BARCELONA. Ofrecemos la ponencia íntegra de Santiago
Agrelo el pasado 17 de junio en la Tribuna Joan Carrera. Las palabras dirigidas
en aquella ocasión fueron -por motivos de tiempo- un resumen de este texto
Santiago Agrelo
Ahora ya son años los que me separan de la tragedia de la
frontera sur, entre África y Europa, entre Marruecos y España.
Ahora no se asoman a mi vida por la puerta de casa sino desde
las noticias de los medios de comunicación.
Continúo preocupándome por ellos, trabajando para ellos, pero
ya no veo sus rostros, y ahora tengo que imaginar lo que antes tenía que ver.
Aun así, detrás de las palabras, aunque sólo sean las de una
reflexión hecha lejos de la frontera, aunque sólo sean palabras extraídas de
documentos de la Iglesia, detrás de esas palabras están siempre ellos, ellas,
los emigrantes, los últimos, los ignorados, los vejados, los esclavizados, los
despojados, los medio-muertos de todos los caminos, los muertos.
Empezaré este reflexión con una referencia a la Exhortación Apostólica «Christus vivit», dirigida por el Papa
Francisco “a los jóvenes y a todo el pueblo de Dios”, en la que hay un
apartado que lleva por título: Los migrantes como paradigma de nuestro
tiempo (CV 91-94).
Seguirá una referencia al «Mensaje del Santo Padre
Francisco para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2019» (=JMMR),
mensaje que lleva por título: “No se trata sólo de migrantes”.
Y nos detendremos en las indicaciones que sobre los emigrantes
nos deja la Carta encíclica «Fratelli tutti» sobre la fraternidad y
la amistad social, una propuesta de fraternidad hecha “desde
convicciones cristianas pero abierta al diálogo con todas las personas de buena
voluntad”.
De esos documentos he de decir aquí lo que en otras ocasiones
he dicho de los evangelios: no es lo mismo leerlos en una catedral que leerlos
en una patera; no es lo mismo leerlos bajo la luz serena de nuestras iglesias
que en la oscuridad inquietante de los espacios de la emigración; no es lo
mismos leerlos en tierra firme que leerlos agarrado a un chaleco salvavidas en
medio de un mar hostil en el que te han dejado a solas con la muerte. No es lo
mismo. Nunca será lo mismo.
Aquí haremos la lectura en nuestro espacio habitual: en
tierra firme.
Aun así, nos encontramos con una paradoja asombrosa: esa
lectura sólo puede ser significativa para quienes la hagan desde “su patera”,
desde una vida que se haya enfrentado ya a la dura experiencia de la zozobra.
“Vive Cristo, esperanza nuestra”:
Son las primeras palabras de nuestra lectura.
Consideradas en sí mismas, al margen de circunstancias
subjetivas, esas palabras pueden evocar una estrofa que es familiar para
quienes cada año celebramos la Eucaristía en la Pascua del Señor: “¡Resucitó
de veras mi amor y mi esperanza!”
Podemos añadir que allí donde la Secuencia litúrgica dice de Cristo resucitado: “mi
esperanza”, el saludo apostólico dice: “Cristo Jesús, nuestra esperanza”.
De donde se puede razonablemente deducir que, para los
cristianos, Cristo, además de ser el camino por el que vamos, es la meta hacia la que
caminamos, es la vida que esperamos alcanzar, es el objeto de nuestra
esperanza.
Pero algo nos dice que esa esperanza –que es Cristo- no
será posible si el lector, aunque creyente, se halla “instalado” en el
presente, en su bienestar, en su mundo, “en su tierra firme”.
No hay lugar para esa esperanza tras la engañosa
seguridad de nuestros graneros repletos de “bienes para muchos años”,
tras el egoísta programa del “túmbate, come, bebe y date a la buena vida”.
No hay lugar para esa esperanza tras la engañosa
seguridad de nuestros fosos, nuestras concertinas, nuestra tecnología, nuestro
bienestar, nuestro dinero.
Nada significará el nombre de Jesús para quienes no hayan
experimentado la necesidad de ser salvados –la necesidad de ver, de oír, de
caminar, de hablar, de ser sanados… de ser liberados, de saciar el hambre de
pan, de justicia, de paz…-.
Y nada sería posible –tampoco hallaríamos lugar para la
esperanza- si para nosotros Cristo Jesús fuese sólo una figura del pasado, un
recuerdo –todo lo entrañable que se quiera-, una nostalgia –aunque fuese
nostalgia de lo más hermoso que se pueda imaginar-, uno más entre los muertos:
La esperanza no sería posible si Cristo Jesús no hubiese resucitado.
Dicho de otra manera: las palabras del Papa Francisco nada
significarán si no las lee un pobre y si ese pobre no las lee con fe.
Cuando decimos: “Vive Cristo, esperanza nuestra”, no
miramos atrás sino adelante; no miramos al pasado sino al futuro; no nos
encerramos en lo que el hombre ha conocido de sí mismo –la necesidad, la
fragilidad, la muerte-, sino que nos abrimos a lo que hemos creído de Dios.
En la patera de nuestra vida la pobreza es lo evidente. Y,
para que Cristo Jesús sea el nombre de nuestra esperanza, sólo necesitamos la
ayuda de la fe.
“Vive Cristo,
esperanza nuestra… Todo lo que Él toca se vuelve joven, se hace nuevo, se llena
de vida. Entonces, las primeras palabras que quiero dirigir a cada uno de los
jóvenes cristianos son: ¡Él vive y te quiere vivo!”
No sé cuántos jóvenes cristianos habrán leído en tierra firme
esas palabras.
No sé qué huella ese pensamiento haya podido dejar en el ánimo
de cada uno de ellos.
Pero intentaré adivinar lo que las palabras del Papa Francisco
podrían significar para cada uno de los migrantes que desaparecieron
–perecieron- en el Mediterráneo durante los dos últimos años.
Leídas al margen de la fe, las de la Exhortación serían palabras vacías de
significado, si no entraban directamente en el género del sarcasmo.
Desde la fe, esas palabras se convierten en confesión de una
certeza, son afirmación de la vida frente a la amenaza de la muerte, son un
grito de victoria frente al poder de los opresores.
“¡Él vive y te quiere vivo!”: es una manera de decir que Cristo Jesús
está de tu parte y, con Él, tu vida jamás se perderá.
“¡Él vive y te quiere vivo!”: Él en tu barca, Él en ti, y tú en
Él. Él en tu vida y tú en la suya. Él en
tu carne y tú en su espíritu. “Él está en ti, Él está contigo y nunca se va”.
Aunque un cristiano mira siempre al futuro como tiempo de
realización plena de lo que ahora esperamos, los verbos de nuestra fe se
conjugan necesariamente en tiempo presente, pues es ahora cuando somos pobres,
es ahora cuando la barquilla amenaza con hundirse, es ahora la hora de Dios en
nuestra vida, es ahora cuando la muerte exhibe su brazo y dobla el nuestro.
Para la fe, incluso los verbos de futuro se conjugan en
presente:
“Por más que te alejes, allí está el Resucitado, llamándote
y esperándote para volver a empezar. Cuando te sientas avejentado por la
tristeza, los rencores, los miedos las dudas o los fracasos, Él estará allí
para devolverte la fuerza y la esperanza”.
Cualquiera entiende que esa letanía de frustraciones que nos
hacen viejos aun sin serlo –tristeza, rencores, miedos, dudas, fracasos-,
enumera situaciones por las que los emigrantes no pasan una u otra vez sino que
parecen instalados en ellas.
Emigrantes y creyentes somos caminantes en pos de una
esperanza.
No se cree sin emigrar. No se emigra sin creer.
No se cree sin gritar para que Otro nos dé una mano. No se
emigra sin gritar porque la necesidad nos apremia y nos empuja a salir.
Emigrantes y creyentes hacemos nuestro el viejo salmo:
“Alzo mi voz a Dios gritando, alzo mi voz a Dios para que
me oiga.
En mi angustia te busco, Señor mío; de noche extiendo las
manos sin descanso, y mi alma rehúsa el consuelo” (Sal 76).
Emigrantes y creyentes gritamos y salimos, porque guardamos en
la memoria recuerdos que hacen posible la esperanza, y la esperanza nos da
fuerza incluso para morir.
Migrantes y condición originaria de la fe:
Por primera vez desde hace muchos años, me encuentro hablando
de emigrantes, y haciéndolo, no desde los caminos de una tragedia, sino desde
los párrafos de unos documentos –cosas que lleva consigo el ser “emérito”-.
Entonces he de recordar que migrante no es un concepto sobre
el que discurrir sino una carne de la que ocuparnos, por la que preocuparnos,
con la que solidarizarnos.
El pueblo de los que emigran, esa carne doliente en camino
hacia una esperanza, esos hombres y mujeres que buscan oportunidades para ellos
y para sus familias, que sueñan con un futuro mejor, y que desean crear las
condiciones para que se haga realidad, esa humanidad “nos recuerda la
condición originaria de la fe, o sea la de ser forasteros y peregrinos en la
tierra”.
La peripecia del emigrante es una parábola llena de
sugerencias para que nos adentremos en la peripecia humana, espiritual,
vocacional, del creyente.
¿En qué se parecen vida cristiana y humanidad migrante?
Podríamos empezar este comentario como empiezan tantas
parábolas de Jesús en los evangelios sinópticos. Donde él dice: “El reino de
los cielos se parece a”; nosotros podemos decir: “La vida cristiana se
parece a”.
La vida cristiana se parece a la humanidad migrante:
Porque los cristianos somos un pueblo «en busca de una ciudad
futura».
Porque el hábitat natural de los «que buscan» son los caminos
de los pobres, de los sin papeles, de los sin derechos, de los últimos.
Lo que en la Exhortación
Apostólica permite relacionar migrantes y creyentes es la condición, común
a unos y otros, de “forasteros en la tierra y peregrinos”.
La primera carta de Pedro está dirigida “a los emigrantes
dispersos por el Ponto, Galacia, Capadocia…”; y, “como a forasteros
y emigrantes” que eran, el autor de la carta les recomienda: “que os
mantengáis a distancia de esos bajos deseos que nos hacen la guerra…”.
Habrá que hacer, sin embargo, discernimiento del significado
que se ha de dar a las palabras “forastero” y “emigrante”, pues
con la misma naturalidad que, de esos cristianos dispersos, se dice que eran “forasteros
y emigrantes”, a los cristianos de Éfeso se les dice: “Ahora, gracias a
Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de
Cristo. Él es nuestra paz, el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando
en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad… Así, unos y otros
podemos acercarnos al Padre por medio de él en un mismo Espíritu. Así pues, ya
no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y miembros
de la familia de Dios”.
Pero asumiendo en toda su verdad ese “ya no sois
extranjeros ni forasteros”, no podemos olvidar, sin embargo, que todos
estamos en camino hacia la consumación
de la historia, hacia la manifestación plena del reino de Dios, y que a todos
los bautizados en Cristo nos concierne la llamada a “salir a la misión”,
como Abrán, como María de Nazaret, como Jesús de Nazaret.
Y eso establece entre migrantes y cristianos nuevas y
asombrosas semejanzas.
Paradojas del Espíritu: ya no somos extranjeros ni
forasteros,
pero somos siempre gente del camino, pues somos enviados, pobres a los
pobres, para llevarles la buena noticia del reino de Dios.
Migrantes, pero no sólo migrantes:
En el Mensaje del Papa Francisco para la JMMR, la
palabra “migrantes” evoca
“conflictos violentos y auténticas
guerras, injusticias y discriminaciones, desequilibrios económicos y sociales”,
de los que “son los pobres y los
desfavorecidos quienes más sufren las consecuencias”.
Una mirada a las “sociedades económicamente más avanzadas” es suficiente para
detectar el “marcado individualismo que
desarrollan en su seno”, individualismo que, “combinado con la mentalidad utilitarista, y multiplicado por la red
mediática, produce la «globalización de la
indiferencia»”.
Tal vez convenga subrayar que es precisamente en las
sociedades más avanzadas –en las sociedades ricas- donde se globaliza la
indiferencia ante el sufrimiento de los pobres –de migrantes, refugiados,
desplazados, víctimas de trata-, una indiferencia que es condición
indispensable para que, sin hacernos preguntas, sin remordimiento, en buena
conciencia, podamos excluir de nuestro
banquete a esa humanidad pobre, más aún, podamos demonizarla haciéndola
responsable de los males sociales, marginarla, descartarla, excluirla y
olvidarla.
Los pobres son la evidencia de “lo difícil –lo imposible- que es para un rico entrar en el reino de los
cielos”.
Y ellos –su
sola presencia-, representan “una
invitación a recuperar algunas dimensiones esenciales de
nuestra existencia cristiana y de nuestra humanidad”.
Aunque se tratase sólo de migrantes, se trataría
siempre de los destinatarios del evangelio, los amados de Dios a quienes el
Hijo, ungido por el Espíritu Santo, fue enviado como buena noticia.
Aunque se tratase sólo de migrantes, se trataría
siempre del mundo de Jesús, de los preferidos de Jesús, de los “prójimos”
que, abandonados al margen de los caminos de la vida, –fuera también de la vida
religiosa del pueblo de Israel-, Jesús salió a buscar y a salvar.
Pero “no se trata sólo de migrantes”: Se trata también de
nosotros.
1.- Se trata de nuestros miedos.
Miedos que han sido cultivados, inducidos,
miedos que son interesados…
En su Mensaje,
el Papa muestra comprensión con esos miedos, y escribe que “el temor es legítimo, también porque falta
preparación para este encuentro”.
Pero se ha hecho necesario, urgente, apremiante,
denunciar a los manipuladores que se han adueñado del lenguaje para socializar
el miedo y, desde el miedo, el odio al migrante; se ha hecho necesario,
urgente, apremiante alertar a los incautos que terminan por utilizar ese
lenguaje sin caer en la cuenta de que, con ello, están empujando a la muerte a
miles de inocentes.
He visto y oído a informadores ¿cristianos?
–COPE, TRECE TV- buscar interesadamente la asociación entre crimen cometido y
condición de extranjero de quienes los cometen.
He visto y oído a hermanos míos que no saben
hablar de emigrantes sin recordar que entre ellos hay mafias, como si las
mafias fuesen fruto natural del árbol de las migraciones –cuando incluso los
ignorantes sabemos que las mafias son hijos naturales de los Gobiernos-.
He visto y oído a representantes de Gobiernos y
a informadores que, al referirse a los emigrantes les atribuyen comportamientos
violentos, organización militar, estrategias para causar daño a las fuerzas del
orden… Y esos mismos voceros interesados olvidan cuidadosamente que son los
emigrantes quienes padecen violencias sin fin, quienes cuentan a miles sus
muertos, violencias y muertes que nosotros pudimos evitar, si no es que fuimos
nosotros quienes directamente las hemos causado.
Es casi un milagro dar con una información sobre
emigrantes que no se refiera a ellos como irregulares, ilegales, sin papeles… y no los presente como un peligro, una amenaza para la seguridad de los
buenos ciudadanos.
Así, en la conciencia colectiva, se induce la
idea de que los emigrantes no son pobres que intentan saltar unas vallas
fronterizas, sino que son delincuentes que las “asaltan”, “nos asaltan”; los emigrantes no
intentan atravesar una frontera: “nos
invaden”; no son hombres, mujeres y niños en busca de
pan: son un “ejército”, una “ola”, una “avalancha”… un mal, tanto más temido cuanto
más indefinido.
Es verdad, no se trata sólo de migrantes: se
trata de nosotros, de nuestra frivolidad, de nuestra “decadencia moral”, de nuestra degradación a la categoría de “seres intolerantes, cerrados y quizás, sin
darnos cuenta, incluso racistas”
–el Papa ha medido las palabras en una forma que yo puedo dispensarme de
hacer-.
Y lo diré así: “no se trata sólo de migrantes”; se trata de nosotros, de nuestra
degradación desde la condición de hijos de Dios, que se supone nos hace
hermanos de todos, a la condición de amos esclavistas sin Dios y sin hermanos.
2.- Se trata de nuestra fidelidad al mandato del amor.
“No se trata sólo de migrantes”: se trata
de nosotros, de nuestro perfil humano, de nuestra identidad cristiana; lo que
está en juego es nuestra pertenencia al reino de Dios, nuestra fidelidad al
Evangelio.
Se trata de fidelidad a lo esencial de nuestra
vida, al mandato del amor, al Evangelio de reino de Dios.
Se trata de dar a quien no puede corresponder,
de amar a quien ni siquiera conocemos, de parecernos en algo a Cristo Jesús que
nos amó a fondo perdido, a vida perdida, a todo perdido.
“No se trata sólo de migrantes”: Se trata
de evitarnos a quienes nos decimos cristianos el escándalo de ofrecer culto a
Dios y, al mismo tiempo, menospreciarlo en sus hijos; se trata de evitarnos un
día el bochorno de ser condenados por necios ante el tribunal del Rey a quien
en nuestra vida ‘cristiana’ hemos ignorado y maltratado.
Con lo cual, “lo que está en juego es
–también- el rostro que queremos darnos como sociedad”, y la
consideración en que tenemos “el valor de cada vida”.
Algo me dice que estamos pasando de una sociedad
acobardada –una sociedad que decide desde el miedo- a una sociedad agresiva
contra los que son presentados como una amenaza para ella.
En ese contexto se olvida el “valor de cada
vida”, el valor de toda vida, la dignidad de toda persona, y
declaramos único el valor de nuestra vida.
Entonces consideramos lógico, razonable,
razonado, que se ponga toda clase de obstáculos a la llegada de emigrantes, y
olvidamos que, al otro lado de nuestra lógica y de nuestros razonamientos hay “vidas que se desgarran”, y no sólo porque carecen
de pan o porque sufren el frío, sino sobre todo porque se les ha privado de
derechos, de futuro, de esperanza.
Con su
mirada, el emigrante estigmatiza nuestras opciones políticas, nuestras
opciones económicas y nuestras pretensiones de seguridad.
3.- Se trata de nuestra “responsabilidad fraterna”.
“No se trata sólo de migrantes”: se trata
de nosotros; se trata del lugar que queremos ocupar en nuestra relación con los
demás.
Ese lugar puede que sea el individualismo, la
mentalidad utilitarista, la indiferencia, la cultura del descarte, la
marginación, la exclusión, el olvido de la responsabilidad que cada uno de nosotros
tiene con sus hermanos.
Desde el principio, la “responsabilidad fraterna” se ha visto amenazada por
la envidia, por la melancolía de lo que creemos que nos ha sido arrebatado por
el otro, y matamos con la vana esperanza de aquietar nuestra frustración.
El Papa nos recuerda que “las migraciones
están afectadas por una pérdida de ese sentido de la responsabilidad fraterna”;
modo éste muy delicado de decir que la tragedia en la que están inmersos los
inmigrantes pobres tiene mucho que ver con el olvido al que hemos relegado
nuestra responsabilidad con ellos.
Es un contrasentido, un sinsentido, un absurdo,
pero hemos logrado ser cristianos sin ser hermanos de todos, sin reconocernos
familia de todos, sin sentirnos responsables de nuestros hermanos.
Pero no es sólo cuestión de “responsabilidad
fraterna”: lo es también de “humanidad”, palabra cuyo significado
va aquí asociado a la idea de “sensibilidad”, “compasión”, “benignidad”,
“mansedumbre”.
Se trata de nuestra vocación a ser humanos al modo de Jesús de
Nazaret.
Se trata de que veamos el mundo por los ojos de
Jesús de Nazaret y sintamos con el corazón de Jesús de Nazaret:
“Al ver a las muchedumbres se compadecía de ellas, porque estaban
extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”.
“Al desembarcar, vio Jesús una multitud, se compadeció de ella y curó a los
enfermos”.
Buen Samaritano de toda la humanidad fue Jesús
de Nazaret.
La compasión lo acercó a nosotros, lo hizo
nuestro “prójimo”, lo desvió de su camino a nuestro camino para
aliviarnos, curarnos, salvarnos.
Y no sería razonable que quienes hemos sido
asistidos con tanto amor, dejásemos de prestar ayuda a quienes encuentran
abandonados al borde del camino.
4.- Se trata de la Iglesia que hemos de ser.
Nuestro modo de situarnos frente al emigrante
dejará a la vista la Iglesia que somos.
Porque podemos ser Iglesia en ejercicio de
poder, podemos pretender la protección del poder, podemos vernos como señores
de la verdad, superiores a los demás; podemos creernos primeros y principales y
únicos, y aspirar a ello si creemos que hemos dejado de serlo o nos han privado
de serlo.
Podemos ser Iglesia que ve en el emigrante, en
el diferente, un peligro para la propia significación social. Lo he oído muchas
veces: los emigrantes musulmanes son una amenaza para la una supuesta Europa
cristiana, como si el nombre de cristiano se diese a regiones y países y no a
personas de fe y a comunidades creyentes.
Pero estamos llamados a ser Iglesia en ejercicio
de servicio, sin la protección de ningún poder, aspirando siempre a alcanzar el
último escalón de la condición humana, a la que bajó nuestro Dios y Señor
Jesucristo: la condición de pequeños entre los pequeños, últimos entre los
últimos.
Esa pretensión de ultimidad, no es para quedar
en un puesto apetecido por ser último –que sería un modo de ser primeros en
algo-; buscamos ser últimos para hacernos siervos de todos.
Detrás de las palabras de la encíclica FT reconoces a Cristo
Jesús, reconoces al Buen Samaritano que, “no hizo alarde de su condición”, sino
que, apartándose de su camino, bajando hasta lo hondo, hasta los últimos, se
acercó al hombre malherido y abandonado, y, “tratándolo con misericordia”, lo
hizo tan prójimo suyo que lo cuidó como si fuese él mismo.
De lo que se trata es que nosotros seamos
Iglesia en la que Cristo, Buen Samaritano, continúe apartándose de su camino
para hacerse cargo de los que han sido abandonados en las cunetas.
Para ser esa Iglesia-Buen Samaritano no
necesitamos ser muchos; nos basta con ser Cristo.
Para ser Iglesia-Buen Samaritano no necesitamos
ser poderosos; nos basta con amar.
Para ser Iglesia-Buen Samaritano no necesitamos
afinidades culturales, raciales, religiosas con las víctimas; sólo
necesitaremos la mirada compasiva de Jesús de Nazaret.
No, “no se trata sólo de migrantes”: se
trata de nosotros; se trata de la Iglesia que queremos ser.
5.- Se trata del respeto debido a la
persona humana.
No se trata sólo de migrantes, aunque sean ellos
el escándalo que reclama cada día nuestra atención.
Es cuestión de dignidad humana, de respeto
debido a todo persona humana, de derechos con los que nacemos y que todos
tienen el deber de respetar, todos, y, con mayor responsabilidad, aquellos que
tienen poder, entiéndase aquellos que han recibido la misión de velar por el
bien de todos.
Lo que
voy a decir temo que no sea políticamente correcto. Nadie os lo dirá.
Puede incluso que nadie lo piense. Pero tengo la certeza de que esa violencia
que la política, las leyes, el poder, ejercen a la vista de todos contra los
emigrantes, es una escuela de violencia contra los indefensos de la sociedad,
contra los más vulnerables, una escuela en la que aprenden sin esfuerzo los
violadores, los maltratadores, los asesinos de mujeres y niños.
El racismo y la xenofobia que la política, las
leyes, el poder, exhiben a la vista de todos, es una escuela pública gratuita
en la que la sociedad interioriza sin reparos racismo y xenofobia, machismo y
matonismo.
La mayor escuela de violencia de género es el
Estado.
Y los emigrantes son memoria permanente de esa
violencia institucionalizada.
Bien están las manifestaciones delante de los
Ayuntamientos o de los Parlamentos como señal de repulsa contra crímenes
horrendos que todos repudiamos. Pero no finjan condenar una violencia que
ustedes practican con bebés, con niños, con mujeres, con pobres del África
negra, violencia evitable que ustedes, los que ejercen el poder, tienen el
deber de evitar.
Den ejemplo a la sociedad y tomen las decisiones
oportunas para que a los emigrantes no les falte qué comer, no les falte qué
vestir, no les falte un puerto en el que ser acogidos, no les falte lo que
exige la higiene personal, no les falte un médico si necesitan ser curados.
Y lo que digo a quienes tienen poder de decisión
en el ámbito de la política, me lo digo antes a mí mismo, se lo digo a las
comunidades eclesiales que se reúnen cada domingo para la Eucaristía, se lo
digo a las comunidades de consagradas y consagrados en busca de un camino al
futuro que se abre ante ellas, se lo digo a toda la sociedad: no avanzaremos un
paso en el camino que lleva a un mundo más justo si no reclamamos en primer
lugar para los demás –para los pobres- los derechos que exigimos se nos reconozcan
a nosotros.
Se trata del respeto debido a la persona, a su
dignidad, a sus derechos.
Ese respeto nos obliga al discernimiento de
nuestras responsabilidades políticas, de nuestras opciones económicas, de
nuestros criterios morales.
Ese respeto nos obliga a crear las condiciones
necesarias para que todos puedan ejercer su derecho a no emigrar; pero mientras esas
condiciones no se den, nos corresponde respetar el derecho de todo ser humano de
encontrar un lugar donde pueda no solamente satisfacer sus necesidades básicas
y las de su familia, sino también realizarse integralmente como persona.
Nuestros
esfuerzos ante las personas migrantes que llegan pueden resumirse en cuatro
verbos: acoger, proteger, promover e integrar. Porque «no se trata de
dejar caer desde arriba programas de asistencia social sino de recorrer juntos
un camino a través de estas cuatro acciones, para construir ciudades y países
que, al tiempo que conservan sus respectivas identidades culturales y
religiosas, estén abiertos a las diferencias y sepan cómo valorarlas en nombre
de la fraternidad humana».
Esos son
los verbos de nuestro esfuerzo, de nuestro compromiso, de nuestra
responsabilidad ante las personas migrantes: : acoger, proteger, promover e
integrar. Eso es “hacer camino con ellos”. Ésa es nuestra manera de dar pan
al hambriento, agua al sediento, vestido al desnudo, compañía al que vive en
soledad.
Si alguien a mi lado tuvo hambre y no le di de
comer, si el Señor llamó a la puerta de mi vida y no le abrí, si no quise
acogerlo, si lo vi desvalido y no quise protegerlo, mi destino será el de los
malditos.
Es obvio que no se trata sólo de migrantes: se
trata de toda persona humana, también de mí mismo.
Desenmascarar el gran engaño:
Los emigrantes son la evidencia de un mundo
injusto, inicuo, perverso, atravesado por una violencia institucionalizada
contra los pobres.
Ellos son las víctimas de un modo de entender la
vida, las relaciones, el trabajo, la dignidad de las personas.
El árbol del conocimiento nos ha seducido con la
posibilidad de “ser como Dios”, de poseerlo todo, de consumir sin
límites.
Hemos alargado la mano y hemos comido. Nos hemos
apoderado del paraíso.
Hemos llenado de pobres los caminos de la
tierra. Hemos matado a nuestro hermano. Y fingimos haber encontrado la
felicidad.
Sabemos que hemos sido víctimas del gran engaño.
Pero hemos pagado un precio tan alto por nuestra traición, que ya no somos
capaces de reconocer que nos han seducido y engañado.
Y así cometemos la última gran traición: la de
hacer creer a los pobres que la felicidad es de casa en nuestra forma de vida,
que lo deseable es poseer, enriquecerse, dominar, consumir…
Lo deseable es acoger, respetar, amar… trabajar
por un mundo levantado sobre los tiempos del verbo dar, un mundo de hermanos
que se sienten solidarios todos de todos…
Los emigrantes son una llamada de Dios a volver
a la gratuidad del paraíso terrenal.
CONCLUSIÓN
Aquí han quedado reseñadas algunas de las
resonancias que me ha dejado la lectura de la Exhortación Apostólica «Christus
vivit», del Mensaje del Papa Francisco para la
Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, y de la Carta Encíclica «Fratelli
tutti».
Confiaré a la brevedad de la “conclusión”
una intuición que se me ha colado en el alma con aires de certeza moral: La
suerte de la Iglesia está ligada a la suerte de los pobres, a la vida de los
pobres, al destino de los pobres.
Sólo una Iglesia de últimos tendrá la capacidad,
la fuerza, la gracia de salir sin miedo a los caminos del mundo, de “buscar
a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos”,
de compadecerse, acercarse y vendar heridas.
Sólo una Iglesia de últimos tiene futuro.
De la encíclica Fratelli
tutti
El límite de las fronteras
129. Cuando el prójimo es
una persona migrante se agregan desafíos complejos[109]. Es verdad que lo ideal sería evitar
las migraciones innecesarias y para ello el camino es crear en los países de
origen la posibilidad efectiva de vivir y de crecer con dignidad, de manera que
se puedan encontrar allí mismo las condiciones para el propio desarrollo
integral. Pero mientras no haya serios avances en esta línea, nos corresponde
respetar el derecho de todo ser humano de encontrar un lugar donde pueda no
solamente satisfacer sus necesidades básicas y las de su familia, sino también
realizarse integralmente como persona. Nuestros esfuerzos ante las
personas migrantes que llegan pueden resumirse en cuatro verbos: acoger,
proteger, promover e integrar. Porque «no se trata de dejar caer desde arriba
programas de asistencia social sino de recorrer juntos un camino a través de
estas cuatro acciones, para construir ciudades y países que, al tiempo que
conservan sus respectivas identidades culturales y religiosas, estén abiertos a
las diferencias y sepan cómo valorarlas en nombre de la fraternidad humana»[110].
130. Esto implica algunas
respuestas indispensables, sobre todo frente a los que escapan de graves crisis
humanitarias. Por ejemplo: incrementar y simplificar la concesión de visados,
adoptar programas de patrocinio privado y comunitario, abrir corredores humanitarios
para los refugiados más vulnerables, ofrecer un alojamiento adecuado y
decoroso, garantizar la seguridad personal y el acceso a los servicios básicos,
asegurar una adecuada asistencia consular, el derecho a tener siempre consigo
los documentos personales de identidad, un acceso equitativo a la justicia, la
posibilidad de abrir cuentas bancarias y la garantía de lo básico para la
subsistencia vital, darles libertad de movimiento y la posibilidad de trabajar,
proteger a los menores de edad y asegurarles el acceso regular a la educación,
prever programas de custodia temporal o de acogida, garantizar la libertad
religiosa, promover su inserción social, favorecer la reagrupación familiar y
preparar a las comunidades locales para los procesos integrativos [111].
131. Para quienes ya hace
tiempo que han llegado y participan del tejido social, es importante aplicar el
concepto de “ciudadanía”, que «se basa en la igualdad de derechos y deberes
bajo cuya protección todos disfrutan de la justicia. Por esta razón, es necesario
comprometernos para establecer en nuestra sociedad el concepto de plena ciudadanía y
renunciar al uso discriminatorio de la palabra minorías, que trae
consigo las semillas de sentirse aislado e inferior; prepara el terreno para la
hostilidad y la discordia y quita los logros y los derechos religiosos y
civiles de algunos ciudadanos al discriminarlos»[112].
132. Más allá de las
diversas acciones indispensables, los Estados no pueden desarrollar por su
cuenta soluciones adecuadas «ya que las consecuencias de las opciones de cada
uno repercuten inevitablemente sobre toda la Comunidad internacional». Por lo
tanto «las respuestas sólo vendrán como fruto de un trabajo común»[113], gestando una legislación (governance)
global para las migraciones. De cualquier manera se necesita «establecer planes
a medio y largo plazo que no se queden en la simple respuesta a una emergencia.
Deben servir, por una parte, para ayudar realmente a la integración de los
emigrantes en los países de acogida y, al mismo tiempo, favorecer el desarrollo
de los países de proveniencia, con políticas solidarias, que no sometan las
ayudas a estrategias y prácticas ideológicas ajenas o contrarias a las culturas
de los pueblos a las que van dirigidas»[114].
Las
ofrendas recíprocas
133. La llegada de personas
diferentes, que proceden de un contexto vital y cultural distinto, se convierte
en un don, porque «las historias de los migrantes también son historias de
encuentro entre personas y entre culturas: para las comunidades y las sociedades
a las que llegan son una oportunidad de enriquecimiento y de desarrollo humano
integral de todos»[115]. Por esto «pido especialmente a los
jóvenes que no caigan en las redes de quienes quieren enfrentarlos a otros
jóvenes que llegan a sus países, haciéndolos ver como seres peligrosos y como
si no tuvieran la misma inalienable dignidad de todo ser humano»[116].
134. Por otra parte, cuando
se acoge de corazón a la persona diferente, se le permite seguir siendo ella
misma, al tiempo que se le da la posibilidad de un nuevo desarrollo. Las
culturas diversas, que han gestado su riqueza a lo largo de siglos, deben ser preservadas
para no empobrecer este mundo. Esto sin dejar de estimularlas para que pueda
brotar algo nuevo de sí mismas en el encuentro con otras realidades. No se
puede ignorar el riesgo de terminar víctimas de una esclerosis cultural. Para
ello «tenemos necesidad de comunicarnos, de descubrir las riquezas de cada uno,
de valorar lo que nos une y ver las diferencias como oportunidades de
crecimiento en el respeto de todos. Se necesita un diálogo paciente y confiado,
para que las personas, las familias y las comunidades puedan transmitir los
valores de su propia cultura y acoger lo que hay de bueno en la experiencia de
los demás»[117].
135. Retomo ejemplos que
mencioné tiempo atrás: la cultura de los latinos es «un fermento de valores y
posibilidades que puede hacer mucho bien a los Estados Unidos. […] Una fuerte
inmigración siempre termina marcando y transformando la cultura de un lugar. En
la Argentina, la fuerte inmigración italiana ha marcado la cultura de la
sociedad, y en el estilo cultural de Buenos Aires se nota mucho la presencia de
alrededor de 200.000 judíos. Los inmigrantes, si se los ayuda a integrarse, son
una bendición, una riqueza y un nuevo don que invita a una sociedad a crecer»[118].
136. Ampliando la mirada,
con el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb recordamos que «la relación entre Occidente y
Oriente es una necesidad mutua indiscutible, que no puede ser sustituida ni
descuidada, de modo que ambos puedan enriquecerse mutuamente a través del intercambio
y el diálogo de las culturas. El Occidente podría encontrar en la civilización
del Oriente los remedios para algunas de sus enfermedades espirituales y
religiosas causadas por la dominación del materialismo. Y el Oriente podría
encontrar en la civilización del Occidente muchos elementos que pueden ayudarlo
a salvarse de la debilidad, la división, el conflicto y el declive científico,
técnico y cultural. Es importante prestar atención a las diferencias
religiosas, culturales e históricas que son un componente esencial en la
formación de la personalidad, la cultura y la civilización oriental; y es
importante consolidar los derechos humanos generales y comunes, para ayudar a
garantizar una vida digna para todos los hombres en Oriente y en Occidente, evitando
el uso de políticas de doble medida»[119].
El
fecundo intercambio
137. La ayuda mutua entre
países en realidad termina beneficiando a todos. Un país que progresa desde su
original sustrato cultural es un tesoro para toda la humanidad. Necesitamos
desarrollar esta consciencia de que hoy o nos salvamos todos o no se salva nadie.
La pobreza, la decadencia, los sufrimientos de un lugar de la tierra son un
silencioso caldo de cultivo de problemas que finalmente afectarán a todo el
planeta. Si nos preocupa la desaparición de algunas especies, debería
obsesionarnos que en cualquier lugar haya personas y pueblos que no desarrollen
su potencial y su belleza propia a causa de la pobreza o de otros límites
estructurales. Porque eso termina empobreciéndonos a todos.
138. Si esto fue siempre
cierto, hoy lo es más que nunca debido a la realidad de un mundo tan conectado
por la globalización. Necesitamos que un ordenamiento mundial jurídico,
político y económico «incremente y oriente la colaboración internacional hacia
el desarrollo solidario de todos los pueblos»[120]. Esto finalmente beneficiará a todo el
planeta, porque «la ayuda al desarrollo de los países pobres» implica «creación
de riqueza para todos»[121]. Desde el punto de vista del desarrollo
integral, esto supone que se conceda «también una voz eficaz en las decisiones
comunes a las naciones más pobres»[122] y que se procure «incentivar el
acceso al mercado internacional de los países marcados por la pobreza y el
subdesarrollo»[123].
Gratuidad
que acoge
139. No obstante, no
quisiera limitar este planteamiento a alguna forma de utilitarismo. Existe la
gratuidad. Es la capacidad de hacer algunas cosas porque sí, porque son buenas
en sí mismas, sin esperar ningún resultado exitoso, sin esperar inmediatamente algo
a cambio. Esto permite acoger al extranjero, aunque de momento no traiga un
beneficio tangible. Pero hay países que pretenden recibir sólo a los
científicos o a los inversores.
140. Quien no vive la
gratuidad fraterna, convierte su existencia en un comercio ansioso, está
siempre midiendo lo que da y lo que recibe a cambio. Dios, en cambio, da
gratis, hasta el punto de que ayuda aun a los que no son fieles, y «hace salir
el sol sobre malos y buenos» (Mt 5,45). Por algo Jesús recomienda:
«Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha,
para que tu limosna quede en secreto» (Mt 6,3-4). Hemos recibido la
vida gratis, no hemos pagado por ella. Entonces todos podemos dar
sin esperar algo, hacer el bien sin exigirle tanto a esa persona que uno ayuda.
Es lo que Jesús decía a sus discípulos: «Lo que han recibido gratis,
entréguenlo también gratis» (Mt 10,8).
141. La verdadera calidad
de los distintos países del mundo se mide por esta capacidad de pensar no sólo
como país, sino también como familia humana, y esto se prueba especialmente en
las épocas críticas. Los nacionalismos cerrados expresan en definitiva esta
incapacidad de gratuidad, el error de creer que pueden desarrollarse al margen
de la ruina de los demás y que cerrándose al resto estarán más protegidos. El
inmigrante es visto como un usurpador que no ofrece nada. Así, se llega a
pensar ingenuamente que los pobres son peligrosos o inútiles y que los
poderosos son generosos benefactores. Sólo una cultura social y política que
incorpore la acogida gratuita podrá tener futuro.