(Dsculpen esta tremenda equivocación. Por propia ignorancia en esta materia, no salió el contenido en su fecha programada: 28/06/16. Pero ahí va...)
Entre las luces del fenómeno de las
asociaciones eclesiales hay que recordar, sin lugar a dudas, lo que es común a todos
ellos, es decir, una carga de energía y de creatividad típica de creyentes que
no necesitan un impulso o aprobación desde
arriba, y que no tienen necesidad tampoco de "popularidad" para
lanzar iniciativas o formar grupos. En este sentido, ellos han puesto en
circulación la idea (difícil de comprender
en un cristianismo established con fuertes vínculos entre el Estado y la Iglesia, como en Europa), de que el
cristianismo como fenómeno histórico vive de la energía y fuerza de los
creyentes y no del apoyo del Concordato o
de una "religión civil", o del rol social que una cierta cultura
asigna a la iglesia y al cristianismo.
Otro aspecto positivo es que las asociaciones
eclesiales - algunas veces, no siempre - pueden ofrecer
"hospitalidad" a grupos o individuos que viven situaciones eclesiales
difíciles, sea dentro de la Iglesia católica
universal, de las iglesias locales o en las relaciones entre católicos y cristianos de otras confesiones que están
pasando momentos históricos de
crisis. Es un fenómeno muy evidente en los Estados Unidos, donde el fenómeno de los movimientos
implica a grupos eclesiales provenientes de la Iglesia episcopal (anglicana) de
América y la Iglesia de la ELCA ("Evangelical Lutheran Church in
América"). Estas dos Iglesias viven un
debate intenso y doloroso sobre la cuestión de la homosexualidad en la Iglesia; el hecho de que la
Iglesia católica esté también formada
por comunidades y movimientos diversos, permite ofrecer, a veces, cobijo a los que están en desacuerdo con las decisiones
tomadas por los organismos dirigentes de sus iglesias. Esto representa un riesgo, dado que la acogida ofrecida a
estos grupos e individuos puede
fácilmente transformarse en una especie de "shopping" eclesial que no
se adapta al mandato ecuménico.
Si es excesivo definir a los movimientos como
un fenómeno "oportunista" respecto a la crisis de autoridad de la
iglesia-institución en el curso del periodo
post-conciliar, es igualmente excesivo y no correcto identificar en
ellos "la primavera" de la iglesia post-conciliar. No es correcto no
solo porque la explosión de este fenómeno está más ligado a la cronología de los pontificados post-conciliares que al post-concilio en cuanto tal, sino porque la
"primavera de los movimientos" se construye por una oposición
-a veces oblicua, a veces frontal- a la teología
post-Vaticano II en la fase más aguda del debate sobre la recepción del
concilio al inicio de los años ochenta.
La inclinación "comunitarista"
(desde el punto de vista experiencial, más que desde la teoría del
comunitarismo) del movimiento católico de
última generación habla claramente de la comprensión negativa de la modernidad
y de las libertades modernas. La misma idea apadrinada por Benedicto XVI, de los movimientos como
"minorías creativas" dentro de una iglesia-minoría en el
interior del mundo moderno, teoriza una
situación de enemistad entre cristianismo y mundo moderno: una enemistad
creada por la modernidad, a la cual el cristianismo responde en modo defensivo con la creación de un mundo
comunitario, con la creación de un soporte identitario o de un soporte
social y afectivo frente a la hostilidad.
Desde el punto de vista histórico, este tipo
de asociaciones se adjudica el dividendo de la breve epopeya del llamado
"disenso católico", sin haber sido
afectado (ni desde el punto de vista ideológico ni sociológico) por aquel naufragio. Si algunos
movimientos católicos se acercan a la
política prestándose a las batallas circunstanciales lanzadas por los
obispos, un rasgo típico de todos los movimientos es la fuga del debate intra-eclesial. En este sentido es
fácil ver como el término "movimientos"
configura algunas veces un abuso terminológico: en la comparación entre
la praxis eclesial de los nuevos movimientos y el significado del término, y en
la comparación entre los nuevos movimientos y
los movimientos de la primera mitad del siglo XX (litúrgico, bíblico, ecuménico, patrístico), la aportación de los
"nuevos movimientos" de la reconquista a la vida
eclesial es muy diferente del concepto de movimiento como elemento
interno de la dialéctica entre "movimiento" e "institución".
Pero desde otro punto de vista y muy
importante, está la recepción de la idea de la iglesia como
"ciudad asediada" (de peligros externos tanto
como de enemigos internos), una idea que empuja a la solidaridad sociológica de grupo y con la jerarquía eclesial, más que con otras tendencias de la iglesia o del mundo contemporáneo.
En este sentido, esta corriente, dotada de
autonomía organizativa pero muy cercana a algunas líneas del pontificado de Juan
Pablo II, se promueve a sí misma entre la
mitad de los años setenta y los años ochenta,
como vanguardia católica para la lucha en el plano político- social, contra la secularización y la legalización
del divorcio y del aborto: más en el plano simbólico que en el del
efectivo peso político. Estos movimientos se insertan en el (más bien
aprovechan del) fin del impulso del
Vaticano II a favor de una "iglesia de los pobres" y se apoyan en la estela de la represión de la teología de la
liberación y de la teología católica feminista a partir de la mitad de
los años ochenta.
El episcopado y las conferencias episcopales
han sido suplanta das por el papado mediático, y los mismos
obispos debilitados tienden a ir detrás de los movimientos eclesiales como
interlocutores privilegiados de la nueva
iglesia militante. De una iglesia guiada por los obispos y el clero se
ha pasado, en estas nuevas vanguardias, a una iglesia que sustituye el
antiquísimo modelo del ministerio pastoral de los obispos y de los presbíteros (los pastores de las iglesias
locales territoriales) por el gobierno remoto del papa (que representa
el punto de identidad confesional global, único e indiscutible) y con la guía
inmediata del líder de la comunidad (que puede ser laico o clérigo, pero que
goza de una legitimación de la base de sus comunidades, y no tanto de los
mecanismos institucionales de iglesia). La consecuencia inmediata es que en el
interior de las nuevas élites del catolicismo hay un pluralismo cultural y político ciertamente menor si lo comparamos a lo que
ofrece la inculturación de las iglesias locales. En la fase actual,
gracias a la secularización y a la necesidad
de la iglesia de dotarse de fuerzas de movilización, se ha iniciado una
espectacular transformación, gracias a los católicos, del fundamento de la legitimación de las élites
católicas laicas.
En este sentido la proliferación de los
movimientos con tendencia a ceder el poder a los vértices
representa un caso de no-recepción del mensaje
conciliar, que tenía entre sus objetivos también una descentralización
del funcionamiento de la máquina eclesial.
También el clero diocesano y los religiosos
se ven a veces superados por los movimientos eclesiales, ya sobre el plano del
discurso de la misión ad gentes, ya sobre el plano de su
énfasis "familiarista". Los espacios que hasta
hace pocos decenios estaban gestionados por el episcopado, el clero, las
órdenes religiosas, los monasterios, y los notables católicos, ahora están
gestionados por una nueva élite que en gran parte
se distingue por su anónima e irreconocible posición teológica, o por su oposición o resistencia al magisterio
conciliar y a las experiencias
post-conciliares de recepción de los nuevos modelos asociativos en el interior de la iglesia.
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