Para un obispo es fácil, muy fácil, desmantelar las instituciones de su
diócesis: Consejo, Curia, otros organismos centrales. Las actuales leyes
eclesiásticas le otorgan tanto poder, y tan escasamente controlado, que
él solo puede, por acción o por omisión, impedir la vitalidad y la
fecundidad de tan importantes realidades eclesiales. Y esto es,
exactamente, lo que está ocurriendo en la diócesis de Bilbao.
Juan Bilbao
Sólo al
que es ciego porque no quiere ver se le oculta que el nombramiento de
Iceta como obispo de Bilbao vino motivado por el deseo de corregir la
trayectoria de una diócesis que ha sido referencia por su renovación,
creatividad y recepción del espíritu conciliar. No era un encargo fácil.
Contaba con algunas “ventajas”: su formación teológica y espiritual,
tan distinta y distante, su temperamento abierto y popular, su capacidad
ejecutiva…
Su primer paso fue absorber el equipo de formadores del
seminario. Un equipo muy limitado en sus capacidades y que, cada día
más, aparece ante la diócesis como sumisos peones de brega del auténtico
rector: él mismo. El desprestigio del seminario es ya total.
El
segundo movimiento fue someter el colectivo de sacerdotes jóvenes y la
comisión del diaconado. Cuenta, ciertamente, con la complicidad de dos
circunstancias comunes a ambos colectivos: su conocida propensión hacia
las posiciones más conservadoras, y la colaboración utilísima de Gonzalo
Eguía, verdadero factótum común a los dos grupos.
Toca ahora, en
tercer movimiento, intervenir otras entidades diocesanas. El Instituto
Teológico ya ha recibido dos serios avisos. Primero con su manifiesta
desconfianza en el actual director, aunque haya tenido que confirmarle;
segundo con su prohibición de una conferencia de Torres Queiruga, aunque
luego tuvo que dar marcha atrás. Dos advertencias que toda la diócesis
ha captado claramente.
La Curia se encuentra pendiente de una
“remodelación” que despierta más temores, fundados, que esperanzas.
Muchos de sus responsables comentan con preocupación la posibilidad de
quedar reducidos a simples “recadistas” de las decisiones y ocurrencias
del obispo, sin auténtica corresponsabilidad o delegación.
Por
último, hasta nuevos pasos, se confirma que los Consejos diocesanos,
Episcopal, Presbiteral y Pastoral, se sienten mayoritariamente
descolocados con un obispo verbalmente incontinente y poco dado a la
reflexión reposada y los consensos bien trabajados.
Es momento de
preguntar a los responsables de estas instituciones qué piensan decir y
hacer ante el vaciamiento de su vocación eclesial. ¿Seguiréis en
silencio? ¿Defenderéis la trayectoria diocesana de la que sois deudores?
¿Engrosareis la lista de los mudos útiles que ayudaron a reconvertir la
diócesis de Bilbao?
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