MISERICORDIA Y UNIDAD.
Entrevista al Papa Francisco
por Stefania Falasca
El tema
que elegí, se debió al deseo de descubrir el sentido de la constante búsqueda
de la unidad de los cristianos que caracteriza y marca su ministerio desde el
comienzo del pontificado. Entrar dentro de la historia de estos encuentros
ecuménicos y de todos los gestos ecuménicos que ha realizado. Había tenido
también la oportunidad de conocer y entrevistar al patriarca ecuménico de Constantinopla
Bartolomé I y me impresionó mucho la relación fraterna y de profunda sintonía
que los une.
«¿El jubileo? No fue algo
planificado. Las cosas se fueron dando. Simplemente me dejé llevar por el
Espíritu. La Iglesia es el Evangelio, no es un camino de ideas. Este Año sobre
la Misericordia es un proceso que ha madurado en el tiempo, desde el Concilio…
También en el campo ecuménico el camino viene de lejos, con los pasos de mis
predecesores.
Así es el camino de la
Iglesia. No soy yo. No le he dado ninguna aceleración. A medida que caminamos,
el camino parece ir más rápido, es el motus
in fine velocior».
Santa Marta, es mediodía.
La conversación con el Papa Francisco entra de lleno en las dinámicas de un
período eclesial intenso y no podía dejar de hacer referencia a los encuentros
y los avances ecuménicos que se fueron produciendo, y que también marcaron los
viajes apostólicos del Año de la Misericordia con la búsqueda prioritaria de la
unidad de los cristianos en este tiempo desgarrado por los conflictos.
Después del viaje
ecuménico a Suecia, le dije por teléfono que en el vuelo de regreso a Roma,
cuando dialogaba con los periodistas sobre este importante encuentro
reconciliado con los luteranos, había quedado sin respuesta una frase suya, y
que desde hace tiempo quería hacerle algunas preguntas sobre el ecumenismo. Me
tomó por sorpresa diciéndome que podía responder en aquel mismo momento.
«¿Pero, ahora?…», le contesté, y amablemente me concedió un poco más de tiempo.
Llego temprano para la
entrevista y entro con mi hijo, mientras afuera sigue lloviendo. Pero ya está
esperándonos en la puerta. Como ha ocurrido en otras oportunidades lo encuentro
en el umbral, como un padre, igual que la primera vez que fui a verlo hace
varios años. La paciencia para esperar parece formar parte de su naturaleza, su
razón de ser, su oficio. Toma los anteojos y revisa sin apuro la lista de
preguntas. Hace algunas notas en el margen. Mientras se levanta para acomodar unas
flores mojadas por la lluvia, pienso que está por terminar el Año Santo. Pienso
en la Puerta de la Misericordia que se está por cerrar, y recuerdo una
observación que hizo hace cincuenta años el patriarca ortodoxo Atenágoras, en
el diálogo con Olivier Clément, y siempre me sorprende: «Debemos examinar más
profundamente el destino de Pedro en el Evangelio. Pedro —afirma san Gregorio
Palamás— es el prototipo del hombre nuevo, del pecador perdonado. Él solo puede
estar aquí para recordarle a la Iglesia que ella vive del perdón de Dios y no
tiene otra fuerza que la Cruz. Si en la Iglesia hay un obispo que es “el
análogo de Pedro”, entonces estamos muy lejos del poder y de la gloria mundana.
Y si Pedro olvidara que su testimonio fundamental es el del pecador perdonado,
entonces, a imagen de Pablo de Antioquía, profetas vendrán a oponerse a él
“cara a cara” (Gal 2,11)».
Miro al Papa en silencio
y después le pregunto:
Padre, ¿qué ha significado para usted este Año de
la Misericordia?
Cuando alguien descubre que
es muy amado, empieza a salir de la soledad malsana, de la separación que lo
lleva a odiar a los demás y a sí mismo. Espero que muchas personas hayan
descubierto que son muy amadas por Jesús y se hayan dejado abrazar por Él. La misericordia
es el nombre de Dios y es también su debilidad, su punto débil. Su misericordia
siempre lo lleva a perdonar, a olvidarse de nuestros pecados. A mí me gusta
pensar que el Omnipotente tiene mala memoria. Una vez que te perdona, se
olvida. Porque es feliz de perdonar. Para mí, eso es suficiente. Lo mismo que
para la mujer adúltera del Evangelio, que «ha amado mucho». «Porque Él ha amado
mucho». Todo el cristianismo se resume en esto.
Pero ha sido un Jubileo sui generis, con muchos
gestos emblemáticos…
Jesús no pide grandes
gestos, sino solo abandono y agradecimiento. Santa Teresita de Lisieux, que es
doctora de la Iglesia, en su “caminito” hacia Dios habla del abandono del niño
que se duerme tranquilo en los brazos de su padre, y también recuerda que la
caridad no puede quedar encerrada en el fondo del corazón. El amor a Dios y el
amor al prójimo son dos amores inseparables.
¿Se han logrado los objetivos que usted buscaba
cuando lo proclamó?
Bueno, yo no tenía un
plan. Simplemente hice lo que me inspiró el Espíritu Santo. Las cosas se fueron
dando. Me dejé llevar por el Espíritu. Solo se trataba de ser dóciles al
Espíritu Santo, de permitirle a Él que obrara. La Iglesia es el Evangelio, es
la obra de Jesucristo. No es un camino de ideas o un instrumento para
afirmarlas. Y en la Iglesia las cosas entran en el tiempo cuando el tiempo está
maduro, cuando se ofrece.
También un Año Santo extraordinario…
Ha sido un proceso que
fue madurando con el tiempo, por obra del Espíritu Santo. Antes que yo, san
Juan XXIII con la Gaudet Mater Ecclesia
señaló, en la apertura del Concilio, que la “medicina de la misericordia” era
el camino que se debía seguir; después el beato Pablo VI, quien comprendió que
la historia del Buen Samaritano era su paradigma. Después vinieron las
enseñanzas de san Juan Pablo II, con su segunda encíclica Dives in misericordia y la institución de la fiesta de la Divina
Misericordia. Benedicto XVI dijo que el nombre de Dios es misericordia. Todos
ellos son pilares. Así es como el Espíritu conduce los procesos en la Iglesia,
hasta su cumplimiento.
Entonces el Jubileo
también ha sido el Jubileo del Concilio, hic et nunc, el punto donde coinciden
el tiempo de su recepción y el tiempo del perdón…
Hacer la experiencia
vivida del perdón que abraza a toda la familia humana es la gracia que anuncia
el ministerio apostólico. La Iglesia solo existe como instrumento para comunicar
a los hombres el designio misericordioso de Dios. En el Concilio, la Iglesia
sintió la responsabilidad de ser en el mundo el signo vivo del amor del Padre.
Con la Lumen Gentium se remontó a las fuentes de su naturaleza, el Evangelio.
Esto desplaza el eje de la concepción cristiana de cierto legalismo, que puede
ser ideológico, a la Persona de Dios que se hizo misericordia en la encarnación
del Hijo. Hay algunos —piensa en ciertas protestas contra la Amoris Laetitia— que todavía no
comprenden, para ellos es blanco o negro, pero es en el flujo de la vida donde
se debe discernir. Eso fue lo que nos dijo el Concilio, aunque los
historiadores dicen que un Concilio, para ser bien absorbido por el cuerpo de
la Iglesia, necesita un siglo… Estamos a mitad de camino.
Sin embargo, son muy significativos los encuentros y los viajes ecuménicos que se realizaron. En
Lesbos, con el patriarca Bartolomé y Hieronymus, en Cuba con el patriarca de
Moscú Kirill, en Lund para la conmemoración conjunta de la Reforma Luterana.
¿Ha sido el Año de la Misericordia lo que favoreció todas estas iniciativas con
las otras Iglesias cristianas?
No diría que estos
encuentros ecuménicos fueron fruto del Año de la Misericordia. No. Porque
también son parte de un proceso que viene de lejos. No son algo nuevo. Solo son
pasos dentro de un camino que ya empezó hace mucho. Desde que se promulgó el
decreto conciliar Unitatis Redintegratio,
hace más de cincuenta años, y se redescubrió la fraternidad cristiana basada en
el único bautismo y en la misma fe en Cristo, el camino de la búsqueda de la
unidad siempre siguió adelante, con pequeños y grandes pasos, y ha dado sus
frutos. Yo estoy siguiendo esos pasos.
Los que dieron sus predecesores…
Los que dieron todos mis
predecesores. Así como fue un paso adelante el diálogo del Papa Luciani con el
metropolita ruso Nikodim, que murió en sus brazos, y abrazado al hermano Obispo
de Roma Nikodim le dijo cosas muy hermosas sobre la Iglesia. Recuerdo el
funeral de san Juan Pablo II. Estaban todos los jefes de las Iglesias de
Oriente: eso es fraternidad. Los encuentros y también los viajes ayudan a esta
fraternidad, a hacerla crecer.
Sin embargo, en menos de cuatro años usted se ha encontrado con todos los primados y
los responsables de las Iglesias cristianas. Estos encuentros atraviesan su
pontificado. ¿A qué se debe esta aceleración?
Es el camino del Concilio
que sigue adelante, que se intensifica. Pero es el camino, no soy yo. Este
camino es el camino de la Iglesia. Yo me he encontrado con los primados y con
los responsables, es cierto, pero también mis predecesores tuvieron sus
encuentros con estos o con otros responsables. Yo no he acelerado nada. A medida
que avanzamos el camino parece ir más rápido, es el motus in fine velocior, para decirlo según el proceso que describe
la física aristotélica.
¿Cómo vive personalmente esta aceleración en los encuentros con los hermanos de las otras
Iglesias cristianas?
La vivo con mucha
fraternidad. La fraternidad se siente. Está Jesús en medio. Para mí son todos
hermanos. Nos bendecimos el uno al otro, un hermano bendice al otro. Cuando fuimos
a Lesbos, en Grecia, con el patriarca Bartolomé y Hieronymus para encontrarnos
con los refugiados, nos sentimos una sola cosa. Éramos uno. Uno. Cuando fui a
verlo al patriarca Bartolomé al Fanar de Estambul para la fiesta de san Andrés,
para mí fue una gran fiesta. En Georgia estuve con el Patriarca Ilia, que no
había ido a Creta para el Concilio ortodoxo. La sintonía espiritual que tuve
con él fue profunda. Yo sentí que estaba delante de un santo, un hombre de Dios
que me tomó de la mano, que me dijo cosas hermosas, más con gestos que con
palabras. Los patriarcas son monjes. En la conversación se puede percibir que
son hombres de oración. Kirill es un hombre de oración, lo mismo que el
patriarca copto Twadros, al que encontré cuando entraba a la capilla, se estaba
sacando los zapatos y se disponía a orar. El patriarca Daniel de Rumania hace
un año me regaló un libro en español sobre San Silvestre del Monte Athos. Yo ya
había leído la vida de este gran santo monje en Buenos Aires: «orar por los
hombres es derramar la propia sangre». Los santos nos unen dentro de la Iglesia
actualizando su misterio. Con los hermanos ortodoxos estamos en camino, son
hermanos, nos amamos, nos preocupamos juntos, vienen a estudiar con nosotros.
Bartolomé también ha estudiado aquí.
Con el patriarca
ecuménico Bartolomé, sucesor del apóstol Andrés, ya dieron muchos pasos juntos,
con plena sintonía en los recíprocos pronunciamientos. A ustedes los sostiene
el mismo amor que transformó la vida de los Apóstoles. Pedro y Andrés eran
hermanos…
En Lesbos, mientras
saludábamos juntos a la gente, me había inclinado hacia un niño. Pero yo no le
interesaba al niño, sino que él miraba detrás de mí. Me di vuelta y vi por qué:
Bartolomé tenía los bolsillos llenos de caramelos y los estaba repartiendo a
los niños, muy contento. Así es Bartolomé, es un hombre capaz de llevar
adelante en medio de enormes dificultades el Gran Concilio ortodoxo, de hablar
de alta teología y de estar sencillamente con los niños. Cuando venía a Roma se
alojaba en Santa Marta en la habitación donde yo estoy ahora. El único reproche
que me hizo fue que debió cambiarla.
Usted sigue encontrándose con frecuencia con los jefes de las otras Iglesias. ¿Acaso el
Obispo de Roma no tiene que ocuparse a tiempo completo de la Iglesia Católica?
El mismo Jesús ora para
pedirle al Padre que los suyos sean una sola cosa, para que de esa manera el
mundo crea. Es lo que Él le pide al Padre. Desde siempre, el Obispo de Roma
está llamado a custodiar, a buscar y a servir a esa unidad. Sabemos también que
las heridas de nuestras divisiones, que laceran el cuerpo de Cristo, no podemos
curarlas por nosotros mismos. Por lo tanto no se pueden imponer proyectos o
sistemas para volver a estar unidos. Para pedir la unidad entre los cristianos
lo único que podemos hacer es mirar a Jesús y pedir que obre en nosotros el
Espíritu Santo. Que Él recostruya la unidad entre nosotros. En el encuentro de
Lund con los luteranos repetí las palabras de Jesús, cuando les dice a sus
discípulos: «Sin mí no pueden hacer nada».
¿Qué significado tuvo conmemorar con los luteranos
en Suecia los quinientos años de
la Reforma? ¿Fue una “fuga hacia adelante” de su parte?
El encuentro con la
Iglesia luterana en Lund fue un paso más en el camino ecuménico que comenzó
hace cincuenta años y en un diálogo teológico luterano-católico cuyo fruto fue
la Declaración común, firmada en 1999, sobre la doctrina de la Justificación,
es decir, sobre la manera como Cristo nos hace justos salvándonos con su Gracia
necesaria, que es el punto del que habían partido las reflexiones de Lutero.
Por lo tanto, es volver a lo esencial de la fe para redescubrir la naturaleza
de lo que nos une. Antes que yo, Benedicto XVI había ido a Erfurt y había
hablado detenidamente sobre esto, con mucha claridad. Había repetido que la
pregunta sobre «cómo puedo tener un Dios misericordioso» había penetrado en el
corazón de Lutero, y estaba detrás de toda su búsqueda teológica e interior.
Hubo una purificación de la memoria. Lutero quería hacer una reforma que debía
ser como una medicina. Después las cosas se cristalizaron, se mezclaron los
intereses políticos de aquel tiempo, y terminaron en el cuius regio eius religio, que obligaba a seguir la religión del que
tenía el poder.
Pero algunos piensan que en estos encuentros
ecuménicos usted quiere
traicionar la doctrina católica. Incluso se dijo que quiere «protestantizar» la
Iglesia…
No me quita el sueño. Yo
sigo por el camino de los que me precedieron, sigo el Concilio. En cuanto a las
opiniones, siempre hay que distinguir el espíritu con el cual se dicen. Cuando
no hay mal espíritu, ayudan a caminar. Otras veces se ve en seguida que las
críticas surgen aquí o allá para justificar una posición ya tomada, no son
honestas, se hacen con mal espíritu para fomentar divisiones. Se ve en seguida
que ciertos rigorismos nacen de algo que falta, del deseo de ocultar dentro de
una armadura su propia y triste insatisfacción. Si miras la película La cena de Babette, allí puedes ver ese
comportamiento rígido.
También con los luteranos
se hizo un fuerte llamamiento a trabajar juntos por los que se encuentran en
estado de necesidad. ¿Quiere decir que hay que dejar de lado las cuestiones
teológicas y sacramentales y apuntar solo al compromiso común en lo social y
cultural?
No se trata de dejar nada
de lado. Servir a los pobres quiere decir servir a Cristo, porque los pobres
son la carne de Cristo. Y si servimos juntos a los pobres, quiere decir que los
cristianos estamos tocando juntos las llagas de Cristo. Pienso en el trabajo
que después del encuentro de Lund pueden hacer juntas Caritas y las
organizaciones de caridad luteranas. No es una institución, es un camino.
Ciertos modos de contraponer “las cuestiones de la doctrina” y “las cuestiones
de la caridad pastoral”, en cambio, no siguen el Evangelio y crean confusión.
La conmemoración conjunta de Lund ha marcado un
momento de aceptación mutua y un
nivel de comprensión recíproca profunda. Pero a partir de aquí, ¿cómo se pueden
resolver las cuestiones eclesiológicas que siguen abiertas, como las que se
refieren al ministerio y a los sacramentos, especialmente la Eucaristía, que
nos separan de la Iglesia luterana? ¿Cómo se pueden superar estas cuestiones
para avanzar hacia una unidad que sea visible para el mundo?
La Declaración conjunta
sobre la justificación es la base para continuar el trabajo teológico. El estudio
teológico debe seguir adelante. El Pontificio Consejo para la Unidad de los
cristianos está haciendo un trabajo. El camino teológico es importante, pero
siempre junto con el camino de oración y realizando juntos obras de caridad.
Obras que son visibles.
Usted también le dijo al patriarca de Moscú Kirill que «la unidad se construye caminando», «la
unidad no llegará al final como un milagro, caminar juntos ya es construir la
unidad». Usted lo repite a menudo. ¿Pero qué significa?
La unidad no se construye
porque nos pongamos de acuerdo entre nosotros sino porque caminamos siguiendo a
Jesús. Y caminando, por obra de Aquel a quien seguimos, podemos descubrir que
estamos unidos. Es caminar detrás de Cristo lo que une. Convertirse significa
dejar que el Señor viva y obre en nosotros. Así descubrimos que también estamos
unidos porque tenemos en común la misión de anunciar el Evangelio. Caminando y
trabajando juntos, nos damos cuenta de que ya estamos unidos en el nombre del
Señor y que por lo tanto la unidad no la creamos nosotros. Nos damos cuenta de
que es el Espíritu el que impulsa y nos lleva hacia adelante. Si tú eres dócil
al Espíritu, será Él quien te señale el paso que puedes dar, el resto lo hace
Él. No se puede seguir a Cristo si no te lleva, si no te impulsa el Espíritu
con su fuerza. Por eso es el Espíritu el artífice de la unidad entre los cristianos.
Por eso digo que la unidad se hace en camino, porque la unidad es una gracia
que se debe pedir, y también por eso repito que todo proselitismo entre
cristianos es pecaminoso. La Iglesia no crece nunca por proselitismo sino “por
atracción”, como dijo Benedicto XVI. El proselitismo entre cristianos, por lo
tanto, es en sí mismo un pecado grave.
¿Por qué?
Porque contradice la
dinámica misma de cómo se llega a ser y se sigue siendo cristiano. La Iglesia
no es un equipo de fútbol que busca hinchas.
¿Entonces cuáles son los caminos que se deben
seguir para alcanzar la unidad?
Hacer procesos en vez de
ocupar espacios también es la clave del camino ecuménico. En este momento
histórico la unidad se hace por tres caminos: caminar juntos con las obras de
caridad, orar juntos y por último reconocer la confesión común tal como se
expresa en el martirio común recibido en el nombre de Cristo, en el ecumenismo de
la sangre. Allí se ve que el mismo Enemigo reconoce nuestra unidad, la unidad
de los bautizados. El Enemigo, en esto, no se equivoca. Y todas estas son
expresiones de unidad visibles. Orar juntos es visible. Hacer obras de caridad
juntos es visible. El martirio compartido en nombre de Cristo es visible.
Entre los católicos, sin embargo, todavía no
parece que esté muy viva la
sensibilidad de buscar la unidad entre los cristianos ni el dolor por la
división…
El encuentro de Lund,
como todos los otros pasos ecuménicos, también fue un paso para comprender más
el escándalo de la división, que hiere el cuerpo de Cristo y que no podemos
permitirnos delante del mundo. ¿Cómo podemos dar testimonio de la verdad del
amor si peleamos, si nos separamos entre nosotros? Cuando era niño, con los
protestantes no se hablaba. Había un sacerdote en Buenos Aires que cuando
venían a predicar los evangélicos con sus carpas, mandaba al grupo juvenil para
que las quemaran. Ese era el clima. Ahora los tiempos han cambiado. El escándalo
se supera sencillamente haciendo las cosas juntos con gestos de unidad y de
fraternidad.
Cuando usted se encontró en Cuba con el patriarca
Kirill, sus primeras palabras
fueron: «Tenemos el mismo bautismo. Somos obispos».
Cuando era obispo de
Buenos Aires me alegraba mucho ver el esfuerzo que hacían tantos sacerdotes
para que la gente recibiera el bautismo. El bautismo es el gesto con el cual el
Señor nos elige, y si reconocemos que estamos unidos en el bautismo quiere
decir que estamos unidos en lo que es fundamental. Esa es la fuente común que
nos une a todos los cristianos y que alimenta cualquier nuevo paso que demos
para recuperar la plena comunión entre nosotros. Para redescubrir nuestra
unidad no tenemos que “ir más allá” del bautismo. Tener el mismo bautismo
quiere decir confesar juntos que el Verbo se hizo carne: eso es lo que nos
salva. Todas las ideologías y las teorías nacen de los que no se detienen en
esto, del que no permanece en la fe que reconoce a Cristo venido en la carne y
quiere “ir más allá”. De allí nacen todas las posiciones que le quitan a la
Iglesia la carne de Cristo, que “desencarnan” a la Iglesia. Si miramos juntos
nuestro bautismo común también somos liberados de la tentación del
pelagianismo, que quiere convencernos de que nos salvamos por nuestras propias
fuerzas, con nuestros activismos. Y permanecer en el bautismo nos salva también
de la gnosis. La gnosis desnaturaliza el cristianismo, reduciéndolo a un camino
de conocimiento que puede prescindir del encuentro real con Cristo.
El Patriarca Bartolomé dijo en una entrevista a
Avvenire que el origen de la
división fue la penetración de un “pensamiento mundano” en la Iglesia. ¿Usted
también piensa que esa fue la causa de la división?
Sigo pensando que el
cáncer en la Iglesia es glorificarse unos a otros. Si uno no sabe quién es
Jesús o nunca lo ha encontrado, siempre lo puede encontrar; pero si uno está en
la Iglesia y se mueve dentro de ella porque dentro del ámbito de la Iglesia
cultiva y alimenta su sed de poder y de afirmación de sí mismo, tiene una
enfermedad espiritual, cree que la Iglesia es una realidad humana
autosuficiente, donde todo se mueve según lógicas de ambición y de poder. La
reacción de Lutero también se debía a eso, porque rechazaba una imagen de la
Iglesia como organización que puede salir adelante prescindiendo de la gracia
del Señor, o que la da por descontado, como garantizada a priori. Y esa
tentación de construir una Iglesia autorreferencial, que lleva a la
contraposición y a la división, retorna siempre.
Con respecto a los ortodoxos, se cita a menudo la llamada “fórmula Ratzinger” —enunciada por el
teólogo que después fue Papa— según la cual «por lo que respecta al primado del
Papa, Roma debe exigir de las Iglesias ortodoxas nada más que aquello que en el
primer milenio fue establecido y vivido». ¿Pero la perspectiva de la Iglesia de
los comienzos y de los primeros siglos también puede sugerir algo esencial en
el tiempo presente?
Debemos mirar el primer
milenio, siempre es fuente de inspiración. No se trata de volver atrás de una
manera mecánica, no es simplemente “dar marcha atrás”, sino que contiene
tesoros que también son válidos para hoy. Antes hablaba de la
autorreferencialidad, la costumbre pecadora de la Iglesia que se mira demasiado
a sí misma, como si creyera tener luz propia. El patriarca Bartolomé dijo lo
mismo hablando de “introversión” eclesial. Los Padres de la Iglesia de los
primeros siglos tenían claro que la Iglesia vive instante tras instante de la
gracia de Cristo. Por eso —ya lo dije otras veces— decían que la Iglesia no
tiene luz propia, y la llamaban “mysterium
lunae”, el misterio de la luna. Porque la Iglesia da luz pero no brilla con
luz propia. Y cuando la Iglesia, en vez de mirar a Cristo, se mira demasiado a
sí misma, vienen también las divisiones. Es lo que ocurrió después del primer
milenio. Mirar a Cristo nos libera de esa costumbre, y también de la tentación
del triunfalismo y del rigorismo. Y nos hace caminar juntos por el camino de la
docilidad al Espíritu Santo, que nos lleva a la unidad.
En diversas Iglesias ortodoxas hay resistencias al camino hacia la unidad, como algunas que el
Metropolita Ioannis Zizioulas llama “talibanes ortodoxos”. También puede haber
ciertas resistencias de parte católica. ¿Qué hay que hacer?
El Espíritu Santo lleva
las cosas a su cumplimiento, en los tiempos que él decide. Por eso no debemos
ser impacientes, desconfiados o ansiosos. El camino requiere paciencia para
custodiar y mejorar lo que ya existe, que es mucho más que lo que divide. Y dar
testimonio de su amor por todos los hombres, para que el mundo crea.
*Publicada por el diario AVVENIRE el Viernes 18 de noviembre de 2016
Traducción del italiano
de Inés Giménez Pecci
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