Jesús Martínez
Gordo
Teólogo
Los Sínodos de obispos celebrados hasta el presente han acabado siempre con la aprobación de un documento que ha sido ratificado por el Papa o modificado por el sucesor de Pedro, normalmente, mediante una Exhortación apostólica.
La sorpresa del 9 de octubre de 2021
Sin embargo, el pasado 9 de octubre, en la sesión de apertura del Sínodo sobre la sinodalidad, el Secretario General del Sínodo de los Obispos, cardenal Mario Grech, exponía a los presentes su deseo de que, en esta ocasión, el documento final no se limitase a recoger “únicamente el ‘placet’ de los obispos”, sino que estuviera “acompañado del consenso de todas las Iglesias” y que, por tanto, antes de ser presentado al Papa, fuera “convocado de nuevo” el Pueblo de Dios para “cerrar”, de esta manera “el proceso sinodal” abierto el mes de octubre de 2021. Procediendo de esta manera, apuntaba, el texto final sería resultado de un consenso en el que quedaría reflejada la voluntad del Pueblo de Dios y del colegio de los obispos.
Poco antes, Francisco había recordado, en la misma sesión, que “todos estamos llamados a participar en la vida de la Iglesia y en su misión y si falta una real participación de todo el Pueblo de Dios, los discursos sobre la comunión corren el riesgo de ser buenas intenciones”. Hemos dado pasos adelante, pero queda todavía camino por andar. Y, concretamente, tenemos que hacernos cargo del “malestar y el sufrimiento de muchas personas”, sobre todo, “de las mujeres que frecuentemente se encuentran todavía en los márgenes”.
“La una y única Iglesia Católica existe en y a partir de las Iglesias particulares”
Unas pocas semanas después, el mismo cardenal M. Grech, respondiendo a la acusación de que con la propuesta por él formulada el 9 de octubre se había extralimitado en sus competencias, recordó a los obispos italianos, reunidos en Conferencia episcopal el 23 de noviembre de 2021, que Francisco había transformado el “acontecimiento” del Sínodo en “un proceso”, gracias a la Constitución “Episcopalis communio” (2018).
Reconozco, continuó, que “no es fácil darse cuenta del cambio de perspectiva que comporta dicha elección”, pero está fuera de toda duda que “por primera vez no solo todos los obispos, sino todo el Pueblo de Dios se encuentra implicado en el proceso sinodal: no solo todos los bautizados, hombres y mujeres, individualmente considerados, sino todas las Iglesias repartidas por el mundo”.
Y continuó su intervención citando uno de los pasajes conciliares que ha provocado uno de los debates más intensos, interesantes y apasionados del postconcilio: “en la base de esta transformación del Sínodo de ‘acontecimiento’ a ‘proceso’ se encuentra el principio de que la una y única Iglesia Católica existe en y a partir de las Iglesias particulares”.
Por eso, concluyó su intervención, es esta “reciprocidad y mutua interioridad” entre la Iglesia Católica y las Iglesias particulares la que fundamenta la doble apertura del Sínodo, en San Pedro el 10 de octubre, “y en cada Iglesia particular, para mostrar que la Iglesia “acontece” en las Iglesias. Esta es una decisión que no tiene nada de inútil doblaje. Y quien lo sostenga, no ha entendido lo que ya dijo Pablo VI en “Evangelii Nuntiandi”.
De nuevo, el tópico es obligado: se puede decir más alto, pero no más claro.
Una más que posible cuarta etapa sinodal
Por las palabras del cardenal Mario Grech, parece que, desde un punto de vista formal, queda pendiente (supongo que hasta octubre de 2023) la decisión sobre esta nueva etapa sinodal. A nadie se le escapan sus enormes implicaciones.
No se puede olvidar que este singular Sínodo sobre la sinodalidad presenta una sorprendente e inédita programación que consta, de manera oficial y hasta el momento, de tres etapas, claramente diferenciadas.
La primera, diocesana y nacional, arranca en octubre de 2021 y llega hasta abril de 2022. A la finalización de la misma la Secretaría General del Sínodo redactará el llamado primer “Instrumentum Laboris”, antes de septiembre de 2022.
A esta primera fase sucederá otra, continental (de septiembre de 2022 a marzo de 2023), que terminará con la redacción de un documento final, enviado, igualmente, a la Secretaría General del Sínodo.
Dicha Secretaría volverá a redactar un nuevo “Instrumentum laboris” (el segundo) para los participantes en la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos, el llamado Sínodo mundial de obispos, que se celebrará en octubre de 2023 en el Vaticano.
La novedad es la propuesta —formulada, como he indicado, el 9 de octubre de 2021 por el Secretario General del Sínodo de los Obispos, cardenal Mario Grech, en la sesión de apertura del mismo— en favor de una posible cuarta etapa en la que el documento redactado por los obispos en el aula sinodal, vuelva a las diócesis de todo el mundo para ser discutido y, si se considerara oportuno, enmendado. Las sugerencias y observaciones que se formularan serían remitidas de nuevo a la Secretaría General del Sínodo para que, una vez integradas las que se estimaran pertinentes, se presentara el Documento final a Francisco para su promulgación.
Si esta última etapa llegara a buen puerto (y es de esperar que así sea), nos encontraremos con una programación que llevará a superar —en nombre de un más que deseable “consenso” entre los obispos y de éstos con el pueblo de Dios— la tradicional forma de la “recepción eclesial”; fallida, demasiadas veces estas últimas cinco décadas, es decir, la no aceptación práctica del magisterio eclesial. Probablemente, el caso más evidente haya sido el de la “Humanae Vitae” (1968) sobre el control artificial de la natalidad.
Pero hay otros muchos de diferente naturaleza, sobre todo, durante el pontificado de Juan Pablo II. No se puede desconocer que hubo años en los que su magisterio llegó a alcanzar la increíble cantidad de más de 5.000 páginas. ¡Casi nada! Y tampoco se puede olvidar la desafección, galopante en algunas iglesias —y más lenta en otras—, por dichos magisterio y forma de gobierno: entre otras, Holanda, Bélgica, Francia, Alemania e incluso España.
Antecedentes de la posible cuarta etapa
La propuesta del cardenal Mario Grech de una cuarta etapa me recuerda el modo de proceder de los obispos estadounidenses en la década de los ochenta, cuando redactaron, juntamente con el pueblo de Dios en EE.UU, sus famosos documentos sobre la carrera del armamento nuclear (“El desafío de la paz”, aprobado en 1983); sobre las desigualdades económicas (“Justicia económica para todos”, aprobado en 1986) y sobre la promoción de las mujeres en la Iglesia (“Compañeras en el misterio de la redención”, rechazado en 1992 por la Conferencia Episcopal al entender que el texto presentado por la correspondiente Comisión había sido secuestrado a esta Iglesia por la Curia vaticana).
Los obispos estadounidenses enviaban una primera redacción a los responsables de los centros de formación y a las diferentes asociaciones vinculadas a la Iglesia, solicitando modificaciones, sugerencias y precisiones. Esas observaciones eran tenidas en cuenta en una segunda redacción, que se volvía a enviar con la intención de recoger nuevamente las críticas y las recomendaciones. La culminación del proceso requería varios años, al final de los cuales la Conferencia Episcopal se posicionaba mediante votación.
El magisterio, elaborado de esta manera, tuvo una excepcional y favorable acogida, lo que no logró diluir las resistencias y los intentos de su desautorización por parte incluso de las más altas instancias políticas, económicas y gubernativas del país. Y, concretamente, de la administración estadounidense, con Ronald Reagan al frente de la misma (1981-1989).
El golpe de mano de Karol Wojtyla
Pero, a la vez, explica la decisión adoptada por Juan Pablo II de impedir elaborar magisterio a las Conferencias Episcopales.
En 1988 se publica, bajo la forma de un “Instrumentum laboris”, un texto que, firmado por el cardenal Gantin y titulado “Estatuto teológico y jurídico de las Conferencias Episcopales”, va acompañado de una carta en la que solicita a los obispos estadounidenses una respuesta por escrito. El cardenal sostiene en dicha misiva, para sorpresa de todos, que las Conferencias Episcopales no tienen capacidad doctrinal y que no son una verdadera expresión de colegialidad, ya que, por derecho divino, solo el Papa puede enseñar a toda la Iglesia. A los obispos diocesanos les corresponde impartir magisterio únicamente para la Iglesia que presiden. Y nada más.
En noviembre del mismo año contestan los obispos estadounidenses al cardenal Gantin indicándole que su “Instrumentum laboris” ha suscitado un “no placet masivo”, entre otras razones, porque el documento se asienta en una deficiente concepción de la colegialidad y de la comunión; descuida el reconocimiento de la capacidad doctrinal que el Vaticano II asigna a las Conferencias Episcopales e ignora la teología del pueblo de Dios. Por esas, y otras razones, piden una revisión a fondo del mismo.
Pasados diez años —y renovada ya una buena parte de la Conferencia Episcopal en EE.UU y en el mundo, en conformidad con los modelos de obispo e Iglesia promovidos por Juan Pablo II— el Papa da a conocer el 23 de julio de 1998, mediante el “Motu proprio” o Carta Apostólica “Apostolos suos” “sobre la naturaleza y los límites de la autoridad de las Conferencias Episcopales”, lo adelantado por el cardenal Gantin diez años antes: queda negada, de manera práctica, pero no teóricamente, la capacidad de emitir magisterio auténtico a los obispos; algo que, curiosamente, les reconocía el mismo Código de Derecho Canónico de 1983 en su número 753.
Y por si esto pareciera poco, un año antes, en 1997, ya se había prohibido a los obispos —mediante una Instrucción de la Congregación para los Obispos y la Congregación para la Evangelización de los Pueblos— solicitar una revisión de cualquier tema que implicara tesis o posiciones que no concordaran con la doctrina perpetua de la Iglesia o del magisterio Pontificio, o que afectaran a materias disciplinares reservadas a la autoridad eclesiástica superior. Con esta última observación, referida a los llamados “asuntos reservados”, se les prohibía cursar demandas de revisión —por ejemplo, a petición de Sínodos o Asambleas diocesanas— sobre materias reservadas a la Sede Primada; entre otras, sobre el celibato opcional o el sacerdocio de las mujeres.
Parlamento, Sínodo, consenso y voto
Puede que no esté de más finalizar recordando lo dicho por Francisco a los obispos suizos en su visita “ad limina” (noviembre 2021) y que ha manifestado en otras ocasiones anteriores: “el sínodo no es un Parlamento”. Lo reitera a un colectivo episcopal de un país con una cultura democrática y parlamentaria muy antigua y desarrollada. Lo que más importa, comentan los prelados helvéticos a los católicos de su país, es el camino y no tanto la meta.
Sin negar la oportunidad de esta última observación tampoco se puede obviar la relevancia de normativizar la autoridad de los obispos e, incluso, la del mismo Papa, tal y como se solicitó en el tiempo inmediatamente posterior al final del Vaticano II cuando se demandó una “Lex fundamentalis” de la Iglesia a la que también estuviera sometido el mismo sucesor de Pedro en su función de gobierno, con el fin de evitar arbitrariedades en su ejercicio y garantizar la colegialidad episcopal. Y supongo que, a partir de la ventana abierta por Francisco en esta ocasión, también hacer viable la sinodalidad y corresponsabilidad bautismal de todas las cristianas y cristianos.
La demanda de una “Lex fundamentalis” fue retomada por la Iglesia alemana cuando Juan Pablo II se saltó el acuerdo concordatario que asegura el derecho de elección de obispo al Cabildo catedralicio de Colonia y nombró a mons. J. P. Meisner (1988). Y lo nombró porque entendió que había cumplido con la literalidad de dicho Concordato que tan solo le obliga a presentar una terna de candidatos; no a repetirla en caso de rechazo.
Tal comportamiento fue considerado en Alemania como una utilización de la jurisdicción contra el sentido del derecho y reabrió el debate sobre la oportunidad de dicha “Lex fundamentalis” que —conforme con el espíritu del Evangelio— acabase obligando a todos, incluido el Papa. Y, en coherencia con la anterior observación, se lamentó la inexistencia de una instancia eclesial que propusiera —a semejanza de los tribunales constitucionales— una interpretación conforme al sentido del derecho.
Por tanto, excelente la apuesta por el consenso, pero no queda más remedio que regular la discrepancia. Está bien, como indica el cardenal Mario Grech, que ésta conste como tal en los documentos sinodales, pero supongo que, para que conste como tal, los textos tendrán que ser también votados. Y puesto a ello, no queda más remedio que volver a conceder a la minoría —en nombre de la comunión— un cierto derecho de veto que no puede ir mas allá del de un tercio de los votos emitidos. No alcanzada tal cifra de votos, el problema de comunión lo tiene dicha minoría sinodal. De ahí la excelencia de trasladar el debate —debidamente reglado— a las Iglesias locales.
He aquí toda una recepción creativa del Vaticano II. ¡Nada que ver con las relecturas propiciadas en los pontificados anteriores primando un modelo absolutista y monárquico de gobierno y magisterio a partir de la famosa “Nota explicativa previa” a la Constitución Dogmática “Lumen Gentium” y en contra de lo debatido, aprobado en el aula conciliar y ratificado por el mismo Pablo VI. Y, por supuesto, nada que ver con el modo de gobernar que se encuentra tan generalizado entre la mayor parte de los obispos; incluidos los de aquí.
Y sí mucho que ver con la puesta en marcha de una Iglesia realmente sinodal en la que la escucha no sea un mero ejercicio retórico, sino un espacio de discernimiento y verificación que tiene su propia normatividad y que el cuerpo jerárquico no puede ignorar en virtud de la ordenación sacramental.
Parece que estamos en los albores de un nuevo e interesantísimo tiempo en la vida de la Iglesia, marcado por la implementación ¡ya era hora¡ de una lectura abierta del Vaticano II; después de cinco décadas de interpretación y aplicación involutivas.
Lo dicho: con Francisco está prohibido el aburrimiento.
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