El
posible nombramiento de un nuevo obispo auxiliar para la diócesis de Bilbao ha
reabierto el problema de la participación del pueblo de Dios en la elección y
nombramiento de sus prelados. En el papado de Francisco se ha reforzado el
convencimiento de que la designación de quien ha de presidir una iglesia local
ha de realizarse escuchando el parecer de los directamente afectados. Y
hacerlo, recuperando una tradición católica casi bimilenaria, por fidelidad a
la sinodalidad proclamada en el Vaticano II y sin trampa ni cartón, es decir,
con claridad y transparencia.
Al
Papa S. Celestino I (422-432) se debe lo que, desde el siglo V, es un criterio
rector incuestionable en la organización de la vida eclesial: ningún obispo
debe ser impuesto. Esta proclama ha sido puesta en práctica de diferentes
maneras a lo largo de la historia hasta que una insoportable injerencia de los
poderes civiles acaba pervirtiendo la legítima participación del pueblo de
Dios. El obispo de Roma se reserva dicho derecho, urgido por la defensa de la
libertad de la Iglesia y buscando garantizar la fidelidad de los sucesores de
los apóstoles única y exclusivamente al Evangelio.
En
el concilio Vaticano II los padres conciliares son conscientes de que la
intromisión de la autoridad civil en la elección de los obispos (la llamada
crisis galicana) pertenece al pasado, aunque quedan restos de ella. En el
postconcilio se busca recuperar, gracias a la sinodalidad y corresponsabilidad
bautismal, el protagonismo que tradicionalmente ha tenido el pueblo de Dios en
cuestiones que afectan a la vida ordinaria y, sobre todo, en aquellas que
comprometen su futuro a medio y largo plazo. Ello explica la demanda de un
mayor protagonismo y transparencia en la elección de sus obispos (sean
titulares, coadjutores o auxiliares) y la exigencia de cambiar la actual
normativa jurídica al respecto.
Como
es sabido, el nombramiento de los obispos se rige por el canon 377 & 1, un
texto tan importante como desconocido, al menos en una de las dos vías que
reconoce y sanciona: “el Sumo Pontífice nombra libremente a los Obispos o
confirma a los que han sido legítimamente elegidos”.
1.- El Papa “nombra
libremente”
En
la primera parte se formula taxativamente lo que para la gran mayoría de los católicos
parece ser la única vía posible: el Papa nombra libremente a todos los obispos
del mundo.
Si
la creación del colegio cardenalicio fue una de las determinaciones más
importantes en la reivindicación del derecho que tenía la Iglesia de Roma a
elegir libremente a su obispo (el Papa), la asunción de la responsabilidad
última en la elección de los obispos obedece a la misma exigencia: preservar el
derecho del pueblo de Dios a elegir libremente a sus prelados en armonía con la
responsabilidad que tiene la Sede Primada de garantizar la unidad de fe y la
comunión entre todas las iglesias.
No
es éste el interés de los redactores del código de 1983 quienes —al enfatizar la
libertad papal— descuidan la práctica más tradicional y acaban sancionando una
forma de gobierno eclesial más cercana al absolutismo que a la sinodalidad y
corresponsabilidad eclesiales. Semejante opción explica el detallado desarrollo
que presenta en el cuerpo canónico el procedimiento que se ha de seguir para
preservar la libertad del Papa en la elección de los obispos, ya sea
diocesanos, coadjutores o auxiliares.
Cuando
se trata de elegir un obispo diocesano o
un prelado coadjutor, corresponde al Nuncio proponer a la Sede Apostólica
una terna de candidatos acompañada de un informe valorativo de los mismos. Al
discernimiento aportado por el Nuncio hay que añadir el parecer del arzobispo y
de los obispos de la provincia eclesiástica a la que se ha de proveer, así como
el del presidente de la Conferencia
Episcopal. Además, el Nuncio tendrá que oír la opinión de
“algunos” miembros del colegio de consultores y del cabildo catedralicio “y si
lo juzgare conveniente, pida en secreto y separadamente el parecer de algunos
de uno y otro clero, y también de laicos que destaquen por su sabiduría” (377
& 3). Éste es el procedimiento habitual “a no ser que se establezca
legítimamente de otra manera”.
Cuando
se trata de la elección de un obispo
auxiliar, corresponde al diocesano solicitante proponer “a la Sede
Apostólica una lista de, al menos, tres de los presbíteros que sean idóneos
para ese oficio” (377 & 4). También en el inicio de este canon se indica
que se ha de proceder de esta manera “si no se ha provisto legítimamente de
otro modo”.
La
diferencia entre un obispo coadjutor y otro auxiliar radica en que el primero
de ellos tiene derecho a suceder al titular, mientras que el segundo es un
ayudante. El código de derecho canónico deja ver la diferente responsabilidad
de uno y otro en el mismo procedimiento electivo: el diocesano y el coadjutor
son elegidos por la Santa Sede a propuesta del Nuncio; el auxiliar, a propuesta
del obispo titular. Como se puede apreciar, la responsabilidad del obispo
diocesano es muy grande en el nombramiento de un obispo auxiliar; no así en el
de un coadjutor, aunque su margen de maniobra puede quedar recortado como fruto
de negociaciones con el Nuncio o con algunos de los cardenales que integran el
dicasterio para los obispos y en cuyas manos se encuentra, frecuentemente, la
decisión anteúltima.
Ordenación absoluta y obispo
auxiliar. La figura del obispo auxiliar (no así la del
coadjutor) sigue presentando muchas reservas teológicas, por más que su
institucionalización sirviera, por ejemplo, para renovar el colectivo episcopal
durante el pontificado de Pablo VI, como así sucedió en España durante los
últimos años del franquismo.
Sin
embargo, es una forma de acceder a la sucesión apostólica que no acaba de
sacudirse lo que tan contundentemente sostiene el canon 6 del concilio de
Calcedonia (451) cuando declara nula toda ordenación episcopal que no se
efectúe para una iglesia determinada: “ninguno debe ser ordenado de manera
libre ni obispo, ni diácono, ni en general para funciones eclesiásticas, si no
ha sido asignado en particular a una iglesia de una ciudad o aldea, a una
capilla de mártir o a un monasterio. El santo concilio ha decidido, para los
que sean ordenados de manera absoluta, que la ordenación quede sin efectos y
que, por la maldad del que les ha impuesto las manos, éstos no puedan en parte
alguna ejercer (sus funciones)”.
Según
este canon, es la ordenación para presidir una comunidad lo que habilita para
ser considerado sucesor de los apóstoles y formar parte del colegio episcopal.
La recepción de esta verdad es de tal entidad, que en el concilio Vaticano I se
plantea si los obispos sin diócesis tienen derecho a sentarse en el aula
conciliar y a participar, por tanto, en los debates y decisiones conciliares. Además,
la vigencia del decreto calcedonense explica que las listas de las sucesiones
episcopales, a veces determinantes en la atestiguación de la verdadera fe,
jamás sean establecidas según la línea de la imposición de manos, sino según la
sucesión en la cátedra, esto es, según la presidencia de una iglesia.
No
tiene nada de extraño que bastantes teólogos cuestionen la figura del obispo
auxiliar, a pesar de los esfuerzos actuales por cumplir la formalidad exigida
adjudicando a estos prelados la presidencia de diócesis antiguas, existentes en
su tiempo, pero sin vida en la actualidad. Es lo que se conoce como el
nombramiento “in partibus infidelium” (“en tierras de infieles”). El
decantamiento por esta práctica —y la fragilidad que presenta— indica que sigue
pendiente una recepción institucional de la teología conciliar sobre el
episcopado.
El peso de la curia vaticana
y de los “lobbies”. Es de sobra conocido que el
sucesor de Pedro no puede gobernar por sí solo una Iglesia de más de 1.300
millones de católicos y con más de 5.000 obispos. Necesita de la curia y la
curia actúa, obviamente, en su nombre. Pero es igualmente cierto que el Papa
tampoco puede controlar todos los movimientos y personas de la curia ni estar
al tanto de todo lo que se pone en juego cuando se están madurando
disposiciones intermedias con el fin de facilitar una decisión suya. Es
entonces cuando se pone de manifiesto el importante papel que desempeñan los
miembros y “lobbies” de la curia y el peso de sus convicciones, “filias” y
“fobias”. Nadie pone en tela de juicio que se esfuercen —y la gran mayoría de
las veces así sucede— por anticipar una decisión que sea conforme con lo que
entienden que son las convicciones del Papa. Pero también es difícilmente
refutable que siempre existen márgenes de maniobra en los que con frecuencia
tienen una enorme importancia sus diagnósticos y criterios personales y, por
supuesto, los grupos de presión o “lobbies”.
Por
tanto, es cierto que el Papa “nombra libremente” los obispos, pero también lo
es que su intervención en dichos nombramientos se ha de entender —si se
exceptúan algunos casos muy concretos— en sentido muy amplio, es decir, con la
ayuda, frecuentemente determinante, de la curia y, más concretamente, del Dicasterio
para los Obispos en el que no faltan personas con un protagonismo indiscutido
(y más, si son de la nación a la que pertenecen algunos de los candidatos) y,
por supuesto, sin descartar la posibilidad de una intervención excepcional de
la Secretaría de Estado.
2.- El Papa “confirma a los
que han sido legítimamente elegidos”
Hay
lectores del canon 377 & 1 que desconocen o aparcan su segunda parte cuando
sostiene que el Sumo Pontífice “confirma a los que han sido legítimamente
elegidos”. Es así como el Código de derecho canónico recoge la intervención —cierto
que muy restringida— de algunas diócesis en la elección de sus respectivos obispos.
En la actualidad, unas treinta diócesis alemanas, austriacas y
suizas tienen capacidad —en algunos casos, por derecho concordatario— para
intervenir en la elección de sus respectivos prelados, bien sea presentando una
terna a Roma o eligiendo —normalmente por el cabildo catedralicio— a uno de los
tres presentados por el Vaticano. Es un procedimiento mixto (y manifiestamente
mejorable) que permite alcanzar el tan añorado punto de equilibrio entre los
deseos de la iglesia local y la responsabilidad apostólica del primado. Ésta es
una práctica muy extendida en Alemania, Austria y generalizada en todas las
diócesis de Suiza.
Propuesta. Pocos discuten la bondad de que la Sede Primada se reservara la última
palabra en la gran mayoría de las elecciones episcopales frente a las
inaceptables injerencias galicanas. Y nadie, medianamente informado, discute
que la elección de los obispos ha sido —en la tradición más venerable y
prolongada de la Iglesia— el resultado de un acuerdo “católico” entre la
voluntad de los fieles directamente concernidos y la responsabilidad de la Sede
Primada por velar y garantizar la unidad de fe y la comunión eclesial.
Evidentemente,
apelar de manera exclusiva a la elección de los obispos por votación popular
puede presentar —en el extremo— algunos riesgos de
fidelidad al Evangelio. El ejemplo irrefutable es la hipótesis de que una
diócesis mayoritariamente xenófoba y racista acabara eligiendo un obispo del
mismo o parecido perfil. Hay ocasiones en las que la elección democrática y la
fidelidad debida al Evangelio pueden colisionar. Es esta cautela la que ha
estado fundamentando una necesaria “reserva” papal (“reservatio”) en toda
elección. Semejante cautela ha llevado a que la Sede Primada confirmara,
ratificara o “reconociera” (“recognitio”) a los legítimamente nombrados. Pues
bien, es esta responsabilidad la que sigue fundamentando en nuestros días la
conveniencia de que la Sede Primada siga teniendo dicha “reserva” en la
elección de cualquier obispo. Sin embargo, cuando la legítima y necesaria
“reserva” acaba independizándose y desoyendo el parecer de la iglesia local,
también se incurren en crasos errores, como así ha sucedido en la historia de
la Iglesia y como sigue aconteciendo en la actualidad. Por eso, sería deseable
que el actual canon cambiara la oración subordinada por la principal, haciendo
que lo que muchos entienden que es una excepción o privilegio (la intervención
del pueblo de Dios en el nombramiento de los obispos) volviera a ser lo habitual: “el Sumo Pontífice confirma a los que han
sido legítimamente elegidos o, en situaciones excepcionales, nombra libremente
a los Obispos”.
Es cierto que el
código de derecho canónico faculta al Nuncio para consultar (en algunos casos)
a determinadas personas. Pero es igualmente cierto que dichas consultas son manifiestamente
insuficientes y nada transparentes. Los procedimientos arbitrados no respetan,
como sería deseable, las reglas más elementales de la sinodalidad y
corresponsabilidad ni la “lógica católica” que han de presidir toda la vida de
la Iglesia y también, obviamente, su organización, su funcionamiento interno.
Cuando no se cuidan como es debido no sólo se puede caer en el error de elegir
un obispo racista o xenófobo, sino que también se pueden sacrificar diócesis
enteras por criticables intereses (frecuentemente políticos) de personas
influyentes en la curia vaticana o de “lobbies” eclesiales. Son muchísimas las
diócesis que son víctimas de este juego de intereses ajenos o, en el mejor de
los casos, de diagnósticos cruzados y hasta enfrentados sobre su futuro cuando
se nombran obispos, aunque sean auxiliares. El precio pagado —o
no pagado cuando se ha procedido con cierta mesura— está a la vista de
quien lo quiera ver.
Conclusión. Por eso, lo normal es que se
habilitara un procedimiento en el que, garantizando (sin trampa ni cartón) el
respeto debido a la voluntad del pueblo de Dios (“ningún obispo impuesto”), se
articulara semejante respeto con la ineludible responsabilidad papal de velar
por la unidad en la fe y la comunión eclesial (la “reservatio” y “recognitio”).
Éste es el marco en el que se inscribe el planteamiento del Foro de curas de
Bizkaia del pasado 23 de abril de 2018
cuando sostiene que la elección de un nuevo obispo (titular, coadjutor o
auxiliar)
·
Ha de
estar precedida de “un estudio de la situación y necesidades” de la diócesis, “así
como del subsiguiente discernimiento en los órganos de corresponsabilidad
(particularmente, en el Consejo Pastoral Diocesano y en el Consejo del
Presbiterio) sobre la conveniencia o no de nombrar” un nuevo obispo; algo
indudable en el caso de ausencia de un titular; y opinable en los casos de un
coadjutor y auxiliar.
·
En tal
estudio de situación y necesidades “tendría que haber un apartado
específicamente dedicado a evaluar” (cuando se solicita un coadjutor o un
auxiliar) “las tareas propias y las dedicaciones a las mismas que desempeña” el
obispo “al que se le ha encomendado presidir la diócesis”.
·
Y “en
caso de que el resultado del discernimiento fuera nombrar” un nuevo obispo, “habría
que activar un procedimiento de participación que, además de corresponsable,
fuera inequívocamente transparente tanto en la determinación del perfil que se
considere procedente como en las propuestas de posibles candidatos”.
A la luz de estas condiciones elementales de
transparencia y participación se entiende la conclusión a la que llegan: “obviar
o dar por hecho estos primeros y elementales pasos y solicitar posibles nombres
de candidatos, deslegitimaría todas las decisiones que se pudieran adoptar
posteriormente y cargaría de razones a quienes sostienen que nos encontramos de
nuevo ante otro obispo impuesto” “por motivos e intereses ocultos e
inconfesables”.
Y se entiende, igualmente, su negativa posterior
a participar en una consulta en la que no ha habido discernimiento alguno sobre
la necesidad o no de un obispo auxiliar y que, además, será secreta y reservada
exclusivamente a los miembros del Consejo Pastoral Diocesano y Consejo del
Presbiterio. Entienden que, procediendo de esta manera, no se respetan las reglas
más elementales de sinodalidad y transparencia. Es, sencillamente, una huida
hacia adelante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.