02-Junio-2008 Timothy Radcliffe
En algunas partes del mundo, la iglesia se ha fragmentado profundamente. Esto se manifiesta más agudamente en algunos países europeos como Holanda y Austria, y en algunos países de Iberoamérica. Yo no sé por qué, pero pienso que donde se siente más agudamente es en los Estados Unidos. Siempre ha habido tensiones dentro de la iglesia. Esto es necesario y sano. Pero tengo la impresión de que se ha alcanzado un nivel tal que tenemos la obligación urgente de curar estas divisiones. Un joven teólogo Americano, Christopher Ruddy, escribió, “la polarización es un lujo que la iglesia no puede por más tiempo consentir ni tolerar… La polarización ha estrangulado la capacidad de la iglesia para ser genuinamente evangélica o misionera.”
Dediqué dos capítulos en mi último libro, ¿Para qué sirve ser cristiano?, que se publicó a principios de este año (2006), a curar divisiones en la iglesia. Mi tesis de fondo en el libro es ésta: Pensamos generalmente en esta polarización en términos de dicotomía entre izquierda y derecha, progresistas y conservadores. Pero estas categorías son extrañas al pensamiento católico. Derivan de la Ilustración. Los filósofos de la Ilustración creyeron que la luz había amanecido porque ellos habían salido de la oscuridad de la tradición, y se habían liberado a sí mismos del pasado. Pero esto supone una oposición entre tradición e innovación que es extraña al catolicismo.
Es la tradición que hemos recibido, los Evangelios, san Pablo, los grandes teólogos del pasado, la que siempre nos renueva y provoca las frescas penetraciones. Santo Tomás de Aquino (lo tengo que citar, es mi deber como dominico) que fue uno de los teólogos más creativos, se habría asombrado absolutamente si se le hubiera dicho que él estaba de algún modo contra la tradición. El Segundo Concilio de Vaticano II, por ejemplo, fue un momento de novedad increíble, y simultáneamente un regreso a los Evangelios y a la teología de la primitiva iglesia.
Lo que se sucede es nos hemos dejado llevar por la manera de pensar de otras personas. Tenemos, como católicos, que reivindicar nuestras propias categorías. ¿Cómo deberíamos nosotros describir esta división? Opté por los términos de Católicos del Reino y Católicos de Comunión. Quiero avanzar la propuesta de que necesitamos ambos tipos.
Por Católicos del Reino, yo entiendo los que tenemos un sentido profundo de la iglesia como las pueblo de Dios que peregrina por el camino hacia el reino. Los teólogos que han sido centrales para esta tradición han sido personas como el jesuita Karl Rahner y los dominicos Eduardo Schillebeeckx y Gustavo Gutiérrez. Esta tradición enfatiza la apertura al mundo, encontrando la presencia del Espíritu Santo que trabaja fuera de la iglesia, la libertad y la prosecución de la justicia. Estos teólogos se identificaron mucho con una publicación llamada Concilium.
Por Católicos de Comunión entiendo los que, después del concilio, llegaron a sentir la necesidad urgente de reedificar la vida interior de la iglesia. Ellos contaron con teólogos como Hans von Balthasar y el entonces Joseph Ratzinger. Su teología a menudo enfatizaba la identidad católica, recelaba del abrazo demasiado campechano con la modernidad y enfatizaban la cruz. También tuvieron su publicación. Se llamó Communio.
Por supuesto, en todo esto hay un poco de caricatura. En mi libro he podido entrar en un análisis más matizado. La mayoría de nosotros se sentirá atraído por ambas tradiciones, pero sentirá probablemente una identificación primaria con una o con otra. Sólo podremos curar las divisiones si estiramos nuestra imaginación abriéndola para entender por qué los otros piensan y se sienten de esa otra manera. Antes de hablar, debemos ponernos en la sintonía del otro y sentir cómo que su manera de comprender la iglesia les ofrece un hogar, un lugar en el que estar en la paz.
Ambos sufren
Tanto los Católicos del Reino como los de Comunión sufren lo que Mindy Thomson Fullilove llamó “el hachazo a la raíz” en su libro del mismo título. Ella describía la experiencia traumática que para las poblaciones negras representó la destrucción de sus vecindarios. Millones de personas negras encontraron no sólo sus casas destruidas en nombre del desarrollo urbano, sino sus comunidades dispersas. Así que el hachazo a la raíz es la pérdida de un hogar. Fullilove escribe que “el hachazo a la raíz es la reacción traumática a la destrucción de todo o parte del propio ecosistema emocional…
El hachazo a la raíz socava la confianza, aumenta la ansiedad de dejar fuera del círculo a seres queridos, desestabiliza las relaciones, destruye los recursos sociales, emocionales y financieros, y aumenta el riesgo de toda clase de enfermedades relacionadas con el estrés, desde la depresión al infarto. El hachazo a la raíz hace de la gente enfermos crónicos que se quejan sordamente de que les quitaron su mundo bruscamente”. Uno de los efectos del hachazo a la raíz es que uno quiere vivir con personas como él. Recelas y te pone nervioso el vivir con personas que son diferentes. Opino que los católicos, especialmente en los Estados Unidos, sufren del hachazo a la raíz.
Tanto los católicos del Reino como los de Comunión sienten que su manera de vivir en la iglesia como en casa está amenazada y socavada. Los católicos del Reino se llenaron de alegría por el Concilio Vaticano II y sentían estar en camino de una iglesia profundamente renovada y menos burocrática, que sería un signo de la esperanza y la liberación. Pero cuando fueron pasando los años, a menudo empezaron a sentirse desilusionados y traicionados. La iglesia no resultaba ser el hogar que ellos habían esperado. Y los católicos de Comunión se sintieron también traicionados. Ellos sufrieron la pérdida de las amadas tradiciones, las maneras de celebrar la liturgia, un sentido del mundo católico. Las monjas suprimieron sus hábitos, Y parecía que uno podía creer y hacer lo que quisiera. Y así ambos culpaban a la otra parte de destruir nuestro hogar. Y esto producía precisamente la cólera e inseguridad que Fullilove describió. Cada lado culpa al otro de su exilio y esto produce enojo y la frustración.
Así que la primera cosa que debemos hacer será darnos cuenta de cómo se siente desde “el otro lado” la pérdida del hogar. Debemos sentir algo de su dolor al vivir en el exilio. En segundo lugar, necesitamos convencernos de que la iglesia necesita ambas partes para prosperar.
Ambas comprensiones de lo que significa encontrar un hogar en la iglesia están presentes en la Ultima Cena. En esa noche Jesús compartió con sus discípulos su cuerpo y su sangre. Y expongo en mi libro que es esencial ver la diferencia entre las palabras sobre el pan y las palabras sobre el vino. Difieren levemente en cada uno de los Evangelios sinópticos, pero la orientación es la misma.
El pan es dado a los discípulos. “Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros.” El compartir el cuerpo de Cristo reúne a la comunidad alrededor del altar. Esta es la pequeña comunidad de los amigos de Cristo, que han compartido su vida y ahora su muerte. Pero la copa de vino se bendice por “vosotros y por todos”, como dice en la Eucaristía. Esta es la copa que Jesús no beberá otra vez hasta el Reino. Esperará hasta que toda la humanidad esté reunida en la comunión en Cristo.
Trabajar en todos los pueblos
Así el compartir del pan es centrípeto, puede decir alguien. Nos reúne en la comunidad de amigos de Cristo y discípulos. Es un signo de esa vida interior de la iglesia que es tan crucial para los católicos de Comunión. Pero la copa de vino es centrífuga. Expresa el empuje exterior, que es tan importante para los católicos del Reino, el llegar al corazón de toda humanidad, preparada para recibir el Espíritu Santo obrando en todos los pueblos.
El sacramento central de la iglesia, el signo de nuestra casa compartida, tiene así este ritmo doble. Reúne en y lanza fuera. Es como respirar. Aspiramos y exhalamos. ¡Si sólo vaciáramos los pulmones o si sólo los llenamos, entonces moriríamos! Necesitamos ambos impulsos para vivir, lo mismo que la iglesia necesita una fructífera y viva tensión entre los católicos del Reino y de la Comunión. Creo que es una tensión que está presente en el mismo nombre de nuestra iglesia, católica romana. Romana enfatiza la identidad clara que tenemos, en comunión con la sede de Roma, una comunidad visible, con sus maneras particulares de hablar y de orar. Católica enfatiza el empuje hacia lo que es universal, y que puede chocar con una identidad demasiado segura y fija.
Esta tensión siempre ha estado presente en la iglesia. Es, quizás pueda uno sugerir, la tensión entre el Evangelio de Mateo y el de Lucas, entre Pedro y Pablo. Está hoy todavía presente. Necesitamos vivir esta tensión con fruto y serenamente y no como una batalla a muerte. Y esto significa que tenemos que dialogar.
Conversación
Empecemos con una objeción de base a mi proyecto de diálogo. Cuando el cardenal Joseph Bernardin empezó la Iniciativa Puntos Comunes, su objetivo era crear un espacio para el diálogo en que los diferentes grupos dentro de la iglesia pudieran hablar uno con otro. Pero muchos de sus compañeros cardenales lo rechazaron en principio. El mensaje parece que consintió en que si no se está de acuerdo en las verdades fundamentales de la fe, entonces no hay necesidad al diálogo, dado que ya sabemos cuál es el magisterio de la iglesia. Y si nosotros no estamos de acuerdo en lo que no es fundamental, entonces ¿para qué se necesita el diálogo ya que las personas son libres de creer sobre ello lo que quieran? El diálogo es una idea tipo liberal de todos modos, y así hacer del diálogo una prioridad en la agenda es una opción de los que yo he llamado católicos del Reino.
En una conferencia que John Allen, de National Catholic Reporter pronunció a principios de este año en Washington sobre la espiritualidad de comunión, dijo: “en primer lugar, el diálogo es un término con connotación política, porque se ha considerado como una virtud típica de la izquierda. A primera vista son los progresistas quienes hablan acerca del diálogo, los conservadores hablan de la verdad. Prescindamos por ahora de si esto es así. En algunos círculos católicos se considera que las exigencias de ‘diálogo’ enmascaran un relativismo en el que un planteamiento teológico o eclesiológico se considera tan bueno como otro, así que el objetivo es simplemente que todos ‘se lleven bien con los otros’ más que establecer qué posición se adecua con la fe que viene de los apóstoles y cuál no. Como resultado, el término ‘diálogo’ ya está cargado ideológicamente y por lo tanto no sirve”,
Quisiera defender el diálogo. No es sólo una idea progresista de moda. Tiene sus raíces en la tradición intelectual de Occidente. Quizás los textos más influyentes del mundo antiguo son los diálogos de Platón y los platónicos eran todo menos unos laxos liberales. Los filósofos paganos como Séneca y Marco Aurelio escribieron diálogos y los cristianos siguieron su ejemplo. Los Hechos de los apóstoles describen a Pablo como verdaderamente dialogante con personas de derecha, centro e izquierda. San Justino mártir escribió diálogos en el siglo II, como hizo también san Anselmo de Cantérbury en el siglo XII. Si los tradicionalistas católicos rechazan la idea misma del diálogo como una idea progresista de moda, entonces demostrarían simplemente que no conocen la tradición. Pero si uno es partidario del diálogo, entonces tiene que estar muy atento a cómo las personas acogen las palabras y no tiene sentido llevar las cosas a un mal comienzo. Así que permítaseme probar con otra palabra, conversación.
La conversación es una bella palabra. ¡Su significado original era “vivir juntos”, “compartir una vida”. La conversación vino a significar hablar uno con otro en el siglo XVI, porque es hablando uno con otro como construimos la comunidad. Una vida compartida significa palabras compartidas. Así que la iglesia se mantiene en unidad por los millones de conversaciones que cruzan las fronteras teológicas y que superan las divisiones.
Esta es una de las maneras como encontramos nuestro lugar en la vida de la Trinidad. La Trinidad es el Padre que habla la Palabra , que es el Hijo, y mandando juntos el Espíritu. Verdaderamente, como dijo el teólogo alemán Christoph Schwöbel, “Dios es conversación”.
Hablar sobre las verdades
¿Cómo que nosotros no necesitamos hablar acerca de las verdades fundamentales de nuestra fe? Es verdad que están definidas. Pero necesitamos seguir hablando incluso sobre los dogmas básicos de la fe. Necesitamos seguir pensando sobre ellos, discutiendo sobre ellos, tratando de encontrar maneras nuevas de expresarlos. Pensar de otro modo sería caer en una comprensión muy moderna y fundamentalista de la fe que piensa que se puede embalar la verdad en unas cuantas fórmulas excusándonos de pensar ya más.
Todo gran teólogo sabe que se apoya en un diminuto vislumbre del misterio de Dios cuando habla de él. Es verdad que la iglesia ha definido, por ejemplo, la Resurrección de Cristo como parte de nuestra fe. Un católico no puede borrarla del contenido de su fe.
Pero nunca dejaremos de esforzarnos en entender lo que significa. Nosotros siempre estaremos luchando con el Evangelio, como luchaba Jacob con el ángel que es Dios, para obtener una bendición. Nunca cesaremos de elaborar nuevas hipótesis, aceptando el reto de expresar la fe con otras maneras personales, buscando metáforas nuevas, hasta que lleguemos a ver a Dios cara a cara. Pienso en Tomás Aquino. ¡Como dominico lo hago yo muy a menudo! El escribió centenares de millares de palabras y el fruto de todas ellas debía ser vislumbrar el misterio más allá de todas ellas. Así que él exclamó que todo lo escrito por él había sido pura paja. Pero si él no se hubiera esforzado en escribir, nunca habría tenido ese momento de revelación.
Cuando T. S. Eliot escribió en los Cuatro Cuartetos:
Sólo existe la pelea por recuperar lo que se ha perdido
Y encontrado y vuelto a perder una y otra vez:
Y ahora, en condiciones que parecen desfavorables. Pero quizás ni se gana ni se pierde.
Para nosotros, sólo importa el intentarlo. Lo demás no es asunto nuestro.
Y encontrado y vuelto a perder una y otra vez:
Y ahora, en condiciones que parecen desfavorables. Pero quizás ni se gana ni se pierde.
Para nosotros, sólo importa el intentarlo. Lo demás no es asunto nuestro.
Así que discutir nuestra fe, plantearse preguntas, argumentar con el otro, debatir, no es una actividad de progresismo débil, puesto que un católico fiel debe sólo aceptar lo que se le da. Desde el principio, la iglesia ha necesitado este diálogo –llamémosle conversación– para ayudarnos a acercamos al misterio de Dios que está más allá de las palabras. Dios, por supuesto, es el misterio más allá de palabras, envuelto en el silencio. Pero ese silencio no significa que nosotros no necesitamos palabras. Como Schwöbel dijo, es un silencio entre nuestras palabras. Nuestras palabras dejan un espacio para el silencio que habla.
Así que el diálogo –quiero decir conversación– no es parte de la agenda progresista. No se contrapone con la adhesión a la verdad. Pertenece a la manera como nos colgamos en la verdad con toda su plenitud. Consiste en hablar juntos, especialmente con quienes no coincidimos, sobre cómo construir un hogar para Dios, el Dios que es la conversación eterna de la Trinidad. ¿Así que cómo deberemos hacer nosotros eso?
Ante todo nosotros tenemos que dejar de tener miedo unos de otros. Nuestro iglesia como hogar parece amenazada. No es ni el pueblo de Dios que peregrina hacia el Reino, que algunos católicos sueñan, ni es ya la institución sólida que otros esperan. Y vemos a los otros católicos como amenaza de nuestro hogar. Para algunos católicos cualquier mención de Opus Dei, de la Madre Angélica o de los Legionarios de Cristo producn un escalofrío de horror. La vista de un alzacuellos clerical o de un bonete puede producir pánico. (¡Yo había pensado utilizar un bonete para dar esta conferencia, sólo para ver las reacciones!). Estos son precisamente el tipo de personas que son vistas como responsables del giro involucionista de la iglesia, que esta socavando nuestros sueños de renovación. A quines sienten lo mismo les digo: No tenga miedo. Dios ha prometido el Reino. Estamos en camino hacia él. Nosotros no sabemos cómo ni cuándo llegaremos, pero un día toda injusticia y toda opresión se terminarán y nosotros nos regocijaremos en la libertad perfecta de Cristo. Alcanzaremos el hogar hacia el que nosotros caminamos desde hace mucho tiempo, aunque todos los obispos del mundo pertenecieran al Opus Dei.
Era joven y de pelo largo
Los católicos de Comunión pueden estar también libres de todo temor. Ellos pueden ver una amenaza en cada monja feminista liberada, en cada sacerdote con barba y sandalias. Un ejemplar de National Catholic Reporter les hace temblar. Cuándo yo era un joven sacerdote de pelo largo en mis veintitantos años, recuerdo que señora mayor me dijo despectivamente: “Usted no se parece a un sacerdote.” Sólo pude contestarle, “A qué sacerdote en concreto no me parezco yo?”. Pero a esos católicos les podemos decir también: No tengáis miedo. La iglesia no está a punto de desmoronarse. Aunque todos los obispos del mundo fueran hippies, la iglesia sobreviviría. Cuarenta años después del Concilio de Nicea en el siglo IV la mayor parte de los obispos eran arrianos, pero la iglesia no se desplomó. Jesús dijo a Pedro, “Tú eres Pedro y sobre esta piedra construiré mi iglesia y los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella”. Ver a un católico, sea de los llamados izquierda o de derechas, como una amenaza del propio hogar es un fracaso de la fe.
Si nos miramos los unos a los otros sin temor, entonces nosotros podremos reconocernos mutuamente. En muchas sociedades africanas el saludo tradicional es “Te veo”. Cuando te encuentras a gusto en una comunidad, entonces te das cuenta de que eres visto. Las mujeres a menudo se quejan del dolor que sienten al comprobar que ellas son invisibles dentro de la iglesia, nuestra gran institución patriarcal. Si ellas a veces gritan fuerte, es porque tienen la esperanza de que alguien advierta por lo menos que están allí.
William James escribió, “No se podría idear castigo más diabólico, si tal cosa fuera físicamente posible, abandonar a uno en una grupo humano y hacer que pasara absolutamente desapercibido por todos los miembros del mismo. Si nadie se gira cuando entramos, si nadie contesta cuando hablamos, si a nadie le importa lo que hacemos, como si para ellos estuviésemos muertos o no existiéramos, nos invadiría una rabia y una impotente desesperación por dentro, que el más cruel tormento corporal lo sentiríamos como un alivio”. Éste es precisamente el dolor que sienten tantos en la iglesia, las mujeres, los gays y las minorías étnicas. Nosotros, como iglesia, tenemos que encontrar las maneras de decir, “Te veo. Y no te veo como un objeto, un fiel obediente, alguien que pone algún dinero en la colecta, sino que te veo como un sujeto que me ve”.
Era precisamente esta sensación de ser invisible lo que atormentaba a tantos católicos más tradicionales en los años 70 y 80, sintiéndo que sus sensibilidades sencillamente se ignoraban, o que los católicos progresistas gozaban en sacudirlas. Y así, ahora que el rumbo ha girado, no es extraño que quieran a veces hacerse oír, después de tantos años de sentirse sin ser vistos ni tenidos en cuenta. El papa Benedicto escribió en Deus Est Caritas “Viendo con los ojos de Cristo, puedo dar a otros mucho más que socorrer sus necesidades exteriores; les puedo dar la mirada del amor, que ellos anhelan”.
Reconocer a la otra persona es más que ver sólo que ella existe y que ella tiene opiniones distintas. Es reconocerle como un compañero de búsqueda, una persona que busca también para Dios a su manera. Ellos están también en la expedición, aunque parezca que andan en sentido contrario. Me eduqué en una fuerte familia católica, con innumerables primos, tíos y tías católicos. Habíamos ido todos a la misma escuela benedictina durante cuatro generaciones. Crecí orgulloso de tener sangre de mártires en las venas. Para personas como yo, la gran aventura fue descubrir en los años setenta un mundo más grande, llenó de protestantes, judíos e incluso ateos, con quienes podía compartir tanto. Arrojamos fuera nuestros hábitos y, precisamente para expresar nuestro individualismo, nos pusimos idénticos jerséis negros de cuello polo y pantalones vaqueros. Fuimos a los bares y participamos en manifestaciones. Nosotros éramos, podría decirse, romanos que se abrían para ser más católicos, universales.
Qué significa ser romano
Muchos jóvenes han crecido hoy sin un fuerte sentido de la identidad. A menudo los que encuentro son neoconversos, o quizás procedentes de ambientes no-practicantes. Para ellos lo emocionante es descubrir lo que significa ser romano. A ellos les encantan lo que les distingue y ponen retratos del Papa en sus puertas. Ellos son también compañeros de búsqueda. Tenemos que oír lo que ellos dicen y ver lo que ellos hacen como parte de otra etapa que conduce también al Reino.
Permítaseme fijarme finalmente muy brevemente en dos áreas de tensión, y ver lo que podría ser un diálogo –quiero decir una “conversación”–. Mi argumento es que cuando hay un desacuerdo, entonces hay que profundizar más. Antes que quedarse empantanados en el nivel donde no se puede estar de acuerdo, conviene sencillamente ir a una profundidad en la que se puedan sobrepasar las diferencias. Podéis no acabar de poneros de acuerdo, pero por lo menos podéis ver las diferencias con una luz nueva. Tomaré como ejemplo la liturgia y moral sexual, dos temas calientes.
Primero la liturgia. Esta es siempre un campo de minas. Estoy seguro de que conocéis el viejo chiste del liturgista. ¿Cuál es la diferencia usted entre un liturgista y un terrorista? Que se puede negociar con el terrorista. Hay algo en el organizar la liturgia que hace a personas razonables enrojecerse y abandonar furiosas la sala. Espero que con sólo suscitar el tema no se vacíe esta aula.
La diferencia fundamental está a menudo entre los que ven la liturgia como algo que se da, y los que creen que estamos invitados a ser creativos en la liturgia. Esta es la diferencia entre los sacerdotes que empiezan la Eucaristía diciendo, “El Señor esté con vosotros” y los que dicen, “Buenos días. Es maravilloso veros aquí hoy.” Hay quien cree que las rúbricas deben seguirse con cuidado y sin desviarse. Y hay quien cree que la liturgia es aburrida y mecánica a menos que se pueda personalizar. Esto es un poco de caricatura, pero estoy seguro que representa la realidad.
Esta tensión entre dos maneras de celebrar la liturgia es la causa de un vasto dolor en la iglesia. Se basa en la oposición entre la liturgia como dada, recibida de nuestros antepasados, que no debe ser toqueteada, y la liturgia como una celebración creadora, que se prepara para estas personas, en este tiempo, en este momento único. La respuesta es, lo sugiero, ir más profundo y hallar las maneras de sobrepasar esta dicotomía entre lo que se da y lo que hacemos creativamente.
El Papa actual tiene un sentido profundo de la liturgia como don. A él le disgusta que la gente ande toqueteándola. El escribió que “cuando liturgia es de fabricación propia… puede darnos ya el don que propiamente ella debe ser: el encuentro con el misterio que no es nuestro propio producto sino nuestro origen y la fuente de nuestro vida”. Escribiendo de su niñez y de su amor creciente a la Eucaristía él escribió, “llegó a ser cada vez más claro para mí que aquí [en la liturgia] encontraba una realidad que nadie había programado, una realidad que ninguna autoridad oficial ni ningún individuo habían creado. Este misterioso conjunto de textos y acciones había crecido de la fe de la iglesia a lo largo de los siglos. Encierra en sí misma el peso entero de la historia, y al mismo tiempo, es mucho más que el producto de historia humana”. Por eso uno no puede hacer con ella lo que se antoje.
Es difícil saber decir algo
Yo descubrí por mí mismo un sentido más profundo de lo que debería ser recibir la Eucaristía como un don durante mis tiempos duros en África. Por ejemplo, cuando Burundi fue despedazado por la guerra civil entre Hutus y Tutsis. Yo viajé durante unos cuantos días con dos hermanos dominicos, uno Hutu y el otro Tutsi. Buscábamos a miembros de la orden y a sus familias en campamentos de refugiados a lo largo del país. Todo el país estaba en el caos. Apenas veíamos otra cosa que grupos de soldados y rebeldes, buscándose unos a otros para luchar. Ambos bandos sufrieron horribles pérdidas.
Todas las noches nosotros tres celebramos la Eucaristía juntos. A menudo resultaba difícil saber qué decirnos uno al otro, pero la iglesia nos daba algo que hacer, lo que Jesús mismo hizo la noche antes de morir. Era una liberación no tener que elegir nosotros nada. La iglesia nos daba un ritual con el que encarar el momento, y era muy poderoso porque era dado y no inventado.
Pero sugeriría que no hay verdadero conflicto entre ver la liturgia como algo que es dado por la iglesia y la creatividad. Hay mucha diferencia entre manipulación litúrgica, especialmente cuando el sacerdote quiere hacerse la estrella del espectáculo y la creatividad verdadera, que es una manera de aceptar reverentemente lo que es dado. Recibir un obsequio no es un acto pasivo.
Por inventar se entendía antes descubrir algo, como la Invención de la Cruz por santa Elena. Hoy algunos creen que esta expresión significa que ella misma la hizo. Como si invento una lavadora, significa que yo no lo he encontrado en la tienda. Pero el pensamiento cristiano nos empuja a ir más allá de la oposición entre estos dos términos. Los escritores creadores –poetas, los novelistas– nos muestran el verdadero significado de la existencia humana. Su creatividad nos muestra lo que es la realidad. Como los teólogos acogen creativamente el don de la Palabra de Dios.
Si uno es capaz de llegar a este nivel más profundo de análisis, entonces seguirá viendo que los liturgistas no dejan de discutir. Algunos desearán aferrarse a las rúbricas y otros experimentarán. Pero el argumento que puede ofrecerles puede ser más provechoso, porque se pueden intentar que ambos vean que no se trata de elegir entre recibir un don y fabricarlo. Debemos avanzar más.
La otra área a la que me he referido es la moral sexual. La iglesia afronta una crisis con la moral sexual. Proponemos un ideal hermoso, la relación sexual dentro del contexto de un compromiso para toda la vida con una persona del otro sexo, abiertos a la reproducción. Pero este ideal apenas se entiende, y menos es practicado, por la mayoría de la gente dentro de nuestra sociedad. Un porcentaje grande de personas están divorciadas y casadas de nuevo, o viven juntos sin casarse, o practican la contracepción o tienen relaciones homosexuales. Los porcentajes, por lo menos en Gran Bretaña, no son muy diferentes entre los católicos. Así que hay una sima entre el magisterio de la iglesia acerca de la conducta sexual y lo que los católicos viven.
Una reacción a esto, frecuente en los católicos de Comunión, es insistir en el magisterio. Esta ha sido la enseñanza de la iglesia durante siglos, y sería poco honrado rendirse ahora o ceder ante una sociedad corrompida. Si nuestra enseñanza es verdadera, debemos sostenerla aunque algunos se sientan ofendidos. Muchos católicos del Reino se sienten a disgusto con esto. Millones de católicos decentes se encuentran empujados fuera de la comunidad porque están en lo que se define como “situaciones” irregulares. Esto puede suceder por casualidad, por debilidad o por desacuerdo genuino con el magisterio de la Iglesia. Si es para personas como estas para las que Cristo vino, ¿cómo podemos actuar nosotros en cualquier caso para que ellos se sientan plenamente acogidos?
Es un auténtico dilema. A menudo lo que sucede es que la enseñanza oficial de la iglesia se proclama, pero nosotros no nos damos por aludidos y seguimos diciendo que todos son acogidos. Llamamos a esto “la solución pastoral”, pero puede interpretarse como algo poco honrado. ¿Debemos proclamar firmemente la moral sexual tradicional distanciando a las personas de Cristo? ¿O más debemos ser más acomodaticio, con el riesgo de renunciar a nuestra visión moral?
Qué dice el Evangelio acerca del sexo
Yo no lo tengo del todo claro, y éste no es el momento de estudiar el asunto con todo detalle. Pero es un buen ejemplo de cómo de nuevo hay que avanzar yendo más profundo. Debemos cavar hacia abajo hasta que lleguemos al debate fundamental que subyace al desacuerdo superficial. En mi libro, haciendo una vez más publicidad de él, yo sugiero que debemos explorar una comprensión cristiana de nuestra sexualidad. ¿Qué dice el Evangelio acerca del significado más profundo de la sexualidad? Y propongo que podemos hacer esto mirando la Ultima Cena , donde Cristo nos dio su cuerpo: “Esto es mi cuerpo y yo lo doy a vosotros”. Podemos sólo entender nuestra sexualidad a la luz de este auto-don total de Cristo. Así que antes de seguir combatiendo en el nivel de permisividad contra la insistencia en las reglas, tratemos de entender una comprensión eucarística de lo que significa vivir la sexualidad como el don y la aceptación reverente de nuestros cuerpos.
Esto como una simple referencia. Necesitaría una conferencia entera para describir qué significa una comprensión eucarística de la sexualidad. Lo que trato de hacer es mostrar que cuando la conversación se atasca y el diálogo parece imposible, entonces debemos ir a más profundidad, hasta que alcancemos la roca de fondo del Evangelio, y entonces quizá nosotros nos entenderemos uno al otro mejor. No podemos ponernos de acuerdo pero seremos capaces de hablar.
No podemos tolerar por más tiempo la polarización. Daña la vida y la misión de la iglesia. Curar la división requiere de nosotros, ante todo, que entendamos el sufrimiento de católicos que no sienten como nosotros. Debemos entender lo que para ellos es como un hachazo a la raíz, su pérdida de sentirse en la iglesia como en casa. Debemos abrir nuestras mentes y la imaginación a lo que ellos sufren. Y cuando con la conversación parece no estar consiguiéndose nada, entonces necesitamos ir a más profundidad, hasta que alcancemos un nivel donde nuestras penetraciones e intuiciones fundamentales puedan ser conciliables.
[Traducción al castellano de Antonio Duato,
revisada por Joaquín Adell]
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