viernes, 9 de marzo de 2012

La cárcel de curas de Zamora (y 10): Tres anotaciones para terminar


Termino aquí mis constataciones sobre hechos y dichos sobre la cárcel de Zamora. No todas las cuestiones tratadas tienen la misma relevancia, ni mucho menos. El objetivo, al abordarlas, ha sido el de enmendar lo que no es cierto o  se presenta sesgado o extorsionado en el libro, sea la que sea su importancia, siguiendo en su exposición un orden cronológico no ciertamente riguroso.

 Para hacerlo me he valido, fundamentalmente, de citas del mismo libro. Suele argüirse que las citas sacadas de su contexto, deforman el mensaje del texto, en ocasiones, hasta falsearlo. Consciente de este peligro, me he extendido en las citas, incluso repititiéndolas en algunos casos, para contextualizar mis consideraciones lo mejor posible.


Por otra parte, terminado el escrito, he vuelto a leer la parte dedicada en el libro a la cárcel de Zamora y creo sinceramente que lo que he omitido no cambia sustancialmente la visión de los hechos expuesta en el escrito.

Como he dejado bien claro desde el principio,  he pretendido principalmente referirme a lo relacionado con la cárcel de Zamora. No obstante, entre los pasajes que me han chocado al leer el libro, hay tres que no me resisto a dejar sin mecionarlos.

1.-  El primero se refiere al bombardeo de Gernika. Dice, al respecto, D. José María Cirarda:

“Mucho me turbó tambien lo sucedido en torno al bombardeo de Guernica. Quiso Dios que fuera testigo presencial del mismo. El 25 de abril del 37 fui de excursión con unos amigos a Katillotxu, un monte entre Mundaka y Gernika. El ejército de Franco había ocupado ya parte de Bizkaia, pero la guerra no había llegado todavía a nuestro rincón costero. Contemplábamos el bello valle de Guernica, cuando un avión se adentró sobre el mar a la altura de Lekeitio, unos kilómetros al este de nosotros, embocó la ría y descargó unas bombas sobre Gernika. A poco, fueron tres los aviones que repitieron la ruta y el bombardeo. Luego, siete. Y, por fin, veintiuno. Todo el centro de Gernika quedó arrasado. Nadie conoce el número de muertos de aquel bombardeo. Se dijo que fueron mil. Era lunes, tradicional día de mercado en dicha villa. Estaba llena de aldeanos de toda la comarca. Al bajar a nuestro pueblo, encontramos una riada de refugiados que huían despavoridos. El bombardeo me impresionó mucho. Pero no me turbó. Lo estimé un accidente de guerra, indeseable pero previsible”. (pags. 34-35). Accidente de guerra!? Previsible!?

Después de aclarar a continuación que por experiencia personal no podía estar de acuerdo con la explicación de los obispos sobre algunos crímenes y despropósitos cometidos en la zona militar, dice lo siguiente:

“Los fusilamientos de gente buenísima condenada en precipitados juicios sumarísimos no eran demasías de gente incontrolada. Vale lo mismo para el encarcelamiento o la confinación de muchos buenos sacerdotes vascos. Seis había en Mundaka en 1937: uno enfermo, otro claramente filocarlista, los otro cuatro fueron encarcelados, entre ellos el cura párroco, santo varón, con quien solía confesarme durante las vacaciones veraniegas. Para dos de ellos la prisión, sin juicio, se alargó años en Vitoria, Palencia, Huesca y Sevilla. Ambos, al salir de la cárcel, fueron confinados: uno en Andalucía y en Huesca el otro”. (pags. 35-36).

En este contexto, llama la atención que no mencione ni a los catorce (dieciseis?) sacerdotes vascos  ni a  Alejandro Mallona, alcalde de Mundaka, asesinados por las fuerzas franquistas.

2.-  Me han desazonado tambien las consideraciones que hace sobre la Carta colectiva del Episcopado Español sobre la guerra.

“Meses después conocí la Carta colectiva del Episcopado Español sobre la guerra datada el 1 de julio de 1936 (sic). Comprendí perfectamente dos cosas, en cuanto me era dado apreciar a mis 19 años: que la Iglesia de España había acatado los poderes de la II República y no había tomado parte activa en la preparación del llamado alzamiento del 18 de julio; pero que, a pesar de su neutralidad en política, terminó defendiendo la legitimidad del alzamiento contra el Gobierno de Madrid, porque la tremenda persecución religiosa en la zona gubernamental le planteó la más dura alternativa imaginable: ser o no ser”. (pag. 35).
 
“Dije, al hablar del impacto de la guerra civil en mi vida, que fue comprensible que la Iglesia, aunque no tomó parte en la preparación del levantamiento militar de 1936, terminara apoyándolo, desde el momento que la persecución arreció en la zona del gobierno republicano con el claro propósito de aniquilar a la Iglesia”. (pag. 229).

Hay en estos pasajes, por lo menos tres apreciaciones  que no se ajustan a la realidad de los hechos.

a) Que la Iglesia de España había acatado los poderes de la II República, y que había actuado con neutralidad en política,  cuando es de sobra conocido que casi todos los obispos españoles, antes de la Carta colectiva, se habían pronunciado ya públicamente en favor de los insurrectos. Y la Carta colectiva fue redactada por iniciativa de Franco, después de que otros dos proyectos, uno propuesto por el Papa y otro por el cardenal Gomá, no se materializaron. (Hilari Raguer. La pólvora y el incienso. Ediciones Península. Pags. 151, 155)

b) “Que la Iglesia no había tomado parte activa en la preparación del llamado alzamiento del 18 de julio. Solo faltaría que hubiera tomado parte activa en la preparación del alzamiento; pero concretamente en Navarra, donde José María Cirarda fue Arzobispo, era de dominio público, en los meses precedentes a dicho alzamiento, que iglesias y sacristías fueron transformadas en polvorines; y asimismo, eran conocidas las andanzas del sacerdote Fermín Yzurdiaga, director del diario “Arriba España”.

c)  Al hacer referencia a la Carta colectiva es decepcionante que, habiendo sido D. José María Cirarda  Profesor del Seminario de Vitoria y Canónigo de la catedral, no reivindique a los no firmantes de la citada Carta entre los que los más conocidos son Fransesc d’Assís Vidal i Barraquer, Arzobispo de Tarragona y D. Mateo Mújika, Obispo de Vitoria, mas los menos conocidos Torres Rivas, Obispo de Menorca, anciano, medio ciego e incomunicado con el exterior en aquella isla bajo dominio republicano, el cardenal Pedro Segura, Arzobispo dimisionario de Toledo y que se hallaba en Roma y Javier Irastorza Loinaz, Obispo de Orihuela-Alicante , a quien la Santa Sede le había impuesto un administrador apostólico sede plena. (Hilari Raguer. La pólvora y el incienso. Ediciones Península. Pags. 156-160). 

Mucho habría que comentar, como opina el citado Hilari Raguer, en lo referente a la cantidad de víctimas y modo de producirlas por parte de ambos bandos, no solamente en Euskal Herria   -y concretamente en Navarra-  sino  en toda España.

3.-  Siendo Arzobispo de Pamplona,  emplea criterios  muy diferentes para el nombramiento del vicario general y para autonombrarse Rector del Seminario.

“Seguí con los dos vicarios generales heredados de Mons. Méndez. Pero pronto pensé que debía cambiarlos.  ... Así las cosas, escribí a todos los sacerdotes pidiendo a cada uno tres nombres de posibles vicarios generales. Les rogaba que me enviaran  a mí personalmente su voto. Y me comprometía a que nadie vería los nombres por los que optaran unos y otros, y a que elegiría a uno que alcanzara más votos, pues quería tener un vicario de mi total confianza y bien visto por los presbíteros.

A poco recibi una carta firmada por algo más de cien sacerdotes. Era correctísima en la forma, muy dura en su fondo. Decía en substancia, que Mons. Tabera había dado un paso decisivo en la vida democrática de la diócesis, comprometiéndose a nombrar vicario general al presbitero más votado en una elección que convocó al efecto. En consecuencia, mi consulta suponía un grave retroceso en la democratización de la Iglesia de Navarra, contra el que protestaban enérgicamente”. (pag. 305).

“No me sorprendió demasiado el escrito. En mis días de administrador apostólico de Bilbao, Mons. Tabera me había contado que había decidido nombrar su vicario general a quien fuera elegido democráticamente por su clero y otros fieles a los que había concedido voto. Le dije que me parecía un absurdo, tanto mayor cuanto que él era un buen canonista, porque el vicario general no es un delegado del presbiterio ante el obispo, sino quien hace las veces de éste, como indica su propio nombre, ante toda la diócesis. Me reconoció que tenía razón, pero que no tenía más remedio que proceder así, poque se lo exigía el consejo del presbiterio, con el que no quería enfrentarse. Y quiso tranquilizarme, diciéndome que sabía quién iba a ser elegido por amplia mayoría. Le repliqué que, de todas  maneras, era absolutamente indebida la aplicación de un procedimiento democrático en tema en que no era aplicable en modo alguno. Se equivocó el buen D. Arturo. Los mismos que le habían forzado a poner a votación el nombre de su vicario general, hicieron campaña para que no saliera el que él quería y deseaba. Andando el tiempo, cuando ya era cardenal prefecto de la Congregación para la sagrada liturgia, me decia en su casa de Roma:

-  Pero ¡cómo pude hacer yo aquel despropósito!”. (pag. 306).

No  parece que Mons. Cirarda fue tan disciplinado y cumplidor a la hora de autonombrarse Rector del Seminario.

“Más me preocupó desde el primer día de mi llegada a Pamplona la situación del seminario. D. José Méndez me había comunicado que la situación era muy mala”. (pag. 308).

“A las pocas semanas fui a Roma, para plantear el caso ante la Congregación para seminarios y universidades. La presidía el cardenal Garrone, un francés exquisito en todo. Algunos obispos, para demostrar su interés por su seminario, se autonombraban sus rectores, asistidos por un vicerrector. Así lo hizo en Huelva, por ejemplo, aquel obispo navarro, santo de Dios que era Mons. José Mª Lahiguera, cuyo proceso de canonización se ha ultimado ya en Madrid. La Santa Sede prohibió tal práctica, diciendo que el obispo es el obispo con función distinta de la del rector del seminario. A pesar de ello y tras exponer al cardenal Garrone la situación que había encontrado en mi seminario de Pamplona, le dije que, consciente de que estaba prohibido que los obispos se  nombraran a sí mismos rectores de su seminario, pensaba autonombrarme rector del mío, aun a sabiendas que ello iba a ser motivo de murmuraciones entre los sacerdotes, que me acusarían de personalista y totalitario, pero estaba decidido a hacerlo, porque lo consideraba necesario. Me contestó textualmente con el fino esprit que le caracterizaba, diciéndome:

-  ¡Sr. Arzobispo, todo lo que es necesario está permitido siempre ..., aunque esté prohibido! 

 Es un gran principio, que he recordado muchas veces en situaciones difíciles.

Nada más regresar a Pamplona, hice público mi  propósito de ser el rector del seminario, al menos durante un año. Y lo fui, de octubre del 78 a junio del 79”. (pags. 309-310).

                                              Bilbao, noviembre del 2011

Martin Orbe

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