martes, 26 de mayo de 2020

Llegar demasiado tarde, salir demasiado pronto: gestionar el COVID (I)

NOTA:    En el equipo de mantenimiento del BLOG hemos llegado a entender que, en las circunstancias que nos envuelven (el CONFINAMIENTO POR «COVID-19») bien podríamos prestar el servicio de abrir el BLOG a iniciativas que puedan redundar en aliento para quienes se sientan en soledad, incomunicadas o necesitadas de expresarse.
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Agustín García
Cura diocesano y sociólogo
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Por quienes murieron de la enfermedad y por aquellos que no se pudieron despedir de ellos.
Por quienes cuidaron de los más contagiados a riesgo de sufrir lo mismo.

        El famoso documentalista estadounidense Michael Moore, con motivo de la reciente crisis sanitaria, entrevistó en su podcast al ensayista e historiador John M. Barry por haber escrito uno de los mejores libros sobre la gripe española, desafortunadamente sin traducir, La Gran Influenza: el relato épico de la plaga más mortífera de la historia. “¿Cuáles fueron los mayores errores durante esa pandemia?”, preguntó Moore. Barry contestó sin dudar: “Lo primero es que mintieron”.

        Cuando emergió en 1918 se vivía en guerra y para la guerra. La información se puso al servicio de la contienda. Se integró, como un arma más, en el arsenal militar configurándose como propaganda bélica. En ese contexto, como muy bien señala Barry, lo importante era el impacto de lo que dijeras, no si era verdad o mentira. Un congresista estadounidense acuñó la frase en 1917, un año antes: La primera víctima de la guerra es la verdad. Como la guerra es lo que es, pero puede percibirse de muchas maneras, las noticias circulaban para que la guerra no fuera lo que en realidad era, sino lo percibido de ella. Por eso no se informó de la verdad de la pandemia, para mantener la ficción de la guerra. Se impusieron las necesidades castrenses de mantener elevada la moral de combate y bien pertrechado el dispositivo militar. Había que callar hasta ganar y después comentar la victoria. La desinformación por la censura militar, en un tiempo de economía de guerra y atraso científico, impidió encontrar el foco letal de la pandemia (lo que se conoce como la búsqueda del paciente cero), descubrir los radios de su transmisión, marcar sus trayectorias y contener su propagación. El desastre fue total.

        Los datos estremecen. John Barry expone en su libro cómo esta enfermedad, antes de desaparecer en 1920, habría matado más gente que ninguna otra en la historia de la humanidad. Si bien la peste negra del siglo XIV mató una proporción mayor de población (el 20% de los europeos), la gripe española fue más mortífera en términos absolutos. Los epidemiólogos consideran que murieron de gripe española entre 50 y 100 millones de personas. Aunque normalmente la influenza (o gripe) ataca con más virulencia a niños y ancianos, la española afectó letalmente a personas jóvenes entre los 20 y los 40 años (la mitad de los fallecidos), probablemente, como piensan muchos, porque esta franja de edad, al no estar expuesta a un virus gripal en su primera infancia, no quedó inmune de forma natural. Aunque la pandemia de gripe duró algo más de dos años, tal vez dos tercios de las muertes ocurrieron en un período de veinticuatro semanas, y más de la mitad de esas muertes ocurrieron en menos tiempo, desde mediados de septiembre hasta principios de diciembre de 1918. La gripe española mató a más personas en un año que la peste negra de la Edad Media en un siglo; más personas en veinticuatro semanas que el SIDA en veinticuatro años.

        Las autoridades dictaminaron que no era más que una gripe ordinaria ante la estupefacción general de quienes comprobaban una y otra vez la gravedad sintomática, contó Barry también. ¿Comunicados oficiales? No los hubo. ¿Medidas de distanciamiento? Tampoco. ¿Para qué? Bastaron el frío, el miedo y la guerra para obligar a la gente a confinarse voluntariamente. La ciudadanía adoptó por sí misma las medidas preventivas. No se les mandó otra señal que valerse por sí mismos. Todo fue muy negativo, afirma el historiador. La sociedad se funda en la confianza y esta se perdió cuando los gobernados se sintieron abandonados. La prensa también defraudó. En Filadelfia, cuando cerraron escuelas, teatros, iglesias y restaurantes, uno de sus periódicos publicó: “No son medidas de salud pública, ni hay causa de alarma”. Tampoco podían creer en lo que leían. En aquellos días lúgubres, cuenta Barry en su libro, fueron sacerdotes, incluso en ciudades con fama de modernas como Filadelfia y como ya hicieran durante la peste bubónica, quienes conducían los carromatos que de puerta en puerta iban recogiendo los cadáveres que una población aterrorizada, sin atreverse a salir, mantenía dentro de casa.

        La periodista de la ciencia Laura Spinney también ha escrito un hermoso libro sobre la gripe española: El jinete pálido. 1918: La epidemia que cambió el mundo. “Cuando surge una nueva amenaza que pone en peligro la vida, la primera preocupación y la más apremiante es ponerle un nombre […] Así pues, la asignación de un nombre es el primer paso para controlar la amenaza, aunque todo lo que transmita el nombre sea una ilusión de control”, escribe en el capítulo cinco (de donde tomo una buena parte de las notas siguientes). La denominación no sólo tiene mucha importancia, también puede causar malentendidos. Por culpa de la gripe llamada porcina muchos países restringieron la importación de cerdos tras el brote de 2009. Las primeras denominaciones del SIDA estigmatizaron a la comunidad homosexual. Por eso la OMS ha establecido unas directrices por medio de las cuales se estipula que los nombres de enfermedades no deben referirse a lugares, personas, animales o alimentos concretos. Tampoco deben incluirse palabras que espanten como mortal o desconocida. La enfermedad no puede llevar nombres que ofendan o asusten. Hubo problemas con el SARS (acrónimo para el síndrome respiratorio agudo y grave) porque Hong Kong en su nombre oficial incluye el sufijo SAR. Todo esto nos lo cuenta Spinney de manera amena y asequible.


        ¿Por qué gripe española? El brote, en primer lugar, fue simultáneo en todo el mundo. Todos los países parecían afectados a la vez. Pero los síntomas no fueron asociados en todos los lugares a un mismo síndrome. En los países más pobres e insalubres, con un mayor acomodo a las enfermedades, los brotes infecciosos tardaron más en detectarse porque las expectativas de salud eran habitualmente menores. Los países más desarrollados, por otra parte, al optar por seguir concentrados en la guerra encontraron incentivo en culpar a otros del origen y la difusión de la enfermedad. Lo normal es que esta, en esas circunstancias, hubiera recibido multitud de nominaciones.

        Cuando la gripe entró en España se pensaba que era foránea, como pensaban todos. Nadie quería asumir la responsabilidad de la paternidad. Cargarse como propio el epicentro de todo. Era mejor acusar a otros que hacerse con una mala reputación. Antes de llegar a España ya había casos registrados en Francia y en los EE.UU. Pero los españoles, aunque sospechaban que venía de fuera, en realidad no lo sabían porque las naciones beligerantes habían censurado las noticias y mintieron sobre la gripe para mantener elevada la moral tanto entre los soldados que combatían como entre los civiles que no lo hacían. El Inspector General de Sanidad español llegó hasta el punto de decir, cuando ya estaba mundialmente extendida, que no se conocían casos fuera. Los madrileños la apodaron soldado de Nápoles porque “Soldados de Nápoles” era la canción más pegadiza de la zarzuela más popular de entonces. Como España era neutral no había censura. Los periódicos informaron de los estragos de la enfermedad y las noticias saltaron la frontera. Aunque los parisinos desconocían que la enfermedad estaba diezmando a sus jóvenes soldados atrincherados en el frente, en cambio sí sabían que en sólo tres días se habían contagiado dos terceras partes de los habitantes de Madrid. Así es como los Aliados, los vencedores de la Gran Guerra, bautizaron la influenza de 1918 como gripe española y así pudieron esconder su contribución generosa a la expansión de la enfermedad.

        Fuera de los escenarios bélicos, en Senegal, quedó como la gripe brasileña; en Brasil, como gripe alemana; los daneses creían que provenía del sur; para los polacos era la enfermedad bolchevique; los persas culparon a los británicos y los japoneses a sus luchadores de sumo tras declararse la enfermedad en una de sus competiciones deportivas. En Freetown, hoy capital de Sierra Leona, prefirieron llamarla manhu hasta que se pudiera saber más porque manhu significa precisamente ¿qué es esto?, lo mismo que maná, el pan del cielo que todos los días comían los israelitas en el desierto y que hacía exclamar a los niños: mana – ¿qué es esto? Como se puede ver, el narcisismo patriótico herido, hace como el futbolista que en su desesperación se libra del balón echándolo afuera.

        Lo primero es que mintieron. Lo más importante era el impacto de lo que se dijera, no si se decía la verdad o se mentía, contestó Barry a la pregunta de Moore sobre los errores en la gestión pública de la influenza del 18. Nunca como entonces habría estado más acertado este comentario que encontré en alguna parte: el infierno es darse cuenta de la verdad demasiado tarde. ¿Hoy, como ayer, también llegamos tarde?

        Cuanto más deprisa corre el contagio, más prisa hay que darse en atajarlo. Sobre todo si ataca veloz y agresivamente. En situaciones de emergencia el tiempo es lo que cuenta. La neozelandesa Jacinda Ardern, figura emblemática en la gestión del Covid-19, señaló a sus ciudadanos: “Estamos yendo duro y temprano”. La gestión del tiempo es crucial cuando entra la pandemia y cuando se va saliendo de ella. El virus siempre viene antes de que la conciencia social registre su emergencia y suele marcharse después de que esa conciencia perciba su final. Porque una cosa es el calendario biológico y otro, como dice el historiador de la medicina Jeremy Green, el calendario social. Sus cronogramas no van al unísono porque tienen temporalidades distintas. Tardamos en darnos cuenta cuando está a punto de comenzar una pandemia y “es más probable, dice Green, que pensemos que la epidemia se acabó y dejemos de hablar de ella antes de que realmente se acabe”. El virus evoluciona en un tiempo objetivo; su evolución se comprende en tiempos más subjetivos. Por eso, cuanto más descompensado esté el calendario social (o político) del biológico, bien porque nos demoramos en tomar medidas que detengan la propagación o nos precipitamos levantándolas al darla prematuramente por terminada, los riesgos que se corren son mayores. Los gobiernos que contuvieron la emergencia con más rapidez (como el portugués, el griego, el vietnamita o el taiwanés), han tenido menores índice de letalidad que los que se movieron con más demora (como el español), o actuaron con más desidia (como el británico, el bielorruso, el estadounidense o el brasileño).  Si “el infierno es darse cuenta de la verdad demasiado tarde” podría valer para referirnos a los gobiernos como el español que procedieron con demora, para los que actuaron con desidia, por su actitud frívola y negacionista, acompañada no pocas veces y, sobre todo en los últimos casos, por el espectáculo bochornoso, grosero y disparatado de una vanidad terriblemente presuntuosa y excepcionalmente banal, les hace más justicia la concepción que del infierno sostenía Simone Weil: la nada con pretensiones.

        Descubierto el virus, lo más inmediato era controlar su propagación. No siempre se hizo por variedad de razones o circunstancias. El tipo de liderazgo político influyó muchísimo: hubo liderazgos resolutivos junto a los dubitativos; los hubo luminosos y también oscuros; hubo líderes responsables y otros más displicentes; varios aprendieron a mejorar sobre la marcha, otros reincidían en las equivocaciones cometidas; algunos procedían con más transparencia, otros con mucho hermetismo; unos optaron estratégicamente por el consenso o la cogobernanza, otros se enredaban más en maniobras tácticas; hay quienes confiaron mucho en el comportamiento de sus conciudadanos y les trataron con empatía, otros confiaron más en los efectos disuasorios de la sanción y las medidas punitivas; hubo quienes escenificaron una simbólica donde la familia, la ciencia y la salud tomaban la primacía, otros alentaban con símbolos castrenses el poder, la fuerza o la disciplina; hay, por último, quienes lograron tejer acuerdos sólidos con sus adversarios políticos para mantener en el tiempo próximo y dentro de una cierta estabilidad presupuestaria incentivos generosos que reactiven la economía asegurando a la vez los puestos de trabajo y la garantía de rentas y hay, quienes en todo esto, están sólo en los comienzos.

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