viernes, 29 de septiembre de 2023

¿Cómo implementar la “infalibilidad de todo el pueblo de Dios”? Sugerencias para los sínodos mundiales sobre la sinodalidad (y II)

Fuente:   Noticias Obreras

Por   Jesús Martínez Gordo (teólogo)

29/09/2023


FOTO | Esimrothlc, vía Cathopic

Entiendo, sostenía en mi aportación anterior —¿Dónde va a quedar la “infalibilidad de todo el pueblo de Dios” en los sínodos mundiales sobre la sinodalidad?— que, a diferencia del formato absolutista que se ha venido defendiendo y practicando en el posconcilio, las mediaciones democráticas y la separación de poderes son mucho más adecuadas para implementar la infalibilidad de todo el pueblo de Dios, es decir, la de los bautizados y ministros, sean instituidos (ordenados y laicales) o reconocidos por las comunidades cristianas.

Puede haber quien, legítimamente, se pregunte, recordando lo indicado en el anterior artículo, si no estaré pidiendo peras al olmo. Por eso, creo que no está de más, una vez recuperado el fundamento de la sinodalidad codecisiva en la “infalibilidad de todo el pueblo de Dios”, la cuestión de cómo puede ser tal implementación democrática de la autoridad, del magisterio, del gobierno y de la organización de la Iglesia, más allá de las tensiones y conflictos (y hasta “demonios familiares”) que tal propuesta pueda provocar.

Este último asunto –el de los posibles problemas y hasta escisiones– no es, al menos de momento y en primera instancia, la cuestión de la que se trata en estas líneas, sino la de fijar, –recuperada la consistencia teológica de una sinodalidad codecisiva–, su posible implementación. Por ello, ha de quedar para otra ocasión y momento abordar la sabiduría y prudencia que hay que desplegar para que esta posibilidad teológica y pastoral pueda efectuarse con el mínimo de tensiones. Y, sobre todo, no olvidando la importancia de cortar la hemorragia de abandonos que, también por esta cuestión, viene padeciendo desde hace tiempo la Iglesia católica, al menos en la Europa occidental.

La “institución divina” de la codecisión

Es cierto que Jesús eligió un grupo de apóstoles y también que el Espíritu concede sus carismas y dones a quien quiere. Pero también lo es que el modo de organizarse, de impartir magisterio y gobernar la Iglesia no tiene que ser –y, menos, por “institución divina”– el monárquico y absolutista. Estos, vistas las aportaciones al respecto del Vaticano II y el tiempo que nos toca vivir, pueden –y deben ser– corresponsables.

De ahí, como he propuesto en el texto anterior, la necesidad de recuperar –y actualizar– el proyecto de Constitución eclesial o Ley fundamental no solo para que no se sigan torpedeando las aportaciones más relevantes del Vaticano II (y con ellas, las experiencias habidas de corresponsabilidad y de codecisión), sino también para que se ponga en su sitio a los ministros ordenados, en particular, cuando gobiernan e imparten magisterio. Urge una Ley Fundamental que, cuidadosa con la mediación democrática y con la separación de poderes, rompa el actual formato sistémico, manifiestamente monárquico y absolutista.

Y de ahí, también, la urgencia de empezar a practicar los procedimientos democráticos al modo, por ejemplo, como se está haciendo en el “vinculante” camino sinodal alemán. Y como también se ha aprobado que se practiquen en las correspondientes instituciones postsinodales: el Comité y el Consejo Sinodal.

Creo que no está de más recordar que la verdad, teológica y dogmática, de la corresponsabilidad, al menos, en la Iglesia alemana, se implementa dialogando entre los bautizados y con los obispos para finalizar con una votación, en la que –para que lo propuesto se considere aprobado por todos– es necesario alcanzar una mayoría cualificada de “dos tercios de los miembros presentes, que incluye una mayoría de dos tercios de los miembros de la Conferencia Episcopal Alemana presentes” en el aula sinodal (Estatutos 11 & 2).

El mismo criterio se mantiene en el modo de proceder del Comité y del Consejo Sinodal y de los demás Consejos eclesiales, siendo particularmente interesante el procedimiento “comunional” que se ha de activar cuando el ministro ordenado (obispo o presbítero en sus respectivos ámbitos) planteen problemas para aceptar lo aprobado apelando a su responsabilidad en mantener la unidad de fe y la comunión eclesial de la diócesis o de la comunidad cristiana que les han sido encomendadas.

Entiendo que este modo de proceder es un ejercicio de la autoridad que, respetuoso con la dignidad propia de todos los bautizados (“maestros, sacerdotes y reyes”) y con la responsabilidad propia de los ministros ordenados, también está fundado “divinamente” por su singular cuidado de la infalibilidad de todo el pueblo de Dios. Es más, entiendo que, en nuestros días resulta particularmente adecuado tanto por su fundamento en dicha infalibilidad como por fidelidad a la misión evangelizadora de la Iglesia.

Cabe, igualmente, la posibilidad –ensayada en algunas iglesias locales en el tiempo inmediatamente posterior a la finalización del Vaticano II– de que los obispos elaboren con los bautizados la decisión o el contenido magisterial que se entienda necesario. Algunas de estas experiencias están recogidas en el “libro coral” Caminar juntas y juntos. Soñar la Iglesia, vivir la misión y que inspira estas líneas que estoy prolongando en esta ocasión.

Lo normal tendría que ser que se votara tras un diálogo abierto y fundado, es decir, después de haber aportado todos –obispos, ministros ordenados y bautizados– los datos y argumentos que se estimen oportunos, tanto por fidelidad al Evangelio y a la “tradición viva” de la Iglesia, como, en general, a los llamados “lugares teológicos” y a la misión evangelizadora.

No creo que siga siendo de recibo que el obispo o el ministro ordenado se limiten a “escuchar al pueblo de Dios” y que luego, aparte y fuera del marco institucional establecido para el ejercicio de la corresponsabilidad, tomen por sí mismos la disposición que consideren mejor. Y menos, en contra de lo que pueda ser decidido por mayoría cualificada.

Entiendo que se ha pasado el tiempo de continuar con tal manera de proceder: al margen o por encima de dichas instituciones o de los diferentes consejos.

En una Iglesia, toda ella infalible cuando cree, lo aprobado por mayoría cualificada –después del oportuno debate– ha de ser asumido por el obispo o por el ministro ordenado, a no ser que lo propuesto o aprobado atente gravemente contra la unidad de fe y la comunión eclesial; una decisiva reserva que –por responsabilidad ministerial– se ha de explicitar y mostrar, sin ambigüedades y de manera clara, en el mismo diálogo y proceso de discernimiento y que se ha de regular en la Ley Fundamental de la Iglesia, tal y como se está haciendo, por ejemplo, en el camino sinodal alemán y se ha aprobado activar en el Comité y Consejo Sinodal y en los restantes Consejos eclesiales; o, por lo menos, de manera equivalente.

Cuando la comunidad cristiana procede así o de parecida manera, está implementando lo que se entiende como liderazgo, magisterio y sinodalidad corresponsable que –a la vez, bautismal y ministerial– es “vinculante” para todos, es decir, codecisivo. Si así fuera,  creo que podríamos estar hablando del final del modelo monárquico de gobierno y magisterio en favor del conciliar, claramente colegial, corresponsable y codecisivo.

La “conversión” del papado

Y lo que vale para los obispos y los ministros ordenados en general, vale igualmente para el obispo de Roma, tal y como se indica en el Vaticano II: le corresponde repartir las tareas; intervenir, “en último término” (ultimatim) en el gobierno ordinario de las iglesias locales “atendiendo al bien común” (LG 27) y, de manera particular, velar por la unidad de fe y la comunión eclesial de toda la catolicidad. Obviamente, son tareas que ha de desempeñar siendo fiel a una Iglesia que se autocomprende como católica porque es “comunión de comunidades” locales; por tanto, no uniforme, sino diversa. Se trata de dos importantes aportaciones del Vaticano II que también tendrían que quedar, necesariamente recogidas en el proyecto de Constitución Eclesial o Ley Fundamental.

Eso quiere decir que un papado “convertido” no está –ni puede estar– interviniendo en la cura pastoral y en el gobierno cotidiano de todas las diócesis. Basta y es suficiente con que distribuya las tareas y sea instancia de apelación en “último término”, tanto para los obispos como para los religiosos y bautizados. No es, ni puede ser, por mucho que desagrade a las sensibilidades con una concepción uniformista de la unidad, el obispo del mundo. Basta y es suficiente con que lo sea de la Iglesia de Roma y con que “presida en el amor” el colegio de los sucesores de los apóstoles.

En nuestros días, ya no tiene sentido que casi 1.400 millones de católicos caminen juntos y a la misma velocidad en todos los asuntos y de la misma forma. Y menos, cuando las diferencias –y no solo culturales– entre las iglesias locales son tantas y, a veces, tan agudas. De la misma manera que en el diálogo ecuménico se está abriendo camino la concepción de la unidad como diversidad reconciliada, es decisivo que dicha concepción de la unidad forme parte de un modelo organizativo como “comunión de iglesias diferentes” y, a la vez, articuladas o unidas por la misma fe, expresada en un mismo credo por todos compartido.

Así pues, urge repensar y “convertir” –como he indicado, recurriendo a una expresión del papa Francisco– el actual modelo del papado. Y hay que hacerlo, recibiendo el proclamado en el Vaticano I en el fecundo cauce tanto de la colegialidad episcopal como de la infalibilidad de todo el pueblo de Dios proclamadas por el Vaticano II. Creo que eso quiere decir, que lo propio de un papado “convertido” no es reivindicar, como se viene haciendo desde 1870, la plenitud de su potestad jurídica sobre toda la Iglesia, sino procurar y cuidar la unidad de fe en lo fundamental y la comunión eclesial, la libertad en lo opinable y, en todo, la caridad (San Agustín).

Para que sea factible esta “conversión” del papado, es preciso que el sucesor de Pedro se vaya despojando del polvo absolutista y monárquico en el que se encuentra envuelto y por el que sigue arropado y que con tanta pasión se viene defendiendo en el posconcilio. Y, por supuesto, que se ocupe en propiciar la implementación de mediaciones o instrumentos que –no autoritarios ni monárquicos– nos permitan contar, al menos, con el modelo de papado –colegial y corresponsable– aprobado en el Vaticano II por la mayoría conciliar y ratificado por Pablo VI.

Por supuesto, habría que empezar retomando la Ley Fundamental de la Iglesia, aplazada sine die por Juan Pablo II. O, si se prefiere, recurriendo a una expresión muy querida por el papa Francisco, “abriendo” un proceso que permitiera llegar cuanto antes a la redacción y aprobación de una Ley Fundamental, en sintonía con la colegialidad y la corresponsabilidad aprobadas en el Vaticano II, así como con la codecisión que comportan.

El principio de realidad

No cuesta mucho comprender, vista la recepción habida hasta el presente del Vaticano II, que esta modalidad de gobierno y magisterio, así como de sinodalidad, no haya interesado nada o casi nada a un papado y a una curia vaticana particularmente ocupados en mantener el formato unipersonal y absolutista y, por ello, preconciliar –y, en el mejor de los casos, colegial “consultivo”– con la intención de reforzar la potestad jurisdiccional y magisterial del sucesor de Pedro sobre toda la Iglesia.

Por eso, tampoco extraña que cuando se ha ensayado este nuevo y posible modo de sinodalidad corresponsable y codecisivo –fundado en la infalibilidad de todo el pueblo de Dios– haya sido rápidamente descalificado por atentar –al decir del Vaticano– contra el poder unipersonal del Papa sobre toda la Iglesia (el mismo argumento empleado para cortocircuitar la colegialidad episcopal codecisiva en el posconcilio) o por violar la –igualmente, unipersonal– capacidad gubernativa y magisterial que tienen los obispos en sus respectivas diócesis frente, en el caso del camino sinodal alemán vinculante, a un Comité y Consejo Sinodal (u otro análogo) que lo continúe (2023).

Tampoco sorprende que hayan condenado las articulaciones del poder personal del presbítero con la responsabilidad reconocida a equipos ministeriales de laicos y laicas en diferentes áreas pastorales y organizativas, como así sucedió, en el tiempo en que la diócesis de Poitiers estuvo presidida por monseñor Albert Rouet. Y, finalmente, tampoco está de más recordar la famosa declaración interdicasterial de 1997 sobre “la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes”, en total sintonía con la eclesiología involutiva y preconciliar de la Nota explicativa praevia (1964) de Pablo VI, la Declaración Mysterium Ecclessiae (1973) y la Instrucción de Synodis dioecesanis agendas (1997) de Juan Pablo II.

De nuevo, como se puede apreciar, siguen siendo muy largas las sombras de tales textos magisteriales y la del sínodo extraordinario de obispos de 1969 en el que Pablo VI reafirma –implementando involutivamente lo aprobado en el Vaticano II– la responsabilidad y el poder unipersonal del Papa en el gobierno eclesial. Procediendo de esta manera, recoloca los sínodos de obispos como institución “consultiva” (y excepcionalmente deliberativa o codecisiva) al servicio del poder de jurisdicción del papado sobre toda la Iglesia.

Y, de paso, propicia una recepción del poder unipersonal de los obispos y de los presbíteros en sus respectivos ámbitos de responsabilidad pastoral. He aquí la raíz “sistémica” del poder y de la autoridad que denuncian los informes sobre la pederastia eclesial realizados por la Universidad de Zúrich (Suiza), el MHG (Alemania) y el CIASE (Francia).

Más allá de estas lamentables decisiones, es incuestionable que la infalibilidad de todo el pueblo de Dios abre las puertas a un nuevo modelo de liderazgo y magisterio corresponsables que –integrando sin problemas el que bascula únicamente en la colegialidad episcopal– pasa por implementar una sinodalidad, a la vez, bautismal y ministerial, que, por su fundamento “infalible”, puede –y debe– ser codecisiva o deliberativa.

Es evidente que este nuevo modelo de gobierno, magisterio y sinodalidad no solo está pendiente de ser recibido, sino que –visto el tiempo transcurrido desde la aprobación de la verdad teológica y dogmática que lo funda– también requiere ser recuperado del silencio en el que se encuentra sumido.

¿Qué va a ser de la “infalibilidad de todo el pueblo de Dios”?

Retomo la pregunta que se encuentra en el origen de las presentes líneas: ¿vamos a ver esta o parecida reflexión en los dos sínodos mundiales sobre la sinodalidad? ¿Vamos a tener la suerte de que se discutan estas propuestas u otras semejantes?

No lo sé.

La verdad es que tengo muchas dudas, pero, en todo caso, esta debiera ser una de las más importantes perspectivas desde la que valorar su andadura, así como sus conclusiones y resoluciones. Confieso que me gustaría no quedar defraudado, a pesar de que la cuestión “sistémica” no ha ocupado el lugar que tendría que haber tenido también en el tiempo de preparación sinodal y a pesar de que el clamor de las víctimas de la pederastia no se encuentre representada.

A veces, hay milagros, aunque no sea racionalmente muy sensato tenerlos en cuenta. A ver si, cuando finalicen estos dos sínodos mundiales, podemos decir que se ha producido el milagro de haber irrumpido con fuerza en el aula sinodal y haberse formulado propuestas para implementar la “infalibilidad de todo el pueblo de Dios”.

Es la esperanza que me queda. Me gustaría que no fuera una estúpida ilusión. Por eso, quedo, una vez más, a la espera, aunque pueda haber quien me tache de ingenuo.

 

 

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