Termino aquí
mis constataciones sobre hechos y dichos sobre la cárcel de Zamora. No todas
las cuestiones tratadas tienen la misma relevancia, ni mucho menos. El
objetivo, al abordarlas, ha sido el de enmendar lo que no es cierto o se presenta sesgado o extorsionado en el
libro, sea la que sea su importancia, siguiendo en su exposición un orden
cronológico no ciertamente riguroso.
Para hacerlo me he valido, fundamentalmente,
de citas del mismo libro. Suele argüirse que las citas sacadas de su contexto,
deforman el mensaje del texto, en ocasiones, hasta falsearlo. Consciente de
este peligro, me he extendido en las citas, incluso repititiéndolas en algunos
casos, para contextualizar mis consideraciones lo mejor posible.
Por otra
parte, terminado el escrito, he vuelto a leer la parte dedicada en el libro a
la cárcel de Zamora y creo sinceramente que lo que he omitido no cambia
sustancialmente la visión de los hechos expuesta en el escrito.
Como he
dejado bien claro desde el principio, he
pretendido principalmente referirme a lo relacionado con la cárcel de Zamora.
No obstante, entre los pasajes que me han chocado al leer el libro, hay tres
que no me resisto a dejar sin mecionarlos.
1.- El primero se refiere al bombardeo de
Gernika. Dice, al respecto, D. José María Cirarda:
“Mucho me turbó tambien lo sucedido
en torno al bombardeo de Guernica. Quiso Dios que fuera testigo presencial del
mismo. El 25 de abril del 37 fui de excursión con unos amigos a Katillotxu, un monte entre Mundaka y Gernika.
El ejército de Franco había ocupado ya parte de Bizkaia, pero la guerra no
había llegado todavía a nuestro rincón costero. Contemplábamos el bello valle
de Guernica, cuando un avión se adentró sobre el mar a la altura de Lekeitio,
unos kilómetros al este de nosotros, embocó la ría y descargó unas bombas sobre
Gernika. A poco, fueron tres los aviones que repitieron la ruta y el bombardeo.
Luego, siete. Y, por fin, veintiuno. Todo el centro de Gernika quedó arrasado.
Nadie conoce el número de muertos de aquel bombardeo. Se dijo que fueron mil.
Era lunes, tradicional día de mercado en dicha villa. Estaba llena de aldeanos
de toda la comarca. Al bajar a nuestro pueblo, encontramos una riada de
refugiados que huían despavoridos. El bombardeo me impresionó mucho. Pero no me
turbó. Lo estimé un accidente de guerra, indeseable pero previsible”. (pags.
34-35). Accidente de guerra!? Previsible!?
Después de
aclarar a continuación que por experiencia personal no podía estar de acuerdo
con la explicación de los obispos sobre algunos crímenes y despropósitos
cometidos en la zona militar, dice lo siguiente:
“Los fusilamientos de gente buenísima
condenada en precipitados juicios sumarísimos no eran demasías de gente
incontrolada. Vale lo mismo para el encarcelamiento o la confinación de muchos
buenos sacerdotes vascos. Seis había en Mundaka en 1937: uno enfermo, otro
claramente filocarlista, los otro cuatro fueron encarcelados, entre ellos el
cura párroco, santo varón, con quien solía confesarme durante las vacaciones
veraniegas. Para dos de ellos la prisión, sin juicio, se alargó años en
Vitoria, Palencia, Huesca y Sevilla. Ambos, al salir de la cárcel, fueron
confinados: uno en Andalucía y en Huesca el otro”. (pags. 35-36).
En este
contexto, llama la atención que no mencione ni a los catorce (dieciseis?)
sacerdotes vascos ni a Alejandro Mallona,
alcalde de Mundaka, asesinados por las fuerzas franquistas.
2.- Me han desazonado tambien las consideraciones
que hace sobre la Carta
colectiva del Episcopado Español sobre la guerra.
“Meses
después conocí la Carta colectiva
del Episcopado Español sobre la guerra datada el 1 de julio de 1936
(sic). Comprendí perfectamente dos cosas, en cuanto me era dado apreciar a mis
19 años: que la Iglesia
de España había acatado los poderes de la II República
y no había tomado
parte activa en la preparación del llamado alzamiento del 18 de julio; pero
que, a pesar de su neutralidad en política, terminó defendiendo la legitimidad
del alzamiento contra el Gobierno de Madrid, porque la tremenda persecución
religiosa en la zona gubernamental le planteó la más dura alternativa
imaginable: ser o no ser”. (pag.
35).
“Dije, al hablar del impacto de la
guerra civil en mi vida, que fue comprensible que la Iglesia, aunque no tomó parte en la preparación del
levantamiento militar de 1936, terminara apoyándolo, desde el momento que la
persecución arreció en la zona del gobierno republicano con el claro propósito
de aniquilar a la Iglesia”.
(pag. 229).
Hay en estos
pasajes, por lo menos tres apreciaciones
que no se ajustan a la realidad de los hechos.
a) Que la Iglesia de España había acatado los poderes de la II República, y
que había actuado con neutralidad en
política, cuando es de sobra conocido que casi todos los
obispos españoles, antes de la
Carta colectiva, se habían pronunciado ya públicamente en
favor de los insurrectos. Y la
Carta colectiva fue redactada por iniciativa de Franco,
después de que otros dos proyectos, uno propuesto por el Papa y otro por el
cardenal Gomá, no se materializaron. (Hilari Raguer. La pólvora y el incienso. Ediciones
Península. Pags. 151, 155)
b) “Que la Iglesia no había tomado parte activa en la
preparación del llamado alzamiento del 18 de julio. Solo faltaría que
hubiera tomado parte activa en la preparación del alzamiento; pero
concretamente en Navarra, donde José María Cirarda fue Arzobispo, era de
dominio público, en los meses precedentes a dicho alzamiento, que iglesias y
sacristías fueron transformadas en polvorines; y asimismo, eran conocidas las
andanzas del sacerdote Fermín Yzurdiaga, director del diario “Arriba España”.
c) Al hacer referencia a la Carta colectiva es
decepcionante que, habiendo sido D. José María Cirarda Profesor del Seminario de Vitoria y Canónigo
de la catedral, no reivindique a los no firmantes de la citada Carta entre los
que los más conocidos son Fransesc d’Assís Vidal i Barraquer, Arzobispo de
Tarragona y D. Mateo Mújika, Obispo de Vitoria, mas los menos conocidos Torres
Rivas, Obispo de Menorca, anciano, medio ciego e incomunicado con el exterior
en aquella isla bajo dominio republicano, el cardenal Pedro Segura, Arzobispo
dimisionario de Toledo y que se hallaba en Roma y Javier Irastorza Loinaz,
Obispo de Orihuela-Alicante , a quien la Santa Sede le había impuesto un administrador
apostólico sede plena. (Hilari
Raguer. La pólvora y el incienso.
Ediciones Península. Pags. 156-160).
Mucho habría
que comentar, como opina el citado Hilari Raguer, en lo referente a la cantidad
de víctimas y modo de producirlas por parte de ambos bandos, no solamente en
Euskal Herria -y concretamente en
Navarra- sino en toda España.
3.- Siendo Arzobispo de Pamplona, emplea criterios muy diferentes para el nombramiento del
vicario general y para autonombrarse Rector del Seminario.
“Seguí con los dos vicarios generales
heredados de Mons. Méndez. Pero pronto pensé que debía cambiarlos. ... Así las cosas, escribí a todos los
sacerdotes pidiendo a cada uno tres nombres de posibles vicarios generales. Les
rogaba que me enviaran a mí
personalmente su voto. Y me comprometía a que nadie vería los nombres por los
que optaran unos y otros, y a que elegiría a uno que alcanzara más votos, pues
quería tener un vicario de mi total confianza y bien visto por los presbíteros.
A poco recibi una carta firmada por
algo más de cien sacerdotes. Era correctísima en la forma, muy dura en su fondo.
Decía en substancia, que Mons. Tabera había dado un paso decisivo en la vida
democrática de la diócesis, comprometiéndose a nombrar vicario general al
presbitero más votado en una elección que convocó al efecto. En consecuencia,
mi consulta suponía un grave retroceso en la democratización de la Iglesia de Navarra, contra
el que protestaban enérgicamente”. (pag. 305).
“No me sorprendió demasiado el
escrito. En mis días de administrador apostólico de Bilbao, Mons. Tabera me
había contado que había decidido nombrar su vicario general a quien fuera
elegido democráticamente por su clero y otros fieles a los que había concedido
voto. Le dije que me parecía un absurdo, tanto mayor cuanto que él era un buen
canonista, porque el vicario general no es un delegado del presbiterio ante el
obispo, sino quien hace las veces de éste, como indica su propio nombre, ante
toda la diócesis. Me reconoció que tenía razón, pero que no tenía más remedio
que proceder así, poque se lo exigía el consejo del presbiterio, con el que no
quería enfrentarse. Y quiso tranquilizarme, diciéndome que sabía quién iba a
ser elegido por amplia mayoría. Le repliqué que, de todas maneras, era absolutamente indebida la
aplicación de un procedimiento democrático en tema en que no era aplicable en modo
alguno. Se equivocó el buen D. Arturo. Los mismos que le habían forzado a poner
a votación el nombre de su vicario general, hicieron campaña para que no
saliera el que él quería y deseaba. Andando el tiempo, cuando ya era cardenal
prefecto de la Congregación
para la sagrada liturgia, me decia en su casa de Roma:
-
Pero ¡cómo pude hacer yo aquel despropósito!”. (pag. 306).
No parece que Mons. Cirarda fue tan disciplinado
y cumplidor a la hora de autonombrarse Rector del Seminario.
“Más me preocupó desde el primer día
de mi llegada a Pamplona la situación del seminario. D. José Méndez me había
comunicado que la situación era muy mala”. (pag. 308).
“A las pocas semanas fui a Roma, para
plantear el caso ante la
Congregación para seminarios y universidades. La presidía el
cardenal Garrone, un francés exquisito en todo. Algunos obispos, para demostrar
su interés por su seminario, se autonombraban sus rectores, asistidos por un
vicerrector. Así lo hizo en Huelva, por ejemplo, aquel obispo navarro, santo de
Dios que era Mons. José Mª Lahiguera, cuyo proceso de canonización se ha
ultimado ya en Madrid. La
Santa Sede prohibió tal práctica, diciendo que el obispo es
el obispo con función distinta de la del rector del seminario. A pesar de ello
y tras exponer al cardenal Garrone la situación que había encontrado en mi
seminario de Pamplona, le dije que, consciente de que estaba prohibido que los
obispos se nombraran a sí mismos
rectores de su seminario, pensaba autonombrarme rector del mío, aun a sabiendas
que ello iba a ser motivo de murmuraciones entre los sacerdotes, que me
acusarían de personalista y totalitario, pero estaba decidido a hacerlo, porque
lo consideraba necesario. Me contestó textualmente con el fino esprit que le caracterizaba, diciéndome:
-
¡Sr. Arzobispo, todo lo que es necesario está permitido siempre ...,
aunque esté prohibido!
Es un gran principio, que he recordado muchas
veces en situaciones difíciles.
Nada más regresar a Pamplona, hice
público mi propósito de ser el rector
del seminario, al menos durante un año. Y lo fui, de octubre del 78 a junio del 79”. (pags. 309-310).
Bilbao, noviembre del 2011
Martin Orbe
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