático (que lo asemejan a Juan Pablo II) como la decisión de vivir en un piso en alquiler y no en la curia arzobispal, el empleo de los medios públicos para los desplazamientos, la pasión por el futbol (es hincha del S. Lorenzo, equipo argentino del barrio Boedo de Buenos Aires), y por el tango; y también por sus continuos ataques a los políticos culpables de perpetrar el crimen de la pobreza;  o la decisión, en el año 2001, de lavar y besar los pies a algunos enfermos de Sida en el hospital Muñiz para enfermos del Sida, en la cárcel de Devoto (Buenos Aires).

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. Incluso los purines, llegado el caso, es preciso y bueno expandirlos por el campo. Una vez elegido el tiempo, por supuesto. De otro modo producen efectos malos. Y eso sí es preciso elegir también el lugar y no mezclarlos con productos químicos, y mucho menos arrojarlos en riachuelos. Eso ya se acercaría a lo delictivo...

    ResponderEliminar

Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.