Esa
es la valoración más frecuente que se suele hacer en muchos medios de
comunicación cuando se pretende juzgar la relación que tuvo la Iglesia en el
País Vasco con la organización terrorista ETA; la más frecuente, porque otras
veces se le acusa también de complicidad como hicieron recientemente los
actuales obispos de estas diócesis al pedir perdón “por las
complicidades, ambigüedades y omisiones de
nuestras iglesias ante el terrorismo de ETA”.
Ha transcurrido aún poco tiempo desde
que ETA decidió disolverse como para
poder hacer un relato compartido que pudiera recoger todos los aspectos de una
historia de terror tan prolongada y dolorosa, sobre todo, para las que fueron
víctimas de aquel enfrentamiento armado. Pero aún con el riesgo inevitable de
ser parciales, debemos atrevernos a ofrecer nuestra valoración los que tuvimos
la desgracia de vivir y de sufrir el nacimiento y el desarrollo de una
organización que surgió como un movimiento de resistencia ante la dictadura y
de defensa de los derechos y libertades del pueblo vasco y acabó siendo su
verdugo y opresor.
La primera consideración que hay que
tener muy en cuenta es, que lo que sucedía en los años 60 cuando nació ETA, no
se puede valorar solo desde la experiencia que tenemos ahora de la situación
política y de la Iglesia. En los comienzos, aquellos jóvenes que se dieron a
conocer como defensores de las libertades frente a la dictadura, fueron
acogidos con simpatía y despertaron el interés y el apoyo de gran parte de la
población. En algunas de las parroquias más comprometidas socialmente se acogió
aquel nuevo movimiento y se le prestó apoyo ofreciendo los recursos de que
disponían para celebrar reuniones y otras actividades. Era lo mismo que estaban
haciendo con las organizaciones sindicales y políticas que se movían en la
clandestinidad y encontraban en las parroquias de los barrios lo que la
dictadura les negaba. Sólo la Iglesia tenía libertad para celebrar reuniones y
asambleas y sólo ella disponía de locales para desarrollar sus actividades de culto
y de catequesis. En muchas parroquias, de los barrios obreros sobre todo, se
aprovecharon aquellos privilegios para ponerlos al servicio de los movimientos
que defendían los derechos y libertades de la clase obrera. Por otra parte, en
aquellos primeros años, ETA no era lo que luego llegó a ser y si algunos curas
y parroquias protegieron a algunos de sus miembros no fue, en la mayoría de los
casos, por apoyar sus ideas nacionalistas sino por defender sus derechos
humanos negados y perseguidos por aquel régimen dictatorial. Eso explica, creo
yo, una relación que, siendo además muy minoritaria, no puede dar pie a que se
le atribuya a la Iglesia en el País Vasco una complicidad en el nacimiento y
desarrollo de una organización que pronto abandonó su carácter defensivo y pasó
a la acción cometiendo secuestros, extorsiones y asesinatos, muchas veces, de
forma indiscriminada. Decir, como se ha dicho y se sigue repitiendo, que ETA
nació en un seminario, si no fuera una calumnia, sería una broma de mal gusto
para todos los que pasamos aquellos años en el internado de un seminario, como
el de Derio, donde las ideas nacionalistas no solo no estaban promovidas sino
duramente perseguidas.
No se puede juzgar con verdad los
acontecimientos de una historia sin tener en cuenta las circunstancias que la
hicieron posible y que ahora, después de tantos años, podrán no solo conocerla
sino también comprenderla. Hubo errores, sin duda, y en muchos de los casos que
conocemos, actitudes ingenuas que no permitieron descubrir el alcance de lo que
allí se estaba gestando. Muchas veces, el apoyo de algunas parroquias a los
sindicatos y movimientos sociales clandestinos estaba motivado y reforzado por
el deseo de lavar la cara de una Iglesia que había legitimado la guerra civil y
apoyaba la dictadura beneficiándose con los privilegios que le concedía. Se
quería hacer ver que había otra Iglesia que no estaba con los vencedores sino
con los vencidos.