Jesús Martínez Gordo
Estas últimas
semanas he recibido diferentes whatsapps denunciando el silencio “cómplice” del
Papa Francisco ante la crisis de Bolivia. Dejando al margen otros mensajes referidos
a conflictos parecidos que sacuden a diferentes países de la región, éstos me han
parecido reseñables por la descarnada importancia que les daban quienes me los enviaban,
aunque intuía que menos por el diagnóstico en que parecían fundarse.
Sorprendido,
me he interesado por la crisis boliviana encontrándome, en primer lugar, con
los análisis del New York Times que explican (y, en el fondo, justifican) lo
que denominan “revuelta” social a partir de dos datos: los países del cono sur
americano, incluidas la neoliberal Chile o la progresista Bolivia, siguen
teniendo -según el informe de Oxfam- el récord mundial de las mayores
diferencias entre ricos y pobres. A ello habría que sumar el intento de
perpetuarse en el poder que se adueña de algunos gobiernos progresistas en
América Latina recurriendo a toda clase de triquiñuelas procedimentales. Como
resultado de semejante conjunción, estaría entrando en escena una ambigüedad
socio-política de tal calibre que ya no sería posible diferenciar con toda
claridad lo que es un “golpe de Estado” (que,
por serlo, se desaprueba moralmente) de lo que es una “rebelión social” (que,
dada la legitimidad de sus demandas, no queda más remedio que apoyar). He aquí
una nueva propuesta analítica que, nada ingenua, tendría mucho que ver con la
defensa que activa el chipirón cuando se ve acosado: defenderse, echando tinta.
En este caso, enfatizando ambigüedad y confusión y, de paso, generando perplejidad.
Pero también me he encontrado, en segundo lugar, con otros diagnósticos
en los que se sostiene que lo que está sucediendo es,
lisa y llanamente, un “golpe de Estado” contra la política (indigenista y progresista)
de Evo Morales y contra sus resultados sociales, espectaculares en términos de bienestar
para los más desfavorecidos del país. Es una razón de fondo a la que hay que
sumar otras dos. Una, de orden político: su intervención en el Consejo de
Seguridad de la ONU en septiembre de 2018 denunciando, ante D. Trump, su política
prepotente, ilegal e inmoral. Ya se sabe, la venganza se sirve fría. Y otra, de
orden económico: lo que está en juego es el control de las reservas del nuevo
oro negro (el litio) del que Bolivia (y, por extensión, América Latina) anda sobrada.
E hilando un poquito más fino me he encontrado con un
interesante análisis sobre lo que supone que la senadora Áñez, autoproclamada presidenta
interina de Bolivia con el apoyo de los militares, lo hiciera mostrando los cuatro
evangelios. Según el teólogo E. Dussel (argentino de nacimiento y nacionalizado
mexicano) este comportamiento de “los golpistas” encarna el proyecto del evangelismo
estadounidense y, de refilón, de una parte, de la sensibilidad más conservadora
y tradicional católica, pero, en absoluto, de la representada por el Papa Francisco.
Si para los primeros, apunta, la Biblia es la “cartilla moral” que abre las
puertas a disfrutar de la riqueza como un don de Dios, es evidente que para los
partidarios de la teología de la liberación lo definitivo es que Jesús fue crucificado
por estar al lado de los pobres y en contra de los ricos.
Es cierto, prosigue, que en Bolivia los gobiernos progresistas
han generado una clase media, plenamente integrada en el “consumismo
neoliberal”. Pero también lo es que para tal clase media (en todo caso, minoritaria)
algunos de los muchos problemas que arruinan el país solo pueden ser resueltos sacando
de los lugares públicos a la Pachamama (en su percepción, el símbolo del alcoholismo,
del machismo y de la pobreza que asolan a los indígenas) e imponiendo la Biblia
(el distintivo de la modernidad, del bienestar y del dinero en una sociedad
capitalista y burguesa). Evidentemente, la emergencia de esta nueva cristiandad
-burguesa, capitalista y neoliberal- nada tiene que ver con Jesús de Nazaret ni
con su muerte en cruz ni con los católicos de la liberación ni con la gran
mayoría de los presbiterianos y calvinistas, sino con el fundamentalismo estadounidense
cuando educa en la austeridad y en el trabajo para alcanzar la riqueza y dicho “consumo
neoliberal”, auténticos regalos (gracias) de Dios.
Una buena parte del pensamiento progresista tradicional, sobre
todo, en Europa, no está acostumbrado a este tipo de análisis. Pero va siendo hora
de que cambie el chip ante la política de “recuperación cultural” que viene promoviendo
EE. UU. desde que se ha percatado de que está perdiendo el Medio Oriente. Sería
bueno que no malgastaran tantas fuerzas en desacreditar a posibles compañeros
de viaje y que las canalizaran en lo realmente importante: estar a favor de los
parias y crucificados de nuestros días, algo que pide no descuidar estos diagnósticos
a pie de obra. Muchos cristianos y católicos se lo agradeceríamos. Y supongo
que, con nosotros, la inmensa mayoría de los indígenas bolivianos.
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