Fuente: El Diario Vasco
Por Jesús Martínez Gordo
29/10/2024
El pasado miércoles, 23 de octubre, recibí, a las 3.38 de la madrugada un lapidario WhatsApp que decía: “ha muerto Gustavo”. No fue necesario añadir el apellido. Quien había fallecido era un común amigo de quien me había enviado el WhatsApp. Se trataba de una noticia que, no por esperada, dejaba de ser menos dolorosa: era, probablemente, una de las personas —por no decir que “la” persona— que más había hecho por la causa de los parias y de los últimos del mundo en el siglo XX —y sospecho— que en los decenios venideros con, entre otros libros, su “Teología” de la liberación”; “La fuerza histórica de los pobres”; “Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente”; “Dios o el oro en las Indias” o, el texto que más quería, “En busca de los pobres de Jesucristo. El pensamiento de Bartolomé de las Casas”. “Mi obra, solía decir en las ocasiones en las que tuve la suerte de encontrarme con él, no es, como puedes comprobar, muy abundante. Se puede leer rápidamente, pero —venía a decirme— creo que es de difícil digestión, sobre todo, para los ciudadanos del Primer Mundo y, por supuesto, para los poderosos que también hay en el Tercero de los mundos y, obviamente, para los del resto del globo”.
Llevaba más de un mes gravemente enfermo. De hecho, el 20 de septiembre hubo un comunicado del Instituto Bartolomé de las Casas —por cierto, fundado por él— en el que, saliendo al paso de rumores sobre su fallecimiento, se decía que se encontraba “delicado de salud, pero estable y tranquilo”. El lector que, habiendo llegado a este párrafo, quiera saber más —y con cierto detenimiento de esta singular y excepcional persona, puede mirar la Wikipedia o googlear. Encontrará millares de páginas y una exhaustiva información en casi todos los idiomas del mundo, a pesar de que —para algunos— pueda ser, a fecha de hoy, un perfecto desconocido. Espero que me perdone por no acompañarle —en el caso de que se adentre en esa andadura— y que acoja mi propuesta de recordar con estas líneas dos clases de pasajes en su obra, referenciales para miles de millones de personas, sobre todo, en América, en África, en Asia y en el llamado Tercer Mundo; también en nuestros días.
En el primero de los pasajes quisiera indicar que G. Gutiérrez no incurría, para nada, en lo que en nuestros días se llama buenismo. Baste un texto: de tanto y tanto hablar de los pobres —solía decir y escribir— de sus valores y potencialidades y de otras cualidades y capacidades, se corre el riesgo de olvidar que “el universo del pobre está atravesado por las fuerzas de la vida y de la muerte” y que en dicho universo también se encuentran “indiferencias a los demás, perspectivas individualistas, abandonos de familia, abusos de unos a otros y mezquindades”.
Y en segundo lugar, me gustaría recordar que tampoco se cansaba de indicar que la teología progresista y europea gustaba dialogar en el Primer Mundo con la modernidad y la secularización y con el sujeto que reina en dicho mundo: el burgués y cada día más “no-creyente”. A diferencia de ella, subrayaba, la teología de la liberación lo hace, sobre todo, con los poderes económicos y políticos a partir del “no-persona” sobre el que se sostienen tales poderes.
Por eso, no extrañaba que criticara la incapacidad de dicha teología progresista y europea para cuestionar al burgués ilustrado y que dejara sin tocar su obsesión por la “calidad de vida” al precio de la existencia de las “no-personas”, es decir, de los pobres de carne y hueso, de los migrantes, de los sin techo o, como sucede estos días en el barrio donostiarra de Egia, de los que no tienen para cenar. Cuando se tienen delante las preguntas formuladas por tales “no-personas” tiembla —con palabras de G. Gutiérrez— no tanto “nuestro mundo religioso, sino nuestro mundo económico, social, político y cultural”, cuestionando “las bases mismas de una sociedad deshumanizante”.
A diferencia de esta clase de teología primermundista —y de las sensibilidades sociales a ella vinculadas— la liberadora denuncia la idolatría que no hace otra cosa que dar culto al sacrosanto fetiche del oro, del poder y de “la calidad de vida”, tal y como recogieron los franciscanos y dominicos en los años que sucedieron al desembarco en América Latina: “la avaricia convenció —no sin razón— a los indios que el oro ‘era el Dios de los cristianos, que así lo decían los indios, que aquel era su dios, y por eso lo querían tanto’. La práctica de los cristianos llevaba a los naturales de la Española a considerar quién era el Dios de aquellos”.
Los franciscanos y dominicos recordaron —con palabras de G. Gutiérrez— que “Dios se aleja de los sitios donde no se practica la justicia”. Y que en esta apreciación —formulada, si se prefiere, de manera aconfesional— coincidimos bastantes creyentes y no creyentes. Por ello, nosotros hoy tenemos la posibilidad de ir un poco más lejos de lo denunciado en su día por Gustavo Gutiérrez. Tal es el caso, por ejemplo, de los sin techo y sin comida del barrio Egia en San Sebastián.
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