Ignacio Villota Elejalde
Por un Decreto Ley, aprobado el día 13 en el Congreso de los Diputados, España decide exhumar los restos de Franco, enterrado en el Valle de los Caídos desde noviembre de 1975. Esta noticia se inserta en el espacio de varios meses en que los medios de comunicación han tratado con insistencia el tema de qué hacer con esos restos, por una parte y con todo el monumento, por otra. Hay opiniones de todo tipo en el contexto de un reverdecimiento de grupos nostálgicos con sus “cara al sol y montañas nevadas”, sin dejar de lado la actitud altanera de alguno de los nietos del Dictador. Hay opiniones de todo tipo en el contexto de un reverdecimiento de grupos nostálgicos con sus
“cara al sol y montañas nevadas”, sin
dejar de lado la actitud altanera de alguno de los nietos del Dictador.
Los que nos hemos sentido emplazados a
hablar en alguna tertulia del tipo que sea, algunos al menos, hemos emitido
nuestra opinión. Yo, en un par de ocasiones, desde la perspectiva cristiana, me
he decantado por la demolición, tras el vaciamiento de restos humanos y las
obras de arte, de orfebrería y escultura. ¿Por qué?
A lo largo de la Historia, la Iglesia y
las Naciones, en sus mutuas relaciones, han tenido la tentación de la
prevalencia: la Nación, sabedora de la fuerza que suministra una religión
domesticada, ya desde Constantino, ha
intentado siempre y ha conseguido en
innumerables ocasiones tener en sus manos la estructura eclesial. Y esa comunidad espiritual, a veces, se ha
puesto en manos de esa Nación, de un modo gozoso y muy a gusto, con gran detrimento
de principios elementales de la convivencia y de los derechos humanos. A ese
fenómeno en la Historia se le ha denominado Cesaropapismo.
En sentido contrario, la Iglesia, convencida
de que su fin espiritual, la salvación eterna, prima infinitamente sobre el fin
temporal de las naciones, se ha impuesto a ellas, quitando y poniendo príncipes
y manejando el discurrir de la Historia. Hay que aclarar que esta finalidad la ha conseguido en escasos momentos.
A este fenómeno se le ha llamado Teocracia.
Pues bien, el Episcopado español,
bloqueado mentalmente por el desarrollo de los acontecimientos durante la
República, que no entendía, deseó un
golpe de Estado que terminase con aquella noche oscura ”bajo el imperio del
Anticristo”. Al no triunfar el golpe y advenir la Guerra Civil, tomó partido por el bando rebelde y adjudicó
a la Guerra, promovida a favor de Cristo, el nombre de Cruzada. El Cardenal
Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona, observó con espanto los
acontecimientos y se exilió para siempre. Con él, un poco tardíamente, el
Obispo de Vitoria, al ver horrorizado cómo se mataba en la zona “nacional” en
nombre de Cristo, escribió su importante documento Imperativos de mi conciencia, en el que denunciaba los desafueros de los franquistas. El resto del
Episcopado, en general ignorante de los grandes problemas económicos y sociales
que, desde la revolución industrial padecían grandes masas de obreros
industriales y campesinos, se echaron las manos a la cabeza al comprobar el
odio acumulado. No entendían casi nada y todo lo achacaban a la ”apostasía de
las masas”. Debo constatar aquí la labor del obispo guipuzcoano de Las Palmas,
Pildain, defensor contra viento y marea de la libertad sindical. Hay otras
excepciones que se pueden contar con los dedos de la mano, y sobrarían dedos.
Desde esta perspectiva, no es difícil
concluir que la Iglesia española, empujada por Pío XII, en un momento en que se
reconstruían las democracias de Europa occidental, se pusiera con gran
satisfacción en manos del Caudillo y su régimen. El Episcopado arrastró consigo
a las clases acomodadas y medias. Una parte de esas clases financió
espléndidamente a Franco. Eran y son las sempiternas clases nacionalistas
estatales interesadas en las finanzas, que sacralizan las patrias del dinero. No
ocurrió lo mismo con las clases medias nacionalistas del País Vasco y Cataluña,
sin grandes intereses económicos en general, católicas y ajenas, obviamente, a
las inquietudes hispanas. De hecho,
estos nacionalistas fueron más o menos perseguidos en la postguerra. Los
llamados “nacionales”, a medida que iba conquistando la zona republicana, no
dejaban ningún enemigo en la retaguardia. Sí, sí, todos asesinaron, pero la
diferencia era que unos lo hacían “en nombre de Dios y para salvar la
civilización occidental”, y los otros por quitar el hambre y sobrevivir.
Se instauró un régimen dictatorial
cruel y vengativo en el que se incrustó la Cruz como emblema. La Iglesia,
hechas las excepciones de rigor como la pastoral del futuro cardenal Enrique y
Tarancón contra la especulación de los alimentos o la actitud rebelde del
obispo de Calahorra, publicando contra la voluntad de Franco la condena de Pío
XI contra el nazismo, cayó en brazos de un régimen político, “vencedor del
comunismo y baluarte de la fe”. Así lo creyeron o dijeron que lo creyeron los
Obispos, y el Vaticano, cuando en 1953 firmó con España el Concordato,
verdadero espaldarazo internacional a España junto a los tratados con Estados
Unidos del año siguiente. La Iglesia asistió impasible a la “limpieza” del país
y aceptó el arrasamiento de los derechos humanos. Esos Obispos aceptaron ser
eficaz instrumento de un régimen político cruel e inhumano. Y esto duró varias
décadas. A esta situación, verdadero cesaropapismo, se le llamó Nacionalcatolicismo. Es decir, un
contubernio sacrílego por parte de la Iglesia con un Estado profundamente
cruel, apoyándole política e ideológicamente en aras a conseguir patrocinio,
mucho dinero, tranquilidad y la paz de los cementerios.
Tal contubernio fue una pura
prostitución, en este caso espiritual, pues se vendió el espíritu del
Evangelio, y se cambió la credibilidad por la seguridad. Recuerdo muy bien
aquellos días de la inauguración del Valle. ¡Qué exultantes aquellos obispos,
qué loas al Caudillo invicto! Quién les iba a decir que en 1974 ese Caudillo iba a estar a punto de ser excomulgado por sus
sucesores.
Ese monumento, pues, es el símbolo de
esa prostitución. Esa gigantesca cruz no es la del Cristo que vino al mundo a
enseñarnos a querernos y a perdonarnos. Es un remedo esperpéntico lleno de
ponzoña, de pus y de falsedad. Es solo el signo para unos vencedores de la
Guerra nostálgicos, cuya aspiración es reverdecer aquellos tiempos.
Yo, como cristiano, desde hace muchos
años me siento avergonzado por ese falso monumento. Deseo que desaparezcan
desde sus raíces una cruz y un monumento que nos recuerdan cruda y tristemente
que los nuestros, en momentos cruciales de la historia, no supieron estar en su
sitio.
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