En medio de las luces, las algarabías y la fiebre
consumista que a todos nos arrastra, los cristianos nos disponemos a celebrar
la Navidad, el nacimiento de Jesús en medio de nosotros.
De un tiempo a esta parte da la sensación de que se
ha desprovisto a la fiesta navideña de todo simbolismo religioso. Abundan las
lucecitas, las cestas millonarias, los regalos de Papa Noel, los muñequitos de
nieve, los trineos y los desfiles multicolores. La parte emotiva del asunto se
reserva a la lotería del 22 de Diciembre que cuida primorosamente sus anuncios
y los disfraza de mensajes familiares y tiernos. Y en medio de todo esto, casi
ninguna alusión al nacimiento de Jesús, casi ninguna referencia religiosa; la
Navidad se nos ha convertido en una suerte de Disneylandia en la que Jesús de
Nazaret ha desaparecido.
Es cierto que el cristianismo adaptó la antigua fiesta
pagana del Dies Natalis (el nacimiento del Sol) y la transformó en una
festividad religiosa en la que se festejaba el nacimiento del que en el
Evangelio aparece como la Luz del Mundo. Desde antiguo en nuestra cultura la
Navidad se ha asociado a un hecho religioso, una fiesta en la que hacemos
memoria del acontecimiento que ha revolucionado la humanidad: el corazón de
Dios late en un recién nacido. Este hecho, se quiera o no, rebasa una lógica
puramente humana y nos adentra necesariamente en el Misterio.
Así vista, la Navidad es políticamente incorrecta,
siempre incorrecta. El hecho de que entre los más pobres irrumpa un Dios que se
aleja de los palacios y los oropeles y se acerca a los márgenes sociales es un
acontecimiento altamente subversivo. Cuando con frecuencia no se quiere poner
el Belén en muchos lugares públicos esgrimiendo la laicidad del ambiente, se
comprende perfectamente. El Belén es inquietante, insurrecto. Dos mil años después
el nacimiento del Mesías, se quiere relegar a las afueras de la vida.
Muchos, es cierto, miran el Belén con curiosidad o
indiferencia porque no son creyentes. Otros miran el Belén con miedo porque, si
lo entienden, su significado es altamente rebelde: los pobres de la tierra son
aupados en el Nacimiento mientras que los ricos, henchidos de sí mismos,
aparecen en toda su mediocridad lejos del Portal.
No obstante, la Navidad cristiana es un
acontecimiento abierto a todos los hombres y mujeres
de buen corazón. En la
Navidad hay un elogio de la ternura, de la delicadeza, de la amabilidad. Dios
no se endiosa, se humaniza condenando así todos los endiosamientos humanos que
devienen en amargura e infelicidad.
La Navidad nos invita, pues, a vivir intensamente
todo lo que nos hace más humanos. Es tiempo de escuchar, de saludar, de
sonreír, de ser solidarios. Es tiempo de abrazar, de regalar y regalarnos, de
reír juntos y parar el reloj para saborear la amistad; es tiempo de la buena educación,
de los buenos modos, de desterrar el insulto y la calumnia, de superar
diferencias políticas y buscar lo que nos une, de no negar el saludo a nadie ni
darlo por perdido, es tiempo de hablar.
Es tiempo de buscar en las periferias de nuestra historia
retazos de Misterio, atisbos de Luz entre los pobres, los refugiados, los
desahuciados, los excluidos… los protagonistas, junto con el Niño, del permanente
Belén de la Historia.
Es tiempo, en fin, de creer, de creer profundamente
en el ser humano, con todas consecuencias, con sus grandezas y miserias, sus
convicciones y sus dudas, urge creer en lo humano… sólo así podremos asomarnos
a la fe en el Dios que ha huido del más allá para hacerse carne en el más acá.
Feliz Navidad, feliz humanidad.
JOSAN MONTULL