Carta de un católico periodista sobre el uso del Seminario Diocesano de Almería, un colegio católico de prestigio
Fuente: pressreader.com
Por Juan Antonio Cortés
27/10/2025
Digamos que hay un colegio católico de prestigio: el Diocesano. Que hay un grupo de padres que amenazan con dar de baja a sus hijos porque están en desacuerdo con la decisión del Obispado de convertir el Seminario en un lugar de formación para inmigrantes. Que no son mayoría. Que alguien ha colgado un cartel en la fachada con la pregunta: “¿Y para los españoles?”. Que han comenzado a recoger firmas en el barrio con la idea subprepticia de extender una mancha de racismo, clasismo y elitismo. Que un grupo político, VOX, urge a la Iglesia a dar “marcha atrás”. Que este partido asegura tener raíces cristianas.
Digamos que hay un obispo, Antonio Gómez Cantero, que se ha tomado en serio el mensaje de Cristo. Que, a los pocos días de aterrizar en Almería, se calzó unos vaqueros negros y, de incógnito, sin boato ni flashes, se plantó en un descampado de chabolas de inmigrantes porque allí están los “samaritanos”. Que, con determinación, ha puesto el foco en los últimos de Almería: los inmigrantes. Que no va a ceder ante las presiones políticas y sociales. Que “está haciendo lo que tiene que hacer”. Y punto.
Digamos que Cristo lo tiene muy claro: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Que en la parábola del buen samaritano, como bien refleja Lucas, Jesús abre su propuesta de salvación al extranjero. Que su primer anuncio es a una mujer de Samaria olvidada, escorada, despreciada, humillada. Que sus comensales en Galilea y Jerusalén eran pecadores, publicanos, prostitutas. Que dio voz a la mujer cuando nadie le hacía caso. Que curó al leproso que vivía extramuros. Que estuvo con el otro. Y el otro es aquel que, muchas veces, vaya que sí, no nos gusta un pelo.
Digamos que los marginados son el centro del Reino de Dios. Que la gran misión de Cristo y, por extensión, de todos los cristianos es anunciar una Buena Nueva: la salvación de las mujeres y hombres. “Todos, todos, todos”. Que, en ese tránsito, hay una consigna: estar con los últimos. Que los últimos eran los ciegos, las personas con discapacidad, los mendigos, los leprosos, la samaritana, los extranjeros, los cautivos. Que los últimos son hoy los que duermen en la calle, los enfermos, los inmigrantes, las mujeres que sufren violencia, los no nacidos, los mayores abandonados a su suerte, los que sufren la soledad, los parados, los padres que han perdido un hijo. Que Jesús está con los desgraciados porque son los enfermos, y no los sanos, los que necesitan cura. Que su propuesta es transformadora: libera, sana, construye. Que es disruptiva, inclusiva, revolucionaria.
Digamos que hay un cura que se llama Juan Antonio Plaza, delegado episcopal de Cáritas. Y que ese cura no se calla: “Lo que les preocupa no son los seminaristas; les preocupa y disgusta que quienes van a usar el seminario sean vulnerables, pobres que pueden tener un color de piel distinto, un olor diferente al nuestro y que no son españoles”. Que ha lanzado unas cuantas preguntas a aquellos que, asegurando ser cristianos, han construido una religión a medida: “¿Saben ustedes quienes son, mayoritariamente, los que cosechan los frutos que consumimos? ¿Por casualidad han mirado quiénes están trabajando en las obras a pleno sol? ¿Tienen ustedes personas mayores o impedidas? ¿Quiénes los cuidan? ¿Cotizan por ellos?”
Digamos que la Iglesia y Cáritas no se quedan ahí. Que ha nacido una casa en la calle Alcalde Muñoz para las personas sin hogar. Que allí se reúnen unos cuantos voluntarios y el escaso personal de Cáritas para atender a gentes varias que duermen y mueren en los portales por drogodependencias, alcoholismo, un divorcio traumático, una salud mental resquebrajada, un viaje a ninguna parte, el aislamiento social. Que allí pueden tomarse un Colacao y pegarse una ducha, cambiarse de ropa. Que allí hay oídos que escuchan. Que siempre hay alguien que les sonríe. Que allí los ayudan a pedir cita para ir al médico. Que allí les proponen un itinerario formativo. Que lo último de lo que les hablan es de Dios. Porque no les hace falta: porque Dios habla con sus actos. Porque están “haciendo lo que tienen que hacer”.
Digamos que esa Iglesia, que es la Iglesia, esa Cáritas, no es el catolicismo que gusta a unos cuantos hipócritas desencantados y a unos cuantos políticos desenfrenados que, en la cumbre del fariseísmo, algunos domingos se atreven a ir a misa. Que gusta más la suntuosidad, la pomposidad, la ostentación y lo fastuoso. Que les interesa el tronío, el efectismo, la apariencia. Que son cristianos, pero no conocen a Cristo.
Digamos que el mayor peligro para el cristiano es la incoherencia. Y la hipocresía. Que no. Que la oposición al proyecto de los jesuítas no encaja en un colegio católico. Que no se es católico desde la tibieza. Que los inmigrantes molestan porque son pobres. Que los extranjeros ricos no provocan alergia. Que dicen estar alarmados por la delincuencia practicada por un porcentaje exiguo de extranjeros –ahí compartimos la preocupación: el singobierno-, pero se les olvida que hay más de 100.000 inmigrantes madrugando, cotizando, contribuyendo. Que nuestros abuelos han muerto con ellos al lado: sí, ahí. Que nuestros tomates salen al mercado porque hay manos morenas, negras. Que son los mejores colaboradores de los agricultores. Y de la agricultura. Que ellos también son Almería. Una Almería sin uniformidad, heterogénea, diversa.
Digamos que el rostro de los inmigrantes, de los vagabundos, de los últimos, no es un rostro cualquiera. ¿No los queréis al lado? Esa es la elección. Digamos que es el mismo rostro de Cristo.

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