Jesús Martínez Gordo
El Diario Vasco
08/12/2021
Hace quince días me lo dijeron confidencialmente: mons. José Ignacio Munilla va a ser destinado a Orihuela-Alicante en torno a las navidades. La fuente era fiable, pero, la verdad, cansado de escuchar tantos nuevos destinos durante los últimos años, no pude evitar acoger la confidencia con cierto escepticismo y, a la vez, con una incontenible curiosidad: a ver, me dije, si ésta va a ser la buena. Y, finalmente, lo ha sido; para alegría de muchos y tristeza de otros. Conviene no perder de vista que en este movimiento de fichas episcopales sucede a su compañero de fatigas en la diócesis de Bilbao, mons. Iceta, destinado, como es sabido, a la sede de Burgos, con categoría de arzobispado.
Sospecho que serán muchos los que se pregunten a qué obedecen estos cambios; qué los provoca y por qué se les encomiendan o envían a estos destinos y no a otros. La verdad es que no hay muchas respuestas que puedan presentarse como irrefutables. Es más; visto el modo de proceder de la diplomacia vaticana, intuyo que ni los propios concernidos puedan facilitarlas. Supongo que ellos cuentan con claves de interpretación mucho más sólidas que las de quienes observamos estos movimientos con cierto interés y curiosidad. Pero no creo que dispongan de ellas de manera totalmente claras. Y lo creo porque es un “desconocimiento” alojado en el mismo modo de nombrar obispos —durante los dos últimos siglos— en casi todas las partes del mundo, con excepción de una treintena de diócesis en Centroeuropa y en algunas más en Oriente.
Es cierto que esta manera de proceder obedeció en su día a la necesidad de salvaguardar la libertad de la Iglesia ante las injerencias de fuerzas extrañas (casi siempre, políticas y económicas) en dichos nombramientos. Pero también es ya hora de volver —por supuesto, de manera debidamente revisada— al antiguo sistema de nominar obispos pactados entre el Papa y las diócesis directamente implicadas. Y si no es porque han desaparecido las razones que provocaron tal apropiación vaticana, que lo sea, al menos, como terapia para superar su opacidad y, de manera particular, el nepotismo al que se viene prestando, ya sea éste de orden familiar (no olvidemos que el actual obispo de Lugo es sobrino del cardenal Rouco) y, sobre todo, ideológico, es decir, de personas con un perfil cercano a las opciones de cada papado; para nada —o muy en segundo lugar— teniendo en cuenta las voluntades de las diócesis.
Por tanto, guste o no, la falta de transparencia es algo inherente al actual sistema de nombramientos. Y esto es algo que no solo ha pasado en los pontificados de Juan Pablo II o de Benedicto XVI, sino que también es constatable en el de Francisco; cierto que con más dificultades que en pontificados anteriores al no contar, como sus predecesores, con una Curia que cierre filas en torno a él. Por eso, sus nombramientos son, unas veces, de cal y otras, de arena o, incluso, de cal y arena el mismo día, según cuál haya sido el grupo de presión interviniente en la gestación y nombramiento. Pero, por eso, no ha de extrañar que se presten a innumerables especulaciones, cierto que no todas de igual consistencia.
Así, por ejemplo, en los de mons. Iceta y mons. Munilla creo que ha intervenido un grupo muy cercano al actual Papa y muy lejano al cardenal Rouco; quien, a pesar de llevar tiempo jubilado, todavía se hace oír en determinados departamentos de la curia vaticana, comenzando por el que preside el cardenal Ouellet, encargado de proponer los nombramientos de obispos. Concretamente, este núcleo más cercano al actual Papa le ha transmitido que, tanto el obispo de S. Sebastián como el anterior de Bilbao, eran impedimento para activar el proceso de renovación eclesial que necesitan estas diócesis a las que, en algunos sitios se las sigue denominando todavía la “Holanda del Norte”. Que eran obispos con un perfil propio de otros tiempos eclesiales (los del papa Wojtyla) y que había que apartarlos de primera línea y llevarlos a otros destinos menos conflictivos porque peligraba la existencia misma de estas iglesias. Entiendo que, finalmente, ha calado la crítica valoración de sus respectivas —y no siempre fáciles— gestiones. Es la que explica su limitado “ascenso” en el escalafón: uno, al arzobispado de Burgos (que no, al de Sevilla) y otro, a una diócesis (la de Orihuela-Alicante) numéricamente más relevante que la de S. Sebastián (pero no, al arzobispado de Pamplona).
En todo caso, no hay que dar por finiquitado el tiempo de Juan Pablo II, presidido por el retorno a una nueva cristiandad o neocristiandad, en las antípodas de otro tiempo post-secularista en el que la Iglesia está llamada a situarse como una institución más, entre otras, y en el que su fuerza descanse tanto en el testimonio de lo que hacen y viven los cristianos católicos, como en la consistencia y acogida social de lo que proponen. Finalizado el tiempo de mons. Munilla, es mucha la tarea que le queda por delante a la iglesia de Gipuzkoa. Y con ella, a las de Bizkaia, Álava y Navarra.
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