sábado, 5 de septiembre de 2020

El cardenal Adrianus Johannes Simonis y la Iglesia holandesa

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Por. FrancescoStrazzari
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Ha muerto el pasado 2 de septiembre, a la edad de 88 años, el cardenal Adrianus Simonis. Era de Lisse, diócesis de Rotterdam. Sacerdote en 1957, elegido obispo de Rotterdam a finales de diciembre de 1970, consagrado en marzo de 1971, coadjutor de Utrecht el 27 de junio de 1983 y arzobispo el 3 de diciembre del mismo año. Fue creado cardenal en el Consistorio del 25 de mayo de 1985 por Juan Pablo II.  Se convirtió en arzobispo emérito de Utrecht en abril de 2007.

En la década de los 70, los Países Bajos estaban sacudidos por el asunto Schillebeeckx, el conocido teólogo de Nimega, bajo sospecha de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El 29 de mayo de 1979, Juan Pablo II decidió convocar en Roma un sínodo de obispos de los Países Bajos para tratar con ellos los principales problemas teológicos y pastorales de la provincia eclesiástica holandesa. Era arzobispo de Utrecht y presidente de la Conferencia Episcopal el cardenal Willebrands, sucediendo al mítico cardenal Alfrink. El objetivo del Sínodo holandés -comunicó la Conferencia Episcopal- era fortalecer la colegialidad de los obispos entre sí y de los obispos con el Papa, promover la unidad de la jerarquía, discutir sobre la vida de la Iglesia y sobre su responsabilidad en el mundo contemporáneo.

El sínodo comenzó el lunes 14 de enero de 1980 en el Vaticano. Se sabía que los obispos no se llevaban bien. Todo comenzó en la época del famoso concilio pastoral (1965-1970), que puso en cuestión, según Roma, “demasiadas” cosas y lanzaba continuos ataques a la dirección del Vaticano, que, a pesar de todo, no prestó atención alguna. El momento oportuno llegó con el nombramiento de dos obispos tradicionalistas, Simonis y Gijsen, respectivamente en Rotterdam y Roermond. Fue una imposición contra el parecer de la población. El obispo Simonis no compartía las rígidas posiciones ultraconservadoras de Gijsen y durante un tiempo permaneció en silencio.

Roma intervino contra el Concilio Pastoral, que celebró asambleas nacionales en 1973-74-78 y luego pronunció un categórico ¡Basta! Simonis comentó: “Los delegados han mostrado una grave falta de responsabilidad en lo concerniente a los problemas de la unidad de la Iglesia”. Las asambleas nacionales fueron acusadas de estar dominadas por sociólogos, Goddijn a la cabeza, y por los disparates teológicos de Schillebeekx y su escuela.

El sínodo holandés se celebró del 14 al 31 de enero de 1980: dieciséis días de trabajo, veintiocho sesiones generales, unas trescientas intervenciones. Fue excluido el cardenal Alfrink, arzobispo emérito de Utrecht, personalidad conciliar “histórica”. Faltó una discusión serena y objetiva. No se creía mucho en el Sínodo, a pesar de que los periódicos holandeses habían estado informando durante mucho tiempo sobre la existencia de formaciones, que reproducían mediante curiosas caricaturas. En el ataque, Simonis y Gijsen en unión con los cardenales de la curia Baggio y Oddi, Bluyssen de s'Hertongebosch y Ernst de Breda, con un árbitro, el Papa, que intervenía para separar a los litigantes. Fue, sin duda alguna, un sínodo “romano”.


A finales de enero de 1981 -el sínodo había terminado hacía un año- estuve en Holanda y entrevisté a los obispos, a algunos teólogos, pastoralistas, sociólogos, religiosos y laicos. Simonis también fue entrevistado. Brillante orador, a quien, a decir verdad, se le reconocían dotes e intuición pastorales. Era considerado un conservador por razones pastorales y no doctrinales. Me dijo que la situación seguía siendo difícil, dada la manipulación y la desinformación, a las que había que añadir nuevos problemas debidos a la falta de soluciones concretas. Los sacerdotes estaban desanimados, decepcionados y los teólogos revueltos: “porque muchos sacerdotes piensan que hemos regresado a la antigua Iglesia, a la anterior al VatIcano II, pero no es verdad. Creen que hay que realizar una interpretación más abierta del Concilio: aceptar su espíritu, no la letra”.

Simonis era sin duda un conservador: “En el sentido de san Pablo: ‘probad todo, pero mantened lo bueno’. En esto soy conservador. Es una obligación. Debemos mantener lo bueno del pasado”. ¿Cómo se puede remediar esta “espantosa” deriva? “Intentando convencer a los fieles. Y esto es muy difícil. Promover una pastoral diferente con los nuevos jóvenes sacerdotes. Estoy de acuerdo con el seminario de Gijsen en Rolduc, en la diócesis de Roermond. Para mí, los nuevos sacerdotes sólo deben venir de este seminario. Este año (1981) serán ordenados seis, procedentes de este seminario”. ¿Y cómo trata a los futuros sacerdotes que no comparten las decisiones del Sínodo?  “No los ordeno. No. No. Si no son ‘ortodoxos’, no los ordeno. Para ordenarlos, tengo que verificar si están en línea con las directrices de la Iglesia”. Sobre el caso Schillebeekx: “Estoy de acuerdo con la Congregación Romana en lo que toca a su caso: no hay condena, sino aclaraciones. Pero ¿cree Vd. que es teología la de los llamados teólogos holandeses? “Es antropología y nada más”. ¿Alguna vez ha pensado tener dos tipos de sacerdotes, el casado y el soltero? “Vd. bromea. No es posible. Se crearía un cisma a lo Lefebvre”.

El cielo se abrió cuando el 8 de julio se anunció el nombramiento de Adrianus Simonis como arzobispo coadjutor de Utrecht con derecho de sucesión. Tomó oficialmente el relevo al cardenal Willebrands el 8 de diciembre, quien escribió a sus fieles despidiéndose: “Este cambio será inesperado y también decepcionante para muchos. Muchos lo sentirán como doloroso. Lo entiendo y así lo siento con vosotros. Sin embargo, os pido que acojáis a Mons. Simonis, mi coadjutor y sucesor, con comprensión y apoyo”. El cabildo de Utrecht, que había presentado a la Congregación de los Obispos una terna de nombres y había apoyado con una serie de argumentos y consideraciones la candidatura de un “diocesano”, declaró: “Aceptamos este nombramiento, sin embargo, no podemos ocultar que provoca una profunda decepción en nuestra fe en la Iglesia”. El propio Willebrands, hablando en la radio y en la televisión, la noche del 8 de diciembre, declaró que tenía dificultades con el nombramiento. Y comentó: “En Holanda, las opiniones son diferentes de las del Papa. Si se hubieran tenido en cuenta las consideraciones del cabildo y de otros, se habría evitado la decepción. Ciertamente, el Papa ha entendido que no presentaban la fuerza requerida para cambiar sus decisiones”. Un centenar de sacerdotes, en una carta abierta al Papa, le preguntaron por qué no había tenido en cuenta la presentación de candidatos, cuidadosamente preparada por el cabildo. Le escribieron a Simonis preguntándole por qué había aceptado el nombramiento, a pesar de saber que su nombre no estaba en la terna presentada por el cabildo. Le señalaron algunos puntos irrenunciables: entre ellos, la preferencia por los débiles y los pobres; la necesidad de la colaboración de todos los fieles; la igualdad de hombres y mujeres en la Iglesia; la necesidad de la colaboración pastoral y la reincorporación de los sacerdotes casados; la consulta leal del consejo pastoral diocesano y de los decanos o arciprestes; seguir confiando la formación al ministerio pastoral a la escuela católica superior con sede en Utrecht.

Vi a Simonis de nuevo en 1987. Acababa de regresar de una reunión con Juan Pablo II sobre la aplicación del controvertido sínodo de los Países Bajos. “hemos dado, me dijo, un repaso a las ‘conclusiones’, del documento elaborado después del sínodo. La situación es triste. ¡Qué extraños son estos holandeses! Rigoristas y tercos. Mucho mejor los italianos”. En julio de 1989, lo visité en su casa. Estaba obsesionado con la continua exigencia de abolir la ley del celibato: “¿Cree usted que derogándola se resuelven los problemas de nuestra Iglesia?  No, no... El problema es más profundo, más grave. Aquí en Holanda, muchos católicos dicen tener dificultades con el santo Padre porque es demasiado severo, restaurador, porque no acepta el acceso de las mujeres al sacerdocio, es rigorista en el campo sexual, etc. Los protestantes no tienen Papa, permiten a las mujeres el acceso al ministerio, son menos estrictos en materia sexual, y, sin embargo, tienen problemas. Padecen un declive más preocupante que el de la Iglesia Católica. Estoy convencido de que nos enfrentamos a una verdadera crisis de fe”.

¿Y la famosa “teología holandesa”? “Hablo a título personal. Tengo muy poca relación con los teólogos. No vienen a mí y no tengo tiempo para ir a ellos porque tengo muchas cosas que hacer: visitar las parroquias, recibir a tantas y tantas personas. No tengo tiempo”. Era bien conocida su posición sobre el feminismo y la homosexualidad y la cólera que provocaba entre feministas y homosexuales: “Sí, he sido sometido a dos juicios, que se han resuelto a mi favor. Pero las feministas han apelado y el caso continúa. Hablo como obispo de la sexualidad y explico la posición de la Iglesia refiriéndome a los documentos de la Santa Sede. Me han acusado de incurrir en incitación a la discriminación”.

A diez años del sínodo de 1980, todavía había quienes trataban de responder a las muchas preguntas abiertas, pero la mayoría se había olvidado por completo de ellas. Coral la convicción de que la decisión adoptada había sido totalmente incorrecta, impuesta desde arriba. La política de la Santa Sede en el nombramiento de los nuevos obispos ciertamente no había sido brillante y se podían ver sus consecuencias. Van Munster, el Secretario Franciscano de la Conferencia Episcopal, me confió: “Tendremos que padecer esta situación otros diez años” ¿La culpa? Una sonrisa triste.

 

 

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