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viernes, 27 de septiembre de 2019

Qué decimos cuando decimos Dios. Dialogando con el profesor Reza Asia



Jesús Martínez Gordo (teólogo)

Yo también, como el admirado José María Castillo, he leído el informe sobre el libro del profesor Reza Aslan, de la Universidad de California e investigador de la historia de las religiones (“Dios. Una historia humana”, Taurus) que, publicado por El País el pasado 25 de septiembre, lo encabezaba el siguiente entrecomillado: “Dios es una idea. No me interesa la pregunta sobre si existe o no”.

A diferencia de él, entiendo que lo que los deístas y teístas decimos cuando decimos Dios es una explicación racionalmente consistente a partir de las evidencias científico-empíricas que se vienen alcanzando en la astrofísica, en la protobiología y antropología contemporáneas. Pero no solo en estos saberes. Y que es una explicación racionalmente más consistente que la explicaciones alternativas, sean ateas, antiteístas e, incluso, agnósticas; particularmente, las que fundan su increencia en cosmovisiones o interpretaciones partidarias del materialismo bruto y del azarismo o casualismo.


Me tomo la libertad de dar a conocer un par de páginas del libro en el que abordo este asunto y que, publicado por PPC, verá la luz en unas pocas semanas: “Ateos y creyentes: qué decimos cuando decimos Dios”. Creo que puede contribuir al debate sobre la cuestión.

A lo largo de los últimos años, apunto en dicha publicación, han sido bastantes las personas que me han invitado a escribir sobre las trasparencias y anticipaciones seculares en las que es perceptible lo que decimos cuando decimos Dios. Entendían que en ello estaba en juego algo tan importante como la consistencia racional de la fe y de la teología. Es cierto que tampoco han faltado otras que me han manifestado su escepticismo al respecto. E, incluso, quienes me han dicho —amigablemente, por supuesto— que se trataba de un proyecto ingenuo e inútil, habida cuenta de la potencia argumentativa que presenta el ateísmo en las sociedades más desarrolladas y del espléndido futuro que, según sus pronósticos, le aguarda. Son ellos quienes —con nombres y rostros y, tras largos e intensos diálogos, e, incluso, amistad compartida desde la infancia— he tenido delante, y de manera preferente, escribiendo el presente libro. Se puede decir que, en alguna medida, son los “responsables” indirectos de estas líneas… Indirectos porque, como es evidente, el primer y único responsable (sin comillas, en esta ocasión) de lo aquí escrito soy yo y nadie más que yo.

martes, 6 de noviembre de 2018

Dios y la carta de Einstein




Jesús Martínez Gordo

        La subasta de una carta de Albert Einstein de 1954 por la casa Christie’s (Nueva York) el próximo mes de diciembre en la que se puede leer que “la palabra de Dios no es para mí sino la expresión y el producto de la debilidad humana” ha sido presentada por algunos medios como una irrefutable prueba de que renegaba de la existencia de Dios.

Es probable que los promotores, al haber fijado una puja inicial de un millón de dólares, hayan querido resaltar que la razón de ser de semejante cantidad radica en su contenido, supuestamente rupturista, con otras declaraciones en las que el genio de la física moderna se refería a “esa fuerza que está más allá de lo que podemos comprender” o en las que sostenía que “Dios no juega a los dados”. Sin embargo, creo que es una temeridad o, en todo caso, una falta de rigor, interpretar que, con dicha carta, se evidencia la adscripción atea de A. Einstein. Y lo es porque no se tiene debidamente presente la diferencia que existe entre reconocerse deísta (Dios se transparenta en el cosmos como Inteligencia), teísta (concebir a Dios como Persona) y ateo (Ni lo uno ni lo otro. Solo hay azar y materia).

Esa trascendental diferencia volvió al primer plano de la actualidad el año 2004, fecha en la que Antony Flew (el patriarca del ateísmo de raíz científico-empírica durante el siglo XX) comunicó, en un simposio celebrado en la New York University, que aceptaba la existencia de Dios por coherencia con la máxima que había presidido su ateísmo militante: “sigue la argumentación racional hasta donde quiera que te lleve”.

Su paso a la creencia no tenía nada que ver con la fe, con las iglesias o con las confesiones religiosas sino con el reconocimiento de que la explicación creyente era mucho más firme racionalmente que el ateísmo que había liderado hasta entonces. Yo, sostuvo, no sé nada sobre la interacción de los cuerpos físicos en dos partículas subatómicas. Pero estoy interesado en saber, prosiguió, cómo es posible que puedan existir esas partículas o cualquier otra realidad física e, incluso, la misma vida. Movido por este interés, busco alcanzar una explicación racional a partir de las evidencias o pruebas a las que está llegando la ciencia. Obviamente, continuó, las explicaciones posibles son muchas y diferentes. Todos sabemos que la superioridad de unas sobre otras se juega en su mayor o menor consistencia racional, más allá de que se sea educador, marinero, ingeniero, filósofo, abogado o científico. Tener una u otra profesión no proporciona ninguna ventaja especial cuando se busca una explicación racional a partir de los descubrimientos alcanzados, de la misma manera que ser una estrella de fútbol no suministra ninguna clarividencia adicional cuando hay que valorar las ventajas profilácticas de cierta pasta dentífrica.