(En RD, 19.05.2018)
(Jesús Martínez Gordo, teólogo).-
El pasado 20 de abril ETA reconocía haber causado "daño" en el marco de un "sufrimiento desmedido"
que ya "imperaba" antes de que hubiera nacido ("muertos, heridos,
torturados, secuestrados o personas que se habían visto obligadas a huir
al extranjero") y que seguía subsistiendo una vez "abandonada la lucha
armada".
Mostraba, seguidamente, su "respeto" por los muertos y heridos de sus "acciones" y pedía perdón a las víctimas
que había provocado sin que hubieran participado directamente en el
conflicto. Manifestando "respeto" por unas y pidiendo "perdón" a otras,
establecía una diferenciación entre ellas y dejaba entrever la razón de
fondo del comunicado: hemos perdido una batalla, pero no la guerra
(es de suponer que solo política a partir de ahora). Y, como es sabido,
en todas las batallas siempre hay víctimas que se merecen el "respeto"
de quien agrede o repele e inevitables "daños colaterales" por los que
hay que pedir "perdón", aunque no guste. A las pocas horas de conocerse
esta declaración, los obispos de San Sebastián, Bilbao y Vitoria, junto
con los de Pamplona y Bayona, sostenían que en el seno de la Iglesia
vasca se habían dado "complicidades, ambigüedades y omisiones" con la violencia terrorista. Pedían, por ello, "sinceramente perdón".
El dolor provocado por esta declaración episcopal ha sido enorme
entre muchos de los católicos vascos que han permanecido durante décadas
en las primeras filas del pacifismo o que han defendido, contra viento y
marea, la urgencia de reconducir el llamado "problema vasco" a
parámetros estrictamente políticos o que, incluso, han llegado a sufrir
en sus propias carnes la violencia, las amenazas, las extorsiones, el
terror y el hostigamiento de ETA.
Estas personas no solo no han sido cómplices con ETA, sino que la han
padecido y "combatido" con todas sus fuerzas. Es cierto, sostienen, que
hubo quienes durante los últimos estertores de la dictadura franquista invisibilizaron "la lógica militarista"
y a las víctimas de la violencia etarra. Pero es también incuestionable
que se empezaron a superar tales ocultamientos -de manera lenta pero
inexorable- en cuanto la democracia pasó a ser una realidad en el País
Vasco y en España.
Fue entonces cuando, al iniciarse un proceso de normalización
democrática, se comenzó a poner en su sitio a ETA y su "mística"
supuestamente "liberadora". Sobre todo, cuando la violencia se tornó
ciega e indiscriminada y la patria o la libertad pasaron a convertirse
en absolutos que acababan justificando la muerte; incluso, de niños. A
partir de ese momento la inmensa mayoría de la Iglesia (y de la
sociedad) vasca asumieron un indudable protagonismo en la promoción militante de la paz y de la reconciliación, así como en la deslegitimación de la violencia y del terror.
¿Por qué, se preguntan estas personas, los obispos vascos no han
ofrecido una valoración de urgencia sobre la diferenciación que ETA
establece entre víctimas a las que "respetar" y víctimas a las que
"pedir perdón"? ¿Por qué no se han comprometido en favorecer un relato
argumentadamente fundado sobre la actuación de la Iglesia vasca, más
allá de estereotipos al uso? Y, sobre todo, ¿por qué se han manifestado de manera tan desafortunada y nada ponderada? Son muchas y diferentes las respuestas que se pueden escuchar sobre esta última cuestión. Retengo dos.
Según la primera, la más amable, en el origen de este precipitado comunicado, estaría la decisión de moverse rápidamente y no quedar desbordados
por otra cascada de críticas, semejante a la que se dio cuando
decidieron ausentarse de lo que se denominó "la escenificación del
desarme de ETA" (Bayona, abril, 2017).
Según la segunda, menos amable, los actuales obispos vascos habrían
sido promovidos a tal responsabilidad porque presentaban un perfil en el
que eran previsibles pronunciamientos como el habido que, por si
pareciera poco lo allí denunciado, descalifican además la gestión de
quienes les han precedido al frente de las diferentes diócesis vascas y
parecen desconocer su magisterio al respecto: "Una ética para la paz
(Los obispos del País Vasco 1968-1992)" (S. Sebastián, Idatz, 1992),
entre otros. No es extraño, llegan a sostener, que personas con un
perfil tan poco ecuánime tiendan a pasarse o de frenada (como así
sucedió el año pasado) o de aceleración (como ha ocurrido estos últimos
días). No acaban de encontrar la mesura requerida ni en éste ni en otros asuntos más domésticos o pastorales.
Finaliza un tiempo y se abre otro en el que seguir reparando el enorme daño
causado a todas las víctimas (sin excepciones) y en el que se
ensayarán, además, nuevas articulaciones (económicas y políticas) entre
unidad, libertad y solidaridad.
Quienes vivimos y entendemos la catolicidad como equilibrio
permanentemente inestable y, por ello, fuente de una enorme pluralidad,
podemos afrontarlo con ilusión y creatividad. Nos gustaría poder contar
en tal tarea con los obispos. Sean éstos u otros.
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