Fuente. Atrio
Jesús Martínez Gordo
11/08/2021
Por qué me importa, como deísta, la existencia de Dios
Ahora me corresponde argumentar por qué he convertido el hecho de haber nacido católico en un “deísmo racionalmente consistente”.
Lo he convertido porque entiendo que lo que digo cuando digo “Dios” es la unidad de regularidad y sorpresa o permanente novedad que se transparenta y es perceptible a partir de las pruebas o evidencias científicas que se vienen alcanzando en la astrofísica contemporánea estos últimos tiempos[1]. Y con la astrofísica, también en la protobiología o biología moderna, así como en la antropología ocupada en fijar las diferencias existentes entre el ser humano por comparación con el animal. Pero no me es posible hablar de estos dos últimos saberes científico-positivos sin pasarme de las páginas asignadas.
Por tanto, me limito a reseñar dos constataciones, referidas a la astrofísica, en las que es perceptible esta conjunción de permanente sorpresa o novedad y, a la vez, de regularidad o legiformidad; por cierto, unión o conjunción a la que los deístas también nos referimos cuando decimos “misterio” o “Dios” o, si se prefiere, el “misterio de Dios”; por más que el concepto de misterio, en cuanto tal, no gustara nada a Baruch Spinoza (1632-1677), el padre del deísmo moderno. Supongo que porque, en aquel tiempo, era el refugio de la irracionalidad, de la vagancia intelectual y de muchos fundamentalismos, no el concepto que permitía reconocer la existencia, racionalmente consistente, de una sorprendente conjunción de novedad y regularidad.
Son muchas las pruebas astrofísicas que se hacen cargo, en primer lugar, de la existencia de una permanente novedad y sorpresa, perceptible en un cosmos que se encuentra, desde el Big Bang, en constante e imparable expansión.
Pero tampoco faltan, en segundo lugar, las que comprueban la existencia de regularidad o legiformidad. Por ejemplo, los espectroscopios permiten detectar fotones emitidos por átomos de hierro provenientes de una galaxia lejana. A éstos, los podemos llamar fotones “viejos”. Son perceptibles en nuestros días porque llevan viajando, por decirlo de alguna manera, desde hace 15.000 millones de años, es decir, desde el momento en que se produjo el Big Bang. Pero, por otro lado, en un laboratorio podemos comprobar las propiedades de los fotones que emite un arco eléctrico con electrodos de hierro. A estos los podemos llamar “jóvenes”. Pues bien, comparando las propiedades de los fotones “viejos” y las de los “jóvenes” se constata que su fuerza electromagnética no ha cambiado en el tiempo que media entre la aparición de ambas clases de partículas. Además, analizando sus núcleos, se comprueba igualmente que “la fuerza de gravedad y la fuerza débil no han sufrido modificación alguna desde el período en que el universo estaba a diez mil millones de grados, es decir, hace quince mil millones de años”.
Cuando, como deísta que soy, digo “Dios” me refiero a la existencia de lo que se transparenta en esta conjunción de permanente sorpresa y regularidad; una unidad, cuya existencia constato en las pruebas o evidencias de la astrofísica y, a la vez, cuya racionalidad se me escapa (porque no soy capaz de verterla en discurso lógico-matemático con comprobación empírica). Pero está ahí, existiendo como “Algo” o como “Alguien”.
Pero no solo eso. Cuando digo “Dios” también me refiero a lo que, según diferentes hipótesis, explicaría la existencia misma del cosmos a partir del Big Bang (y, por tanto, su no eternidad o su no autocontención o su no infinitud). En concreto, a lo que explica la existencia, según diferentes hipótesis, de “un caldo de materia informe” a una temperatura de miles de millones de grados que, una vez explotado (o, mejor, explosionado), comenzó a expandirse en todas las direcciones, alejándose sus puntos, unos de otros, de manera uniforme. O, de una “crema espesa de partículas elementales” o, quizá, de una “espuma caótica de espacio-tiempo” con “una densidad energéticamente alta” u otras caracterizaciones. Eso que está en el origen de estas hipótesis es lo que, con un lenguaje, más racional y filosófico, se explica como la existencia de una Causa incausada y eficiente, esto es, lo que, como deísta, digo cuando digo Dios.
Con la astrofísica pasa algo parecido a lo que sucede entre el artista y su obra: que en esta última se transparenta la existencia de su autor, sin llegar a confundirse con ella, y, por tanto, sabiendo algo del creador, aunque no todo. Nosotros conocemos la existencia de A. Gaudí gracias a la Sagrada familia o de la de W. Shakespeare en Hamlet porque entre el autor y la obra existe una unidad que, en el caso, de la astrofísica, se transparenta y constata como conjunción de novedad, sorpresa, salto cualitativo y, a la vez, de regularidad, universalidad o legiformidad.
A esto me refiero cuando digo “Dios existe”: ese “Algo” o “Alguien” que, transparentándose en la realidad cósmica, biológica, antropológica e histórica, es perceptible como Unidad, Inteligencia, Poder, Orden o Amor sin confundirse ni reducirse a materia o aleatoriedad. Y se hace perceptible como existente por sí mismo, independientemente de su obra. Esto es lo que digo cuando digo “Dios”. Conocemos su existencia, pero nunca podríamos demostrarla como si fuera un objeto más, como si fuera una fruta, una barra de pan, un animal, una isla, un continente o un fotón. La obra no es el autor.
Y a esto también me refiero cuando hablo -como he indicado- de la existencia de Dios como un misterio: constatación, desmarcándome de B. Spinoza, de la existencia de tales conjunciones y articulaciones, tan sorprendentes como provocadoras; no como el refugio de los intelectuales vagos y ociosos.
A mí, esto no me deja indiferente: puedo percibir, de manera racionalmente consistente, la existencia de lo que digo cuando digo “Dios” como sorprendente Unidad en sus transparencias, señales, murmullos o anticipaciones, en este caso, astrofísicas. Y disfrutar de ellas.
Pero, como he adelantado, otro tanto se puede decir de la protobiología cuando constata la existencia de “saltos cualitativos” de la materia a la vida y de la vida elemental a la vegetal y animal y de ésta a la humana, en términos de vida teleológica, autoconsciente y reproductiva. Y lo mismo de una antropología atenta, entre otros datos, a la singularidad “ex -céntrica” del ser humano por relación a la condición instintual de los animales.
NOTA:
[1] Cf. J. MARTINEZ GORDO, “Ateos y creyentes, Qué decimos cuando decimos “Dios”, Madrid, PPC, 2019
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