viernes, 14 de noviembre de 2014

La transmisión de la fe: Dianich explica a qué sirve la reforma de la Iglesia

El teólogo: la fe se comunica de persona a persona, como sucedía al inicio. Las estructuras eclesiásticas deben favorecer y no obstaculizar este dinamismo





Hace algunos días, durante la Audiencia general en la Plaza San Pedro, el “bestiario” de Papa Francisco se enriqueció con la nueva especie del «obispo que se pavonea». Aquel que hace de todo para obtener el episcopado «y, cuando llega allá, no sirve, se pavonea, vive solamente para su vanidad». También para Severino Dianich, sacerdote y apasionado teólogo de ochenta años, la cuestión de los obispos se ha convertido en una prueba decisiva en los tiempos en los que vivimos. Tiempos en los que, según su opinión, incluso la reflexión sobre la naturaleza y la tarea de la Iglesia debe abandonar los rieles que no llevan a ninguna parte y en los que ha estado detenida desde hace algún tiempo. Empezando por las consignas, exhaustas, de la llamada Nueva Evangelización.


Hoy en día, los obispos son más de 5 mil en todo el mundo. Convocar a un Concilio sería imposible incluso desde el punto de vista logístico.

Pero los obispos responsables de una circunscripción eclesiástica son menos de 2700. Y los obispos sin diócesis son figuras que nadie habría considerado posibles durante el primer milenio de la Iglesia. Hasta que no se corrijan estas estructuras, prevalecerá la idea de que el nombramiento episcopal es algo así como un reconocimiento profesional.


¿Qué se puede hacer para cancelar esta impresión?

Lo primero sería poner límites a las transferencias de los obispos. Sobre todo a esa práctica según la cual sería inconcebible ser transferido de una sede grande a una más pequeña. Esta es la negación del servicio episcopal. En el primer milenio, el obispo llevaba el anillo porque se casaba con su Iglesia.



¿Y los mecanismos de selección? ¿Habría que replantearlos también?

En la Iglesia occidental debería recuperarse la práctica según la cual un obispo es “parido” por el vientre de las Iglesias locales, como sucede en las Iglesias de Oriente, incluidas las Iglesias católicas. No sería la varita mágica, pero habría, seguramente, más obispos mejor sintonizados con el clima espiritual y cultural de sus pueblos. Se evitarían las figuras de los obispos llovidos de fuera, que tratan de adquirir influencia ostentando sus contactos con la Curia romana, como si fueran funcionarios periféricos de un imperio.


La cuestión de la reforma de la Iglesia comienza a despegar. Pero normalmente no son claros los criterios que deberían impulsarla…

Hay que preguntarse, antes que nada, si cualquiera de las perspectivas nuevas que se propongan están en consonancia con el objetivo que da existencia a la Iglesia: comunicar a todos la experiencia de la fe en Cristo. Hay que empezar por ahí.


Explíquese mejor…

Durante 1500 años, en muchas zonas del mundo, la transmisión de la fe se daba de padres a hijos, en la familia. Había misioneros en las tierras en las que todavía no había llegado el Evangelio. Pero la vida “normal” de la Iglesia era concebida sin misioneros. Este marco mental dio forma a toda la estructura eclesial, y también a la legislación canónica, hasta nuestros días. Pero ahora, la vieja sociedad cristiana y ano existe. Simlemente ya no existe. Incluso en Italia, considerada un bastión, los bautismos de los niños han disminuido 70%. Solamente tres o cuatro familias de cada diez nacen en fuerza del sacramento cristiano del matrimonio. Es fácil prever que habrá cada vez menos niños que reciban el bautismo.


Pero justamente por este motivo, desde hace décadas, se habla de Nueva Evengelización. Crearon incluso un dicasterio específico en el Vaticano…

La Nueva Evangelización, a pesar del adjetivo, coincide principalmente con la idea de poder volver al pasado. Una réplica, aunque esté actualizada, de lo que fue la gran cultura de la Restauración, después de la Revolución Francesa. Se expresó, sobre todo, como idea para recristianizar a la sociedad. Las ideas y los proyectos de la Nueva Evangelización se han conjugado más en el ámbito de la relación de la Iglesia con la sociedad, la cultura, las naciones, que en el ámbito de las personas. La prioridad era dar un nuevo vigor a la influencia que la Iglesia podía ejercer todavía en los contextos sociales y culturales, como secedía antes. Pero yo creo que ya no existe la posibilidad de volver atrás. Por ello, el problema de la evangelización se plantea como un problema nuevo. E implica estructuras renovadas en la Iglesia. Porque todas las instituciones eclesiásticas son funcionales para el viejo sistema y corren el riesgo de convertirse en un obstáculo y no ayudar a la evangelización.


¿Y qué sugiere?

Hay que tener en consideración la dinámica propia y original de la comunicación de la fe. La que se verificó al principio, cuando los creyentes comunicaban la propia existencia de fe a sus vecinos y a sus parientes no creyentes en la convivencia concreta de todos los días. Ahora bien, una cierta forma que ha prevalecido en el cuerpo eclesial resulta inadecuada y no logra reconocer esta simple dinámica ni ponerse a su servicio. Sin embargo, justamente la comunicación de la fe de persona a persona, propia de la Iglesia del principio, resulta más adecuada en las condiciones en las que vivimos.


¿Por qué?

En los profundos procesos de secularización, la cultura prevaleciente ha esgrimido prepotentemente al individuo con su libertad, hasta conducirlo al aislamiento y al solipsismo. El sentido de lo colectivo se percibe mucho menos. Así, sería fácil volver a descubrir que la vía más adecuada para transmitir la fe de Jesús es el contacto directo, de persona a persona. Y no puede ser rebasado. También resalta que la dinámica propia de la transmisión de la fe es sacramental, y no pedagógica o propagandística. La vida de gracia se transmite mediante los sacramentos. Y los sacramentos no se celebran a distancia, ni por poder, sino solamente en el encuentro, es más en el contacto entre las personas.


En su ensayo “La Iglesia hacia su reforma”, demuestra que a menudo la forma en la que se ejerce el magisterio no deja ver la fuente sacramental de la vida de la Iglesia…

La relevancia del magisterio todavía es medida más según las declaraciones solemnes de principios y no por su insistencia en la dinámica sacramental de la Iglesia. Siempre me he preguntado por qué una encíclica papal, a menudo redactada por los colaboradores y solamente firmada por el Papa, debe ser considerada un acto papal más importante que una homilía pronunciada dentro de la liturgia eucarística, es decir allí en donde la fuente sacramental de la vida de la Iglesia se muestra en su forma más alta. Papa Francisco, con sus homilías cotidianas en Santa Marta y su divulgación, parece haber captado este punto neurálgico. Su estilo de gobierno ejerce la autoridad en el ámbito de la caridad pastoral. Y de esta manera, mediante una decisión tan simple, se subraya la naturaleza esencialmente sacramental del ministerio ordenado.


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