Jesús Martínez Gordo (teólogo)
Yo también, como el admirado José María Castillo, he leído el informe sobre
el libro del profesor Reza Aslan, de la Universidad de California e
investigador de la historia de las religiones (“Dios. Una historia humana”,
Taurus) que, publicado por El País el pasado 25 de septiembre, lo encabezaba el
siguiente entrecomillado: “Dios es una idea. No me interesa la pregunta sobre
si existe o no”.
A diferencia de él, entiendo que lo que los deístas y teístas decimos
cuando decimos Dios es una explicación racionalmente consistente a partir de
las evidencias científico-empíricas que se vienen alcanzando en la astrofísica,
en la protobiología y antropología contemporáneas. Pero no solo en estos
saberes. Y que es una explicación racionalmente más consistente que la
explicaciones alternativas, sean ateas, antiteístas e, incluso, agnósticas;
particularmente, las que fundan su increencia en cosmovisiones o
interpretaciones partidarias del materialismo bruto y del azarismo o casualismo.
Me tomo la libertad de dar a conocer un par de páginas del libro en el
que abordo este asunto y que, publicado por PPC, verá la luz en unas pocas
semanas: “Ateos y creyentes: qué decimos cuando decimos Dios”. Creo que puede contribuir
al debate sobre la cuestión.
A lo largo de los últimos años, apunto en dicha publicación, han sido
bastantes las personas que me han invitado a escribir sobre las trasparencias y
anticipaciones seculares en las que es perceptible lo que decimos cuando
decimos Dios. Entendían que en ello estaba en juego algo tan importante como la
consistencia racional de la fe y de la teología. Es cierto que tampoco han
faltado otras que me han manifestado su escepticismo al respecto. E, incluso,
quienes me han dicho —amigablemente, por supuesto— que se trataba de un
proyecto ingenuo e inútil, habida cuenta de la potencia argumentativa que
presenta el ateísmo en las sociedades más desarrolladas y del espléndido futuro
que, según sus pronósticos, le aguarda. Son ellos quienes —con nombres y
rostros y, tras largos e intensos diálogos, e, incluso, amistad compartida
desde la infancia— he tenido delante, y de manera preferente, escribiendo el
presente libro. Se puede decir que, en alguna medida, son los “responsables”
indirectos de estas líneas… Indirectos porque, como es evidente, el primer y
único responsable (sin comillas, en esta ocasión) de lo aquí escrito soy yo y
nadie más que yo.