Este libro nos cuenta historias sobre Dios y la Iglesia, mientras relata ‘Un viaje por los sueños y decepciones de un seminarista’
Fuente: Vida Nueva-Libros
Por Jesús Martínez Gordo
En los tiempos que corren, somos muchos los que nos preguntamos cómo hablar de Dios contando historias; algo que a Jesús de Nazaret le brotaba con particular naturalidad. Avelino Seco nos regala en Soñar mudanzas una novela teológica –es decir, nos cuenta historias sobre Dios y la Iglesia– recurriendo, para ello, a dos personajes que, centrales, coexisten con otros: Chema y Alejandro. Chema es un joven seminarista riojano que, iniciado a la fe en un movimiento especializado de Acción Católica (la JEC), ha ultimado sus estudios universitarios en la Complutense (Madrid) y cree haber descubierto –gracias a su militancia cristiana– que su vocación es la de ser cura. Incorporado al seminario de Burgos, se encuentra con un microcosmos humano habitado por sensibilidades espirituales, teológicas y sociales que –muy comunes en bastantes lugares de la actual Iglesia católica en España– son muy diferentes a la suya. “Hoy me siento –confesará– alejado social, religiosa y políticamente de la mayoría de mis compañeros del seminario”; por tanto, no de todos.
Una buena parte de ellos “no son malos; son infantiles, son hijos sumisos de lo que han vivido. Están preocupados por las normas, por los ritos religiosos que hacemos en la capilla, por la no creencia y el relativismo moral, por la crítica que se hace a la Iglesia en las televisiones y los periódicos izquierdosos, por la falta de vocaciones al sacerdocio, por la pérdida de las raíces cristianas en nuestra sociedad y por el peligro que supone la expansión del islam. No los veo preocupados por los problemas a los que nos enfrentábamos nosotros (en la Complutense de Madrid): los emigrantes; las dificultades que tienen los jóvenes para acceder a un piso, independizarse y formar una familia; la desigualdad creciente en la sociedad, las bolsas de pobreza” (p. 34).
Además, Avelino Seco resalta, en segundo lugar, la sensibilidad espiritual, teológica, social y eclesial de Alejandro, un profesor de teología fundamental interesado en inculturar la fe en Dios y en poner al día la institución eclesial, aunque sea muy modestamente. El profesor Alejandro es muy consciente –como Chema– de que “el análisis y la duda traen incomodidad”, pero, igualmente, de que “son fuente de vida y garantía de autenticidad” (p. 36). Por eso, en lugar de ver la revelación como un dictado que Dios va dando a quien le da la gana, le gusta subrayar –en sintonía con A. Torres Queiruga– la importancia de verla como un acercamiento amoroso suyo para hacernos comprender cómo es Él (p. 108). Eso quiere decir, por ejemplo, que “Dios no nos llama para que sintamos emociones” en abstracto, sino para que le sintamos en lo concreto, es decir, para que, amando y colaborando con el fin de “que venga su Reino”, “llegue a todos el pan de cada día” (p. 28).
Alejandro defiende también –en sus encuentros fuera del aula– que no añora un estado de cristiandad ni entiende el sacerdocio como algo propio de personas segregadas, sino como un acompañamiento del Pueblo de Dios. Por eso, la formación de los sacerdotes no tendría que consistir en hacer la vida de cada día en un lugar apartado y cerrado (p. 134), sino en el seno de nuestras comunidades, a pesar de que la gran mayoría de las que integran la Iglesia española tengan echado el freno de mano por miedo a descarrilar (p. 142), se encuentren invadidas por “guardianes y vigilantes”, estén llenas de “ventanas oxidadas”, sea percibidas como “viejas” y llenas de “miedos” (p. 141) y necesitadas de hacer “mudanzas” (p. 138).
Historias en diálogo
Pero el autor, además de centrar la atención en estos personajes, también cuenta historias en diálogo –permanentemente crítico– con otras posiciones, perfectamente reconocibles en otros actores que van apareciendo en el transcurso de la trama. Imposible recensionar la profundidad de los debates –admirables síntesis de encuentros y desencuentros– magníficamente recogidos en estas páginas.
Solo queda remitir al interesado a que se adentre en su lectura. No perderá el tiempo. Y, además, le aseguro que quedará rápidamente “enganchado”; entre otras razones, porque no es una novela escrita en blanco y negro, sino muy atenta a los matices y a los grises. Baste un ejemplo, puesto en boca de Alejandro, ante los escándalos de la pederastia eclesial y otros asuntos nada edificantes que le recuerda Chema: “Sé que la Iglesia lleva el farolillo rojo en la clasificación general de estima social. Pero algo no ha cambiado y es aquel a quien queremos seguir: Jesús de Nazaret” (p. 77). Ello quiere decir que “no me interesa revolver la basura, aunque sé que existe. Prefiero ofrecer un poco de colonia, no me agrada aspirar malos olores” (p. 74).
JESÚS MARTÍNEZ GORDO
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