José Ignacio González Faus[1]
No me atrevo a titular “mi testamento” porque no soy nadie para testar ni tengo mucho que legar. Pero si algo me sobra hoy son años. Y de ellos sí que puedo extraer alguna lección. Vamos a reducirlas a dos.
1. Mi trayectoria.
La gente sabe que soy jesuita y que el lema de mi fundador era aquel de “a mayor gloria de Dios”: esas cuatro letras AMDG que en el colegio nos servían para preguntar ingenuamente a algún profesor si significaban “asociación mutua de granujas”, o “a merendar de gorra”… Y ¡qué divertido parecía!
Luego, ya desde el noviciado se nos inculcó muy en serio ese lema, insistiendo que lo que buscaba Ignacio de Loyola no era simplemente la gloria de Dios, sino “la mayor gloria”.
Y va, y al ir conociendo la historia del cristianismo, me entero de que, ya en el siglo II, uno de los mayores teólogos que ha tenido la Iglesia escribió que: “la gloria de Dios es que el hombre viva; y la plenitud de la vida humana es Dios”.
Destaco lo de la plenitud para significar que no cabe reducir la vida del hombre a solo Dios[2], como si no tuviéramos otras mil necesidades humanas; pero tampoco cabe reducir la vida del hombre a esas necesidades humanas, como si éstas no apuntaran hasta Dios (y por esos dos lados suelen discurrir los errores de los llamados conservadores y progresistas). La mayor gloria de Dios es la mayor vida del hombre.
Y resulta que por ahí se vuelve muy secundario y cambia de sentido todo eso que llamamos “lo religioso”, y que se centra en el culto y la moral: el Templo y la Ley fueron precisamente los dos pilares del judaísmo con los que Jesús entró en conflicto, cumpliendo así lo que ya habían anunciado algunos salmos y los profetas.
Pero resulta también que, en esa vida del hombre, se trata de la gloria de Dios, no de la propia: no somos redentores, ni salvadores ni liberadores, sino sencillamente hermanos, unos más afortunados que otros. Cuando esto se olvida se deforman las grandes causas humanas: y tanto el fracaso del comunismo ruso, como la anemia de nuestras presuntas democracias actuales son buen ejemplo de ello. Por eso me permito repetir aquí lo que he dicho en otros muchos sitios: “el cristianismo no es una vertical sino una horizontal; pero una horizontal que no sustituye a lo vertical sino que se sustenta en lo vertical”.
Esta puede ser la síntesis de lo que podría llamar “mi espiritualidad”. En un segundo capítulo tendría que explicar dónde está hoy esa “vida del hombre”. Y la respuesta va a ser que no solo en la totalidad de los seres humanos sino, además, en la vida del planeta tierra.
2. Mi visión de nuestra hora histórica.
Si la gloria de Dios era la vida del hombre, el progreso humano (obligatorio por otro lado) ha significado muchas veces la muerte del hombre: hemos progresado a costa de víctimas y hemos justificado ese horror diciendo que era “el precio del progreso”. Y si nuestro progreso ha maltratado al ser humano también ha maltratado a la tierra. Pero, como advirtió el papa Francisco: Dios perdona siempre pero la naturaleza no perdona nunca. He aquí el origen del drama ecológico.
Me habrán leído algunos que esa amenaza ecológica, la veo hoy como una enfermedad mortal o un partido ya perdido: los esfuerzos que exigiría la salvación de la tierra son tan heroicos y tan difíciles que resultan impracticables.
Un ejemplo reciente de eso lo tenemos en este choque: el señor Mario Draghi, que ya salvó una vez a la Unión Europea, propone unas medidas para revitalizarla hoy y los ecologistas protestan contra esas medidas porque son antiecológicas. Pero es que el afán descarbonizador y la fabricación de coches que no emitan CO2 dañarán el crecimiento y la competitividad europea. Este puede ser un buen ejemplo del actual dilema mundial. Por eso, como dije otra vez, intentamos afrontar la gravísima amenaza ecológica como si quisiéramos curar un cáncer con paracetamoles
Es solo un ejemplo. Las decenas de miles de armas nucleares que hay en el planeta podría ser otro: porque un elemental cálculo de probabilidades daría como muy probable que algún día acabe explotando alguna… Y sin embargo, seguimos produciéndolas y perfeccionándolas, mientras los países más “desarrollados” (?) se enriquecen así.
Entre tanto, las lógicas sacudidas o calamidades de la tierra, alcanzan hoy unas dimensiones desorbitadas y constantes, convirtiéndose no en algo excepcional que se da de vez en cuanto, sino en una noticia casi cotidiana: el cambio climático, el deshielo de los polos, la variabilidad de las temperaturas que desconcierta incluso a los animales migrantes, son indicios que muchos no quieren leer, pero cuyas causas deberíamos buscar nosotros.
Y la causa radical me parece estar en un sistema económico cuyo dios es el Capital. Un sistema fundado en la persecución del “máximo” beneficio (no de un beneficio “sobrio y justo”); fundado en la supremacía del Capital sobre el trabajo y en la consiguiente explotación del trabajador (casi ninguna empresa paga hoy un salario “justo”: porque ningún salario legal es ya salario justo).
Las palabras más duras de Jesús de Nazaret fueron contra la riqueza: “no se puede servir a Dios y a Dinero” (sin artículo y como personificado en el original). Pero resulta que, al prescindir de Dios en la modernidad, no nos hemos quedado con una especie de laicismo respetuoso y abierto como el del Buda, sino con una verdadera idolatría de la riqueza. Y vale la pena recordar que, para la biblia, el mayor enemigo de Dios no es el ateísmo sino la idolatría.
El sistema tiene además una increíble capacidad de defensa y engaño. El mejor retrato de nuestro capitalismo es la repelente figura de aquel escritor pederasta Gabriel Matzneff, descrita por una de sus víctimas (Vanessa Springora) en un libro y en una película posterior (El consentimiento)[3]: un abusador que no solo seduce hasta la ceguera sino que, además, obtiene premios y aplausos por los escritos en que cuenta sus abusos.
Es quizá el momento de evocar unas palabras de Helder Camara que ya cité en uno de mis primeros libros (hacia 1976):
“El próximo paso que debemos dar nosotros los cristianos es proclamar públicamente que no es el socialismo sino el capitalismo lo que es intrínsecamente perverso; y que el socialismo solo es condenable en sus perversiones. Y para vosotros, Roger, el próximo paso a dar es mostrar que la revolución no tiene un vínculo esencial sino solo un vínculo histórico con el materialismo filosófico y el ateísmo, mientras que, por el contrario, es consustancial al cristianismo”[4].
Total: que para salvar a la tierra habría hoy que cambiar el sistema, y a eso no estamos dispuestos: la renuncia a ese cambio es lo que ha acabado por quitar beligerancia a casi todas las izquierdas, que hoy se extrañan de su pérdida de prestigio.
3.- Dos aclaraciones
Dicho lo anterior, que es lo central de mi testimonio, queda un par de consecuencias, sobre todo para cristianos.
3.1.- La Biblia admite claramente la posibilidad de un final catastrófico de la historia, aunque no es esta su única posibilidad. Todos los últimos discursos de la vida de Jesús van en esta dirección y pueden mirarse como avisos o quién sabe si como profecías, con tal que no se ciña el anuncio a todos los detalles concretos que allí pinta Jesús (como suelen leer muchos fundamentalistas de las sectas norteamericanas). Pero a pesar de todo, el anuncio de la Resurrección de Jesús significa que esa calamidad no será la última palabra de la historia.
3.2.- Por eso definí otra vez al cristianismo (siempre tan paradójico) como un pesimismo esperanzado: como aquello de tener “más moral que el Alcoyano”[5]. Por pesimista que sea hoy mi pronóstico, sé bien que en la historia nunca está todo cerrado y que de la vida surgen siempre posibilidades imprevistas. ¿Quién sabe si a lo mejor una inteligencia artificial bien usada, podía ayudar a reconstruir la tierra? Aunque, si apareciera alguna de esas terapias inesperadas, su ejecución habría de ser cosa no de todos sino de unos pocos testigos o mártires, como los ha habido otras veces en la historia. Y esta sería una llamada muy seria para cristianos.
Yo ya no lo veré. Solo rezo para que el Espíritu de Dios ayude a aquellos a quienes afecte esa llamada. En todo caso, si mis análisis le parecen a alguien discutibles o censurables, puede quedarse con la tesis del apartado 1, que no es mía sino de san Ireneo: la gloria de Dios es que el hombre viva; y la vida plena del hombre es Dios.
[1] El origen de estas reflexiones fue una invitación de una ciudad española para un breve cursillo en el que gentes ya jubiladas exponen cuál ha sido su trayectoria y cómo ven y sueñan hoy el mundo. No pude aceptar, porque ya casi no puedo moverme, pero me quedó dentro el gusanillo de la respuesta.
[2] El original que se conserva no tiene verbo: “gloria Dei vivens homo; vita autem hominis visio Dei” (AH, IV, 20, 7).
[3] Al libro he aludido en algún otro sitio. La película no me atrevo a recomendarla porque hace sufrir mucho el verla.
[4] Citado en Teología de cada día, Salamanca 1976, p. 281, se trata de una carta a R. Garaudy. Otro dicho muy famoso y expresivo de ese gran arzobispo era: “si ayudo a los pobres me llaman santo; si pregunto por qué hay pobres me llaman comunista”.
[5] No conozco el origen de esa frase. De chavales solíamos ejemplificarla diciendo que perdía por ocho a cero y pidió diez minutos más para empatar.
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