sábado, 9 de marzo de 2013

Cuando la curia es un diafragma

 Jesus Martinez Gordo

Lo dijo con claridad meridiana Juan Pablo II el 2 de julio de 1988 en la Constitución Apostólica “Pastor Bonus”: “es inconcebible que la curia Romana impida o condicione, como un diafragma, las relaciones y los contactos personales entre los obispos y el Sumo Pontífice” (nº  8).
Si tenemos presente el viejo dicho latino según el cual “explicatio non petita accusatio manifesta”, hay que concluir que, cuando se recuerda esto, es porque se ha escuchado más de una vez o porque se ha sido consciente de que, efectivamente, la curia vaticana ha funcionado como un diafragma en la relación sacramental que vincula entre sí a los obispos y con el sucesor de Pedro.
 

Desgraciadamente, no han faltado ejemplos que lo avalen. Y lo que es peor, no se divisan en el horizonte más cercano señales de un cambio. Es el lamentable precio que tiene que pagar una Iglesia que renuncia a activar (por vía práctica, pero no teórica) un modelo de gobierno colegial y corresponsable (“comunional”) y que se entrega a los cantos de sirena del más rancio absolutismo.

¿Cuál es, brevemente, la historia postconciliar de una curia que, como la vaticana, recibe del mismo Juan Pablo II, y aunque sea de manera diplomática, un toque de atención tan llamativo como sorprendente?

La reforma de Pablo VI

El Papa Montini inicia una tímida reforma de la curia con la publicación, el 15 de agosto de 1967, de la Constitución Apostólica “Regimini Ecclesiae universae” (1967).

Por medio de esta constitución, se especifican la estructura, la competencia y la forma de proceder de los dicasterios existentes. Igualmente, se constituyen otros nuevos con la intención de promover la justicia y la paz, la unidad de los cristianos y el diálogo interreligioso, a la vez que se introduce la sección segunda en el Tribunal de la Signatura Apostólica para tutelar los derechos de los fieles.

Pablo VI llama a formar parte de la curia a obispos diocesanos y se preocupa de la coordinación interna de los dicasterios, decretando las reuniones periódicas de sus cardenales dirigentes para examinar los problemas comunes.

Finalmente, indica que, transcurridos cinco años desde la promulgación de la Constitución, sea revisado el nuevo ordenamiento para comprobar si se ajusta a los postulados del Concilio Vaticano II y para evaluar si responde a las exigencias del pueblo cristiano y de la sociedad civil.

Esta modesta reforma de la curia, unida a la decisión de que todos los dignatarios eclesiásticos han de presentar su dimisión al cumplir los 75 años, provoca un sutil movimiento de resistencia o “guerra fría” de la curia vaticana contra el papa, contra su política de apertura a los países del este (entonces comunistas) y contra su actitud de diálogo con los increyentes. Pablo VI tuvo que vérselas con este ambiente crispado durante la mayor parte de su pontificado.

La recentralización de Juan Pablo II.

La reforma de la curia, iniciada tímidamente por el papa Montini, la cierra Juan Pablo II el 2 de julio de 1988 con la constitución apostólica “Pastor Bonus”.

Tres años antes, con ocasión de la primera jornada del sínodo extraordinario de 1985, el papa Wojtyla ya había recalcado que la curia vaticana es un “instrumento y ayuda” para el romano pontífice, sobre todo, en el ejercicio de la especial relación que tiene la tarea petrina de conservar la unidad con las Iglesias particulares. Incluso, llegará a reconocer la posibilidad de tensiones entre los obispos diocesanos y la curia, pero acaba achacándolos a una insuficiente comprensión de los mutuos ámbitos de competencia. Toda una preocupante señal de la revisión en ciernes.

La constitución apostólica “Pastor Bonus” es un extenso documento dedicado en su primera parte a exponer las normas generales para abordar, posteriormente, todo lo referido a la Secretaría de Estado. El núcleo del texto se encuentra en el tercero de los capítulos en el que se especifican las tareas de cada una de las congregaciones. Los capítulos cuarto y quinto están dedicados, respectivamente, a los tribunales y consejos pontificios, y los apartados posteriores a “oficinas” (patrimonio y asuntos económicos) y otros servicios e instituciones vinculados a la Santa Sede.

En la introducción se recuerda que, aunque la función de la curia no pertenece a la constitución de la iglesia querida por Dios, tiene, sin embargo, una índole realmente eclesial porque recibe su existencia y competencia del papa. Por ello, actúa en la medida en que lo puede hacer el ministerio petrino, es decir, “respecto a la iglesia universal y respecto a los obispos de toda la Iglesia” (nº 8).

Así pues, la curia ejerce una autoridad recibida del papa y expresa su voluntad. A partir de ahora, tiene las puertas abiertas para comportarse nuevamente como una instancia interpuesta entre el sucesor de Pedro y el colegio episcopal.

El precio que se paga es el de un colegio episcopal completamente sometido a sus dictados y despojado, por vía práctica, de su identidad como sucesores de los apóstoles.

El papa Benedicto XVI, a pesar de las pocas simpatías que siempre tuvo por la curia vaticana, se limita a hacer unos pequeñísimos y casi irrelevantes retoques en su Carta Apostólica “Ministrorum Institutio” (2013): transfiere la competencia sobre los seminarios de la Congregación para la educación católica a la Congregación para el clero. Hasta ahí llega su reforma.

La reaparición del diafragma vaticano

A lo largo de estos años han sido innumerables los testimonios de obispos que han criticado la tendencia de la curia vaticana a actuar como una instancia interpuesta entre el papa y el colegio episcopal, esto es, como una administración que no ha sabido –o no ha querido- situarse subsidiariamente ante la realidad sacramental que forman el sucesor de Pedro y el colegio episcopal.

Uno de los textos más llamativos fue en el año 2000 el de monseñor John R. Quinn, respondiendo a la petición de asesoramiento pedida por Juan Pablo II en la encíclica “Ut unum sint” (1995) con el título: “la reforma del papado: el precioso llamamiento a la unidad cristiana”. Un interesante (y preciso) libro que merece la pena rescatar del olvido y leer reposadamente.

Es cierto que los problemas planteados en la actualidad por las sociedades (particularmente, las más avanzadas) presentan una complejidad tal que excede las capacidades y potencialidades de muchas iglesias locales, teólogos y pastoralistas. Es igualmente cierto que, justo por esta razón, la curia vaticana tiene que estar cerca de las diócesis, ayudándoles a discernir las corrientes culturales dominantes o emergentes con el auxilio de los oportunos criterios.

Sin embargo, no es menos cierto que la asignación de semejante tarea difícilmente justifica su prodigalidad doctrinal y normativa. Un sondeo realizado en los “Insegnamenti di Giovanni Paolo II” (publicados anualmente por la Libreria Editrice Vaticana) muestra que la media de hojas del magisterio papal ha rondado en el pontificado de Juan Pablo II las 4.000 páginas al año: 4.248 en 1982, 3.763 en 1985, 3771 en 1990, 3.644 en 1995 y casi 5000 (¡4.932¡) en 1988.

Ante estos datos se impone una primera y elemental reflexión: es difícil que, incluso, personas especializadas (no hablamos de obispos) puedan leer, tener presente y, si es el caso, sugerir aplicaciones de toda la documentación emanada de la curia romana, particularmente, durante el pontificado de Juan Pablo II. Y, desde entonces, de las diferentes instituciones vaticanas.

El asentamiento del infalibilismo

Pero lo más preocupante es que esta prodigalidad magisterial y normativa ha venido acompañada de un escaso interés por clarificar que la gran mayoría de los documentos que la curia vaticana presenta como verdades doctrinales en realidad son una teología autorizada, tanto por la fuente de la que proceden como por el contenido de lo que se transmite.

Esta escasa o nula voluntad clarificadora ha servido para propiciar una mentalidad según la cual la recepción del magisterio “auténtico” u ordinario emanado del Vaticano ha de ser prácticamente la misma que la que demanda el magisterio propiamente infalible, incluso para los mismos obispos. La curia vaticana no ha mostrado interés alguno en desmontar esta improcedente extensión infalibilista a cuestiones y asuntos que pedían, en el mejor de los casos, una obediencia práctica, dejando abierta la posibilidad de la discrepancia y del debate, tanto teológico como pastoral.

Es particularmente llamativo el comentario de Angelo Amato en el balance que ofreció de la declaración “Dominus Jesus” (2000) sobre el relativismo en el diálogo interreligioso, a los dos años de su promulgación. Si bien es cierto, indicaba, que la publicación de observaciones críticas de algunos obispos católicos es señal de libertad y serenidad de espíritu, plantea, sin embargo, el problema de la recepción de los documentos magistrales por parte de los pastores de la Iglesia.

He aquí un nítido ejemplo de lo que pasa cuando la curia vaticana funciona como un diafragma en la relación entre el papa y los obispos dispersos por el mundo. ¿Qué tiene que ver esta “recepción” del magisterio vaticano con lo que sostenían los padres conciliares cuando recordaban que los obispos son “vicarios y legados de Cristo” y “no deben ser considerados como los vicarios de los pontífices romanos” (LG 27) y, mucho menos, como los divulgadores (a veces, desgraciadamente, beligerantes) de lo que redacta y difunde la curia vaticana?

Está fuera de toda duda que la universalidad de la Iglesia no pasa por el supeditamiento de los obispos a la curia vaticana ni por la acrítica aceptación del infalibilismo solapado en el que se refugia el centro romano, sino por visualizar con mucha más claridad la relación sacramental que existe entre el sucesor de Pedro y los sucesores de los apóstoles dispersos por el todo el mundo. Y sometida a esta relación sacramental, la curia vaticana

Por una Iglesia unida con un gobierno policéntrico

Quizá ello explique el incremento del número de católicos que se preguntan si es realista que una iglesia de mil doscientos millones de fieles (realmente mundial y multicultural, cuyos problemas son tan diversos) puede ser pilotada a partir de un centro único dispuesto a promulgar normas universales sobre infinidad de detalles.

W. Kasper ya manifestó en el inicio del presente milenio su deseo de que hubiera “un poco menos de documentos y prescripciones particulares… y un poco más de autoridad del ministerio de Pedro en las cuestiones fundamentales que tocan la unidad de la iglesia”.

Una interesante consideración que tendría que plasmarse institucionalmente en una forma de gobierno policéntrico, al estilo de los patriarcados del primer milenio, y en un primado petrino que, atento a la unidad y a la comunión, favorezca la diversidad siendo, a la vez, instancia ultima de apelación en caso de conflicto.

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