Jesús Martínez Gordo
El Diario Vasco
11.08.2021
El PSOE ha comunicado los últimos días del mes de julio su voluntad de llevar a las Cortes una Ley de Libertad de Conciencia, Religiosa y de Convicciones —aparcada en la última legislatura del Gobierno Zapatero— y de renegociar los Acuerdos entre España y la Santa Sede de 1979, desmarcándose de una “denuncia” unilateral de los mismos. Es un doble anuncio que reabrirá, no tardando mucho, el debate sobre la diferencia entre la “aconfesionalidad” del Estado (pero no de la sociedad), tal y como se recoge en el artículo 16.1 y 16.3 de la Constitución española y sobre los diferentes contenidos asignados a lo que se entiende por “laicidad”, frecuentemente contradictorios entre sí, además de yuxtapuestos, algunos de ellos, a la “aconfesionalidad” acordada en el pacto constitucional. Pero también hemos conocido un documento de la Conferencia Episcopal Española, calificado por ciertos comentaristas —entiendo que de manera precipitada— como el mejor texto de los obispos desde hace mucho tiempo: “Fieles al envío misionero. Aproximación al contexto actual y marco eclesial; orientaciones pastorales y líneas de acción para la Conferencia Episcopal Española (2021-2025)”.
En dicho escrito, aprobado en la Asamblea Plenaria de la primavera de 2021, se sostiene que en España se asiste a “un intento deliberado de ‘deconstrucción’ o desmontaje de la cosmovisión cristiana” en favor de “una propuesta neopagana” que, presidida por la desaparición de la “solidez en los grandes principios ideológicos y en las grandes causas”, cede el paso a una sociedad postmoderna, “líquida” y “voluble” en beneficio de “emociones y sensaciones”. Además, prosiguen, se trataría de un derribo que la ciudadanía estaría viviendo “de manera casi indiferente, más aún, como un logro de la libertad”, a pesar de que sus consecuencias son muy preocupantes: “los populismos, los particularismos nacionalistas, el individualismo, los radicalismos de la ideología de género, el fundamentalismo, la xenofobia o la aporofobia” y, en general, el enfrentamiento para afirmar la propia posición. A estas consecuencias habría que sumar, concluyen, el arrinconamiento de la deliberación democrática y el “resurgir artificial de ‘las dos Españas’ de tan dramático recuerdo”.
Supongo que el lector de estos y otros pasajes del documento —por cierto, no presentado oficialmente a los medios de comunicación social— sintonizará con algunos puntos y disentirá de otros por diferentes razones. Imposible detenerse en ellos de manera pormenorizada. Eso es lo que, al menos, me ha pasado a mí. Pero esa dificultad no me impide ofrecer, aunque sea a vuela pluma, un par de consideraciones.
La primera, para reconocer que, en efecto, estamos asistiendo a un importante cambio de época. Personalmente, entiendo que dicho cambio viene cargado de preocupantes incertidumbres. Pero, a diferencia de lo que sostienen los obispos, me cuesta aceptar que los nubarrones que ven, cuando otean el horizonte, obedezcan solo a una estrategia dominada por la voluntad de instaurar una sociedad “neopagana”, “líquida” o consumista. Echo de menos que no presten la debida atención a la liberación que también perciben no pocos de nuestros conciudadanos de la omnipresente y autoritaria tutela que, durante siglos, ha ejercido la Iglesia católica en buena parte de la Europa occidental. Y, entre nosotros, durante cuarenta años de dictadura franquista, en la forma del nacionalcatolicismo, es decir, de todos católicos por decreto. Como es evidente, esta observación no impide reconocer su decisivo papel, liderado por el Papa Pablo VI y el cardenal V. Tarancón, en nuestra transición política hacia la democracia.
La segunda, para señalar que también echo de menos una renovada manera de comunicar y, sobre todo, situarse de la Conferencia Episcopal Española en este tiempo. Probablemente la tarea más delicada e importante de un Estado democrático sea regular la convivencia, libre y pacífica, de todos sus ciudadanos, más allá de las verdades y convicciones que puedan profesar y de la consistencia que puedan presentar. Eso quiere decir, si no me equivoco, que la calidad de un buen gobierno se mide por su capacidad para cuidar —en el marco del pacto constitucional— el equilibrio entre coherencia con su programa político y cuidado de la convivencia entre mayorías y minorías, así como entre diferentes religiones y concepciones de la vida. E, igualmente, que la calidad —en este caso, evangélica, además de democrática— de la Conferencia Episcopal (y de la Iglesia católica) se mide por su libertad para decir lo que entienda que tiene que decir sobre el asunto que sea, pero teniendo bien presente que su verdad y su palabra no son las de toda la ciudadanía. Por eso, me parece más sensato que, sin ocultar sus diagnósticos, presten una mayor atención a las posibilidades que se van abriendo en este tiempo. Y, por supuesto, a descartar toda perspectiva analítica dominada por la convicción de que “cualquier tiempo pasado”, al no ser pagano, “fue mejor”.
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