lunes, 28 de enero de 2013

La “sacralización” del presbiterado

 Jesús Martínez Gordo

En 1967 Pablo VI publica la encíclica “Sacerdotalis caelibatus”. Se trata de un posicionamiento doctrinal en el que confirma la legislación latina sobre el carisma del celibato asociado al sacerdocio ministerial, a la vez que permite una reducción más fácil al estado laical de aquellos presbíteros que no se sientan capaces de cumplir su compromiso celibatario.

El primer efecto de tal decisión es un espectacular crecimiento de los abandonos ministeriales, sobre todo en el primer mundo, y un aluvión de críticas a la decisión papal: tanto por parte de quienes consideran que es una medida que se queda corta como parte de quienes entienden que es excesiva. La entidad de las acusaciones vertidas es tal que provoca una intervención del Papa reivindicando la seriedad de su Magisterio, criticando que algunos recurran sistemáticamente al argumento del pluralismo en la Iglesia y apelando a la necesidad de mantener la comunión con el Sumo Pontífice.

Años más tarde, la comisión encargada de preparar el Sínodo de Obispos de 1971 sugiere el tema del celibato. Pablo VI lo excluye y propone la cuestión del “sacerdocio” por entender que es un asunto deficientemente tratado en el Vaticano II.

La Comisión Teológica Internacional redacta un estudio titulado el “Ministerio sacerdotal”. Se trata de un texto que (a pesar de mantener una línea claramente conciliar) no es aceptado por el Consejo Sinodal porque presenta un perfil sacerdotal poco sagrado. Se forma una Comisión que, presidida por el cardenal J. Höffner (Colonia), redacta otro informe en el que se asume –tal y como era la voluntad del Papa- la expresión “sacerdocio ministerial” ya que sustantiviza (en sintonía con Trento) la función sacral del presbítero, a diferencia de la expresión “ministerio sacerdotal” que subraya la misión evangelizadora (PO II, 1,4). Es evidente que ambas acentuaciones, aunque se complementan, provocan –cuando se asumen como perspectivas principales- diferentes evaluaciones, tanto prácticas como teóricas de la recepción en curso.

En este largo e intenso Sínodo (hay que recordar que Pablo VI también encomienda tratar la cuestión de la “justicia en el mundo”) las diferentes sensibilidades sobre el presbiterado solo coinciden en el diagnóstico del problema de fondo, pero no, en qué terapia aplicar.

Sin embargo, ello no obsta para que la asamblea episcopal abra las puertas a un proceso de creciente sacralización del ministerio presbiteral. Es una apuesta que llega hasta nuestros días y que cristaliza en un modelo de presbítero adscrito –casi exclusivamente- a una liturgia poco o nada articulada con la palabra o la evangelización y, sobre todo, con la caridad o la justicia. En definitiva, poco o nada secular.

Durante el pontificado de Juan Pablo II cambia el trato a los sacerdotes que piden -sobre todo, si son jóvenes- la reducción al estado secular (poniendo más impedimentos a las mismas), disminuyen -como consecuencia de esta decisión- numérica y formalmente las peticiones de reducción al estado secular y experimenta un enorme desarrollo la concepción sacralizante del presbiterado incubada durante el Sínodo de Obispos de 1971. Esto último es algo que ya se puede apreciar en la Exhortación Apostólica Postsinodal “Pastores dabo vobis” (1992).

El Papa Benedicto XVI ratifica esta concepción cuando sostiene en la Audiencia General del 1 de Julio de 2009 que “los dos elementos esenciales del ministerio sacerdotal” son siempre –y más allá de sus múltiples configuraciones- “anuncio y poder”, es decir “palabra y sacramento”.

El modelo de presbítero “sacralizado” tiene, a partir de ahora, las puertas abiertas de par en par. Cuenta para ello, además, con una parte de las nuevas hornadas de obispos, particularmente de aquellos que están más atentos a lo que viene del Vaticano que a lo que se propone y debate en sus respectivas iglesias particulares.  

Es un modo de vivir el presbiterado muy afecto a la vestimenta clerical, a los signos externos, al cumplimiento escrupuloso de las rúbricas litúrgicas, muy celoso de sus competencias exclusivas y que frecuentemente tiene dificultades para entender –y, sobre todo- aplicar la “hermenéutica pastoral y salvífica” del canon 1752: “la salvación de las almas” (…) “debe ser siempre la ley suprema de la Iglesia”. Quizá, por ello, no extraña que presente muchos problemas para relacionarse con otros compañeros, incluso coetáneos (que no se sienten a gusto con este perfil sacralizante) a los que, a veces, califican como “secularizados” y a los que consideran con poco o ningún recorrido promocional en la Iglesia, al menos en la activada en los dos últimos papados.

Como consecuencia de su atención –a veces, desmedida- a leyes menores no es infrecuente que tenga enormes problemas de relación –y, por tanto, de evangelización- con los sectores y colectivos más alejados e, incluso, con muchos colectivos de dentro de la propia comunidad cristiana. Es el precio que tienen que pagar por vivir crispadamente en una sociedad secular y secularizada y por no prestar la debida atención a estar presente en el mundo como “fermento” del mismo.

Quizá, por ello, no sorprende (en el caso de los más jóvenes) su escasa capacidad para convocar y contactar con el colectivo humano que generacionalmente les es más cercano o que tengan problemas para mantener una relación adulta tanto con el obispo (que, en algunos casos, les alienta y sostiene) como con un sector importante del presbiterio diocesano. Y, por supuesto, con los sacerdotes de su misma generación, particularmente con aquellos que consideran “secularizados”.

Como se puede apreciar, los grandes perdedoras en este modelo de sacerdote “sacralizado” son la secularidad, es decir, una presencia en la sociedad, a la vez, empática y crítica; en ocasiones, la misma promoción de la justicia y de la caridad y, frecuentemente, una presidencia de la comunidad colegial o corresponsable, según los casos.

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