jueves, 15 de mayo de 2014

Elección de obispos y reforma de la curia vaticana



Métodos de designación de obispos en la Iglesia y funcionamiento de la curia vaticana


Publicado el 09.05.2014 (V.N.)




JESÚS MARTÍNEZ GORDO
(Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz)


Al Papa S. Celestino I (422-432) se debe lo que, desde el siglo V, es un criterio rector incuestionable en la organización de la vida eclesial: ningún obispo debe ser impuesto. Esta proclama ha sido puesta en práctica de diferentes maneras a lo largo de la historia hasta que una insoportable injerencia de los poderes civiles y la influencia de la eclesiología protestante (negadora del sacramento del Orden) acabaron suplantando y pervirtiendo la legítima participación del pueblo de Dios.

Tales injerencia y eclesiología llevaron a que el obispo de Roma se reservara para sí dicho derecho y que lo hiciera movido por la urgencia ineludible de defender la libertad de los prelados y el sacramento del Orden como ministerio constitutivo y constituyente de la Iglesia católica. Sólo así se garantizaba debidamente la fidelidad de los sucesores de los apóstoles única y exclusivamente al Evangelio y sólo así se preservaba la apostolicidad de la Iglesia católica.

El concilio Vaticano II sostuvo con claridad meridiana la libertad de la comunidad cristiana para elegir sus obispos, sin consentir transacción alguna con las autoridades civiles (CD 20). De ello se hace eco el mismo código de derecho canónico de 1983 cuando proclama que “en lo sucesivo no se concederá a las autoridades civiles ningún derecho ni privilegio de elección, nombramiento, presentación y designación de Obispos” (377 & 5). Los padres conciliares eran conscientes de que la crisis galicana estaba superada, es decir, que la intromisión de la autoridad civil en la elección de los obispos pertenecía al pasado, aunque quedaran restos de ella en el presente. Es esta última constatación la que explica su voluntad de respetar el privilegio de presentación de obispos allí donde se hubiera pactado y su llamada a renunciar al mismo.

Además, los padres conciliares tuvieron un exquisito cuidado en reconocer el sacerdocio común de los fieles sin confundirlo con el sacerdocio ministerial (diaconado, presbiterado y episcopado). Como también lo tuvieron en diferenciar ambos sacerdocios señalando la existencia de una ineludible separación entre ellos, no solo de grado, sino fundamental. Al proceder de esta manera, abrían una vía de aproximación a lo mejor de las aportaciones de las iglesias evangélicas sin renunciar, por ello, a la singularidad del sacramento del Orden en la catolicidad: el ministro (particularmente, el sacerdote y el obispo) no es un simple delegado de la comunidad –como así sucede en la eclesiología evangélica- sino sacramento de Cristo. Y lo es por la imposición de manos, la invocación del Espíritu y la presidencia de una Iglesia local.

El Vaticano II tenía claro que el reconocimiento del sacerdocio común no diluía –y, menos, aparcaba- la identidad cristológica del ministerio ordenado. Y, a la vez, que la afirmación de la singularidad ministerio ordenado era perfectamente articulable con el sacerdocio de todos los bautizados. Tal proclamación no ocultaba ni disolvía el sacerdocio común de todos los fieles cristianos.

A la luz de estas importantes aportaciones conciliares, no es extraño que haya reaparecido la exigencia de recuperar el protagonismo que tradicionalmente ha desempañado el pueblo de Dios en la elección de sus obispos.

Semejante reclamación no se efectúa por simple mimetismo con las maneras de proceder en las democracias formales burguesas, sino como consecuencia de haberse superado las injerencias de los poderes civiles que provocaron la congelación de tal derecho de la comunidad y la posterior reserva a la Sede Primada de Roma de la elección y nombramiento de obispos. Y, sobre todo, porque el Vaticano II ha recuperado para todos los bautizados una dignidad eclesial que se hace creíble ejerciendo la corresponsabilidad en los asuntos que afectan a la comunidad cristiana y, por tanto, participando en la elección y nombramiento de los obispos.


Las apuestas del Papa Francisco por recuperar la centralidad de los pobres en la vida cristiana, reformar la curia vaticana y activar una forma colegial de gobierno parece que van en serio.

¡Ojala que ambas empeños lleguen a buen puerto!

Pero para que las apuestas referidas a la curia vaticana y al gobierno eclesial no queden sólo (y no sería poco) en una reforma administrativa es imprescindible que vayan acompañadas de otra de muchísimo mayor calado: la que pasa por la intervención del pueblo de Dios en la elección y nombramiento de sus obispos.

1.- La actual normativa canónica sobre el nombramiento de obispos

La normativa actual sobre el nombramiento de los obispos descansa en un canon tan importante como desconocido, al menos en una de las dos vías que reconoce y sanciona.

Se trata del canon 377 & 1: “el Sumo Pontífice nombra libremente a los Obispos o confirma a los que han sido legítimamente elegidos”.

1.1. El  Papa “nombra libremente”

La primera parte del canon formula taxativamente lo que para la gran mayoría de los católicos parece ser la única vía posible: el Papa nombra libremente a todos los obispos del mundo.

Si la creación del colegio cardenalicio fue una de las determinaciones más importantes en la reivindicación del derecho que tenía la iglesia de Roma a elegir libremente al Papa, la asunción de la responsabilidad última en la elección de los obispos obedece a la misma exigencia: preservar el derecho del pueblo de Dios a elegir libremente a sus prelados en armonía con el obispo de Roma. Estando así las cosas, lo coherente es que (una vez superada la crisis galicana y asumida la verdad extrapolada en el protestantismo) se restituya al pueblo de Dios el protagonismo perdido y que se armonice con la responsabilidad que tiene la Sede Primada de garantizar la unidad de fe y la comunión entre todas las iglesias.

No es éste el interés de los redactores del código de 1983 quienes -al enfatizar, cargados de razones, la libertad papal- descuidan la práctica más tradicional y acaban sancionando una forma de gobierno eclesial más cercana al absolutismo político que a la colegialidad y corresponsabilidad eclesiales.

Semejante opción explica el detallado desarrollo que presenta en el cuerpo canónico el procedimiento que se ha de seguir para preservar la libertad del Papa en la elección de los obispos ya sea diocesanos, coadjutores o auxiliares.

El peso de la curia Vaticana. Es de sobra conocido que el sucesor de Pedro no puede gobernar por sí solo una iglesia de casi 1.200 millones de católicos y con más de 4.500 obispos. Necesita de la curia y la curia actúa, obviamente, en su nombre.

Pero es igualmente cierto que el Papa tampoco puede controlar todos los movimientos y personas de la curia ni estar al tanto de todo lo que se pone en juego cuando se están madurando disposiciones intermedias con el fin de facilitar una decisión suya. Es entonces cuando se pone de manifiesto el importante papel que desempeñan los miembros de la curia y el peso de sus convicciones, “filias” y “fobias”. Nadie pone en tela de juicio que se esfuercen (y la gran mayoría de las veces así sucede) por anticipar una decisión conforme con lo que entienden que son las convicciones del Papa. Pero también es difícilmente refutable que siempre existen márgenes de maniobra en los que frecuentemente tienen una enorme importancia sus diagnósticos y criterios personales.

Estas grietas, particularmente importantes en una forma de gobernar muy centralizada y centralizadora, son las que explican la importancia suma de la curia cuando hay que nombrar nuevos obispos o cambiarlos a otras diócesis. Y son las que explican que si es cierto que el Papa “nombra libremente” los obispos, también lo es que su intervención en dichos nombramientos se ha de entender –si se exceptúan algunos casos muy concretos- en sentido lato, es decir, con la ayuda, frecuentemente determinante, de la curia y, más concretamente, del dicasterio para los obispos en el que no faltan personas con un protagonismo indiscutido. Y más, si son de la nación a la que pertenecen algunos de los candidatos presentados.

Estando así las cosas, se impone (por fidelidad a la tradición y al concilio Vaticano II) un cambio sustancial en la manera de elegir y nombrar los obispos. Y, obviamente, una señal en esta dirección sería que el pueblo de Dios volviera a participar en la elección de quienes les van a presidir en la fe y en la comunión.

1.2.- El Papa “confirma a los que han sido legítimamente elegidos”

Esta posibilidad queda recogida en el canon 377 & 1 cuando recuerda que el Sumo Pontífice también “confirma a los que han sido legítimamente elegidos”. El Código de derecho canónico se hace eco de lo que ha sido normal y habitual durante muchos siglos en la Iglesia: la intervención de las diócesis en la elección de sus obispos, algo que no  ha sido –para nada- excepcional o inusitada.

En la actualidad, unas treinta diócesis alemanas, austriacas y suizas intervienen –además de las Iglesias Católicas Orientales- en la elección de sus respectivos obispos, bien sea presentando una terna a Roma o eligiendo (normalmente por el cabildo catedralicio) a uno de los tres presentados por el Vaticano. Es un procedimiento mixto (y muy limitado, por cierto) que permite alcanzar el tan añorado punto de equilibrio entre los deseos de la iglesia local y la responsabilidad apostólica del primado.

El rechazo de una tradición bimilenaria. Los problemas habidos por una deficiente aplicación de esta segunda parte del canon en las diócesis de Coira (Suiza) y Colonia (Alemania) durante el pontificado de Juan Pablo II muestran la existencia de colectivos, dentro y fuera de la curia vaticana, a los que no gusta que el pueblo de Dios intervenga –aunque sea mínimamente- en el nombramiento de sus obispos. Y, frecuentemente, no gusta porque se sigue entendiendo que la intervención del pueblo de Dios en la elección y nombramiento de quienes les van a presidir en la fe y en la caridad es una injerencia o un privilegio que obstaculiza la libertad del Papa para elegir a los que la curia vaticana considere idóneos.

Este diagnóstico y la mentalidad que ha ido generado, han acabado poniendo trabas, sobre todo en el pontificado de Juan Pablo II, a la aplicación de la segunda parte del canon 377 & 1. Y, de paso, han emitido el mensaje de que recuperar dicha práctica y universalizarla era un sueño imposible.

2.- Recuperar la “catolicidad” en la elección de los obispos

Nadie o, en todo caso, muy pocos discuten la bondad de que la Sede Primada se reservara la última palabra en la gran mayoría de las elecciones episcopales frente a las inaceptables injerencias galicanas y la extensión de la eclesiología protestante.

Pero, como contrapartida, cada día son más los que entienden que cuando se potencia una forma de gobierno presidida por el encuadramiento en torno a la Sede Primada también se hace peligrar el equilibrio permanentemente inestable –propio de la lógica católica- entre primado y colegialidad, entre iglesia local e iglesia universal y, en el extremo, entre responsabilidad evangelizadora e intereses humanos difícilmente compatibles con dicha responsabilidad. El Papa Francisco es, probablemente, el representante más cualificado de esta creciente convicción.

Quizá, por ello, no esté de más volver a recordar que la elección de los obispos ha sido -en la tradición más venerable y prolongada de la iglesia- el resultado de un acuerdo “católico” entre la voluntad de los fieles directamente concernidos y la responsabilidad de la Sede Primada en velar y garantizar la unidad de fe y la comunión eclesial.

Evidentemente, apelar solo a la elección de los obispos por votación popular puede presentar –en el extremo- algunos riesgos de fidelidad al Evangelio. El ejemplo irrefutable es la hipótesis de que una diócesis mayoritariamente xenófoba y racista acabara eligiendo un obispo racista o xenófobo. Hay ocasiones en las que la elección democrática y la fidelidad debida al Evangelio pueden colisionar. Es esta cautela la que ha estado fundamentando una necesaria “reserva” papal (“reservatio”) en toda elección. Semejante cautela pasaba por la necesidad de que la Sede Primada confirmara, ratificara o “reconociera” (“recognitio”) a los legítimamente nombrados. Pues bien, es esta responsabilidad de garantizar la fidelidad debida al Evangelio la que sigue fundamentando en nuestros días la conveniencia de que la Sede Primada siga teniendo dicha “reserva” en la elección de cualquier obispo

Pero también es evidente que cuando la legítima y necesaria “reserva” acaba independizándose y desoyendo el parecer de la iglesia local a la que va destinado el obispo elegido, se incurren en crasos errores, como así ha sucedido en la historia de la Iglesia y como sigue aconteciendo en la actualidad.

Es cierto que el código de derecho canónico faculta al Nuncio para consultar (en algunos casos) a determinadas personas. Pero es igualmente cierto que dichas consultas son insuficientes si buscan recoger el sentir mayoritario del pueblo de Dios. O, en todo caso, manifiestamente mejorables. Los procedimientos arbitrados tienen enormes dificultades para respetar como sería deseable la “lógica católica” que ha de presidir toda la vida de la iglesia y, obviamente, la elección y el nombramiento de sus obispos. Cuando no se cuida debidamente dicha “lógica católica” no sólo se puede caer en el error de elegir un obispo racista o xenófobo, sino que también se pueden sacrificar diócesis enteras por criticables intereses (no infrecuentemente políticos) de personas influyentes en la curia vaticana.

Baste como recordatorio un botón de muestra: los canónigos ginebrinos nombraron a finales del siglo XV e inicios del XVI candidatos para obispos que Roma echó atrás porque se decantaba a favor de personas cercanas a la familia Saboya. Ello hizo que quienes estaban contra esta casa ducal tomaran sus distancias frente a un obispo-príncipe que había sido, al menos hasta entonces, el garante de su independencia y que solicitaran la ayuda de la Berna reformada. Es así como Roma sacrificó Ginebra a sus intereses políticos en Italia, lo que fue nefasto para la Iglesia suiza.

Es un ejemplo duro y contundente que, incluso, puede parecer imposible en nuestros días. Pero una vez expuesta la situación extrema, es posible imaginar (y, a veces, la realidad supera a la imaginación) los diagnósticos e intereses cruzados –y hasta enfrentados- que entran en juego en el nombramiento de algunos obispos. El precio pagado –o no pagado cuando se ha procedido con cierta mesura- está a la vista de quien lo quiera ver. Basta con mirar, por ejemplo y más recientemente, la complicada relación de la Iglesia holandesa en el postconcilio con la curia vaticana y su traumática situación actual, al decir de algunos analistas (puede que buscando más el ruido y la notoriedad mediática que la verdad) “agónica”.

3.-  Un pequeño (y enorme) cambio

Superado el lamentable tiempo de las injerencias del poder civil en la elección de los obispos (aunque no del todo) y vista la firme voluntad papal de proceder a la reforma de la curia vaticana, es urgente recuperar la tradición casi bimilenaria por la que las iglesias locales intervenían en la elección de sus pastores, algo que, en línea con lo mejor del Vaticano II, pasa por armonizar y operativizar creativamente la responsabilidad del Papa en garantizar la fe y la comunión eclesial (“reservatio” y “recognitio” papales) con el cuidado de la sinodalidad y corresponsabilidad bautismal en la elección y nombramiento de los sucesores de los apóstoles (“ningún obispo impuesto”).

Un primer paso en esta deseable armonización y nueva operativización podría concretarse jurídicamente mediante un sencillo (y, a la vez, revolucionario) cambio del canon 377 & 1: “el Sumo Pontífice confirma a los Obispos que han sido legítimamente elegidos y, en circunstancias excepcionales, los nombra libremente”.  

Con esta sencilla inversión de oraciones, lo hasta ahora excepcional (la intervención del pueblo de Dios) pasaría a ser lo habitual. Y lo, hasta el presente rutinario (nombramientos impuestos de obispos), sería lo extraordinario.

Un pequeño cambio redaccional que, además de recuperar lo mejor de la tradición, permitiría hablar de una verdadera primavera eclesial. Y no sólo (siendo mucho) de una reforma en la cúpula vaticana.

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