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Agustín García
Cura diocesano y sociólogo
Por quienes murieron de la enfermedad y por aquellos que no se pudieron
despedir de ellos.
Por quienes cuidaron de los más contagiados a riesgo de sufrir lo mismo.
Philip Ziegler describió así las secuelas de la
peste negra: “Doloroso desajuste, desmoralización, desorden: estos son los
síntomas típicos en una sociedad que se recupera de la conmoción de una plaga”.
Laura Spinney, de quien ya hemos hablado, pensaba que esas palabras podían
aplicarse a la gripe española. Aunque las cosas siempre pueden torcerse creo
que las repercusiones más negativas del COVID-19 pueden atenuarse si
conseguimos atemperar los egoísmos más incivilizados y promovemos con sensatez
estrategias de “resiliencia colectiva”. No debemos perder de vista que las
epidemias, a diferencia de otras catástrofes naturales como huracanes o
terremotos, provocan una especie de inversión moral: el egoísmo es racional
(alejarse de los demás salva vidas) y el ayudar irracional (el contacto puede
provocar contagios y poner en riesgo vidas). Refiriéndose a la gripe española,
escribió Spinney en El jinete pálido: “La mejor oportunidad de
sobrevivir era ser absolutamente egoístas… Sin embargo, por lo general, nadie
lo hizo. Las personas mantuvieron contacto entre ellas, mostrando lo que los
psicólogos denominan «resiliencia colectiva»”.
Cuando está en peligro la salud de muchos, por lo general, aunque no sea la
respuesta más racional, el egoísmo individual puede transmutarse en una especie
de egoísmo colectivo llevando a los grupos a una agrupación mayor, a defenderse
más conjuntadamente, a hacerse a la idea de que todos están en el mismo barco,
a sentir que comparten una misma victimización y a tejer, por tanto,
estructuras de solidaridad intragrupal. Aunque haya algunas personas que actúen
por convicción, otras por miedo al ostracismo o al qué dirán y otras más por
oportunismo, en general, ante una catástrofe natural, el instinto de
sociabilidad se dispara. Durante la pandemia de gripe española hubo
profesionales de la salud que trabajaban con tanto celo y abnegación que
asustaron a sus compañeros y hubo voluntarios y enfermeras formadas para la
ocasión cuya entrega o dedicación preocuparon a los médicos. “Cuando no había
médicos, el relevo lo tomaban los misioneros, las monjas y otros representantes
religiosos, y cuando estos no estaban disponibles, intervenían personas
corrientes, incluso si, como era normal existían entre ellas profundas
diferencias sociales”, cuenta El jinete pálido. Tal fue el afán de
ayudar que muchos médicos rurales se quejaron del incordio, el intrusismo
profesional y las extralimitaciones competenciales de los agentes de salud
preparados para la emergencia.
También
hubo excepciones a la regla que conviene escrutar. Por ejemplo, según algunas
informaciones, los presos de Río de Janeiro contratados para cavar tumbas
cometieron todo tipo de tropelías con los cadáveres de las mujeres más jóvenes;
y fue en esta ciudad también donde se pudieron apreciar los desórdenes que
puede suponer el resquebrajamiento de la resiliencia colectiva cuando se
disipan los temores o se avista la salida. Los Carnavales de Río de 1919, según
cuenta Spinney, eligieron como tema el castigo de Dios y las comparsas aludían
a la gripe en sus cantos, marchas y presentaciones. Asistió más gente que
nunca, aunque todavía seguían las muertes. Los periódicos se hicieron eco de la
alegría excepcional, la necesidad de catarsis y la juerga total que se vivieron
esos días. Comenzó el Carnaval y la gente “empezó a hacer cosas, a pensar
cosas, a sentir cosas inauditas e incluso demoníacas”. Como lobos al acecho,
las violaciones se dispararon sobrepasando en mucho al resto de las
delincuencias. De muchos se apoderó un frenesí y una locura sin límites ni
modales, como si necesitaran reafirmarse, aunque fuera de forma obscena,
escandalosa y criminal, las energías vitales. Tantas fueron las violadas que a
sus vástagos refieren como “hijos de la gripe”. También fuentes documentales
testimonian la profusión de comportamientos abominables tras el fin de la peste
negra. ¿Recibiremos la herencia de la I Guerra: internacionalismo débil,
proteccionismo, liderazgo exaltado y depresión económica o de la II:
integración supranacional, expansión económica, liderazgos más sensatos y
universalización de derechos? Hay tendencias en ambas direcciones. Uno de los
peores signos es la proliferación de dos tipos corrosivos de liderazgo: los
líderes “excesivos” (anestéticos) y los “dúctiles” o “apagados” (anestésicos).
Aunque el caldo de cultivo, para ambos, es el mismo: “En la actualidad, escribe
Byung-Chul Han, no es posible ninguna política de lo bello, pues la
política actual queda sometida por completo a los imperativos sistémicos.
Apenas dispone de márgenes. La política de lo bello es una política de la
libertad. La falta de alternativas, bajo cuyo yugo trabaja la
política actual, hace imposible la acción genuinamente política. La política
actual no actúa, sino que trabaja. La política tiene que ofrecer
una alternativa, una opción real. De otro modo degenera en dictadura. El
político, en cuanto que secuaz del sistema, no es un hombre libre en sentido
aristotélico, sino un siervo”.
La
política de lo bello implica siempre el juego limpio ético. La política de lo
bello implica también un cierto descentramiento político, una relativización de
la propia posición política en beneficio del entendimiento con otros, del
reconocimiento y el respeto por aquellos que no piensan lo mismo y que si
pudieran decidir lo harían de otra forma, significa también asumir que la
política no siempre está en el centro y que no debería por tanto saturar la
conciencia del ciudadano porque la ciudadanía no debe ser invadida por la
política a la manera como lo acosa la propaganda. Por eso la política de lo
bello debiera ser también una política de la verdad porque la verdad nunca es
propiedad de nadie y al respetar la verdad, el gobierno muestra que no es
codicioso. Demuestra su humildad. Así como en presencia de lo bello el sujeto
se pone a un lado en lugar de imponerse abriéndose paso, como dice Han, la
política de la verdad, en relación a la verdad, hace lo mismo.