D. José Angel
Ubieta, vicario de la diócesis, tambien fue detenido. Se cuenta así en el
libro:
“Estaba reunido el martes, 22 de
abril, con mi consejo asesor en la residencia episcopal. Vino el portero,
diciendo que unos soldados, al mando de un comandante, habían entrado en el
jardín, para detener a mi vicario general, D. José Ángel Ubieta, que me
acompañaba en la reunión. La suspendí de inmediato” (pag. 174).
A
continuación D. José María Cirarda expone con detalle todas las gestiones que
hizo:
* “Me encerré en mi despacho a solas
con José Ángel”. (pag. 174).
* “Llamé por teléfono al general
Cabanas, capitan general de Burgos ... quien le
contestó “La he decidido yo
personalmente”. .... Y añadió: “Para
que vea Vd. que estoy en buena disposición, dígale al comandante Aznar que se
ponga al teléfono.”
Al decirle
Mons. Cirarda que no sabía quién era ni dónde estaba el comandante Aznar, le
contestó: “Está al frente de veinte
soldados en el jardín de su casa, rodeándola totalmente para que no pueda
escapar el Sr. Ubieta.”
“Vino el Sr. Aznar a mi despacho. El
capitán general le ordenó que no llevara preso a mi vicario, pero que le
ordenara presentarse a las diez de la mañana siguiente en el cuartel de
Garellano, donde actuaba el citado juez militar”. (pag. 174).
* “Quedé a solas con mi vicario. Le
pregunté cuál podía ser el motivo de su detención. Me dijo que no se le ocurría
más que una pista: el párroco de Orozco le había visitado, para decirle que
ayudó al homicida en su huida, porque lo vió aterrado ante la posibilidad de
ser torturado. ... Ubieta, según me
dijo, le tranquilizó, diciéndole que durmiera en paz, si no tenía más pecados.”
... Y después, Mons. Cirarda le ordenó: “Mañana, cuando te presentes ante el juez, contesta a cuanto te
pregunte. Pero bajo pecado mortal, no puedes decir nada que conozcas por tu
ministerio como vicario general. Estamos obligados no solo al secreto de
confesión, sino tambien a guardarlo en todo lo que conocemos por nuestro
ministerio”. (pags. 174-75).
* “Las cosas se complicaron. José
Ángel se presentó en Garellano. ....
Supe al mediodía que había sido llevado a la prisión de Basauri. Llamé al
ministro de Justicia, D. Antonio Mª Oriol, y protesté enérgicamente. .... Reaccionó el ministro de inmediato. José
Ángel fue llevado al Hospital Militar, donde estuvo incomunicado tres días”.
(pag. 175).
* “Recibí un oficio del Tribunal
militar, pidiéndome permiso para procesarle. Antes de contestar, subí a Burgos
para entrevistarme con el capitán general, después de informar al Sr. Nuncio
sobre la situación. El aprobó mi plan y envió a la capital castellana al
abogado de la nunciatura, D. Antonio García Pablos, para que me ayudara a
preparar mi entrevista en Capitanía. Pero me sobraron sus consejos. El general
Cabanas me recibió con cortesía”.
“Su vicario general -me dijo de
entrada- no contesta más que a las
generales de la ley: nombre, edad, lugar de nacimiento, etc. ... Me metí -dice D. José
María Cirarda- en una explicación sobre los pecados ... El
capitán general me oyó estupefacto. Y nos despedimos sin ningún acuerdo”. (pag.
175).
* “Vuelto a Bilbao, negué la
autorización para procesar a mi vicario y comuniqué a la nunciatura la
situación”. ... “Me reuní con mi asesor jurídico, D. Juan
Ángel Belda. El pidió a D. Jaime Cortezo, amigo suyo y abogado madrileño de
fama, que viniera a aconsejarme. D. Jaime me tranquilizó, diciéndome que era
imposible que un tribunal civil o militar pudiera proceder contra mi vicario
después de mi rotunda negativa a su procesamiento.” (pag. 176).
*”Reunido estaba con él, al mediodía
del sábado 28, cuando el comandante Aznar me llamó para decirme que sentía
comunicarme que procesaba a mi vicario por orden expresa del capitán general,
que está en Madrid”. (pag. 176).
* “Reaccioné vertiginosamente. En menos de
media hora, protesté ante el ministro de Justicia, comuniqué la situación a la
nunciatura y llamé yo mismo a la
Secretaría de Estado. Los hechos se precipitaron con
velocidad increíble. Invité a comer a
Juan Ángel Belda y al Sr. Cortezo. Estábamos de sobremesa, cuando el
comandante Aznar me comunicó que mi vicario quedaba libre por orden del capitám
general. ¿Qué había pasado? Lo supe pasados algunos años. Me lo contó mi viejo
amigo, D. Antonio Garrigues, embajador en aquel entonces de España ante la Santa Sede. La Secretaría de Estado le
llamó alarmada. El habló con su ministro, el bilbaíno Sr. Castiella. Este fue
personalmente a El Pardo, para comunicar al Jefe del Estado el grave conflicto
planteado con la Iglesia. Y
Franco, personalmente, ordenó al general Cabanas que dejara libre a mi vicario
general”. (pag. 176).
Nueve
sacerdotes diocesanos fueron detenidos y
encarcelados en la cárcel de Zamora. Así es tratado el caso en el libro:
“Uno de los conflictos más necios,
aunque muy grave, durante mi servicio episcopal en Bilbao se derivó de la
inesperada detención y traslado a Zamora de nueve sacerdotes el 1 de junio de
1970. Conmovió a la diócesis por el número crecido de los apresados y porque
algunos de ellos eran sacerdotes muy estimados en la diócesis. Todo se realizó,
además, sin ningún conocimiento previo de la autoridad diocesana”. (pag. 208).
El libro no
cita la identidad de los encarcelados, que fueron los siguientes: Ernesto Araco, Juan Antonio Gurrutxaga,
Martin Hormaeche, José Antonio Kalzada, Anastasio Olabarría, Francisco Regidor, Fco. Javier Sagastagoitia, José Antonio
Zabala y Cipriano Zamalloa.
Mons. Cirarda
enjuicia asi este caso:
“Fue una lamentable rabieta, si vale
decirlo así, del capitán general, irritado conmigo desde que Franco,
personalmente, le había obligado a dejar libre a José Ángel Ubieta, mi vicario
general, según he comentado antes.”
“Y el capitán general, mal
aconsejado, decidió encarcelar a diez sacerdotes ... acusándoles de haber cometido “faltas leves
de ligera irresponsabilidad contra las autoridades militares” en las homilías
que habían pronunciado un año atrás en la festividad del Corpus Christi. Trató
de encarcelar a diez, pero solo trasladaron a Zamora a nueve porque no
encontraron al décimo.” (pags. 208-209).
“El despropósito era mayúsculo. En
primer lugar, por una cuestión de fondo: toca al obispo y no al capitán general
juzgar si una homilía es conforme o no con lo que debe ser la predicación en la Iglesia. Por otra
parte, el propio Código de Justicia Militar decía que “las faltas leves
prescriben seis meses después de cometidas”. ¡Y había pasado un año
desde el Corpus Christi de 1969
a junio de 1970, en que se decretó la prisión de mis
sacerdotes!”. (pag. 209).
Tras no
aceptar la propuesta del subsecretario
de Justicia de que los sacerdotes firmaran una solicitud pidiendo perdón por su
falta, la solución que Mons. Cirarda arbitró para el caso fue la siguiente:
“Así las cosas, redacté yo mismo una
cuartilla, para que la firmaran los citados sacerdotes detenidos ... si
querían. Tenía tres puntos: no reconocían más autoridad que la del obispo para
juzgar sus homilías, negaban haber cometido ninguna falta en la festividad del
Corpus de 1969 y recordaban que había pasado ya un año desde dicha fecha. D.
Juan Ángel Belda llevó a Zamora nueve copias para quienes quisieran firmarlas.
Llegó cuando los presos iban a comer. Uno de los sacerdotes se negó a firmar el
escrito. Quedó un mes en prisión. Los otros ocho lo firmaron y con la misma
fueron dejados en libertad, tan de inmediato que no volvieron al comedor de la
prisión”. (pag. 209).
En este caso de los nueve sacerdotes
detenidos, el obispo hizo algo más:
“Unas cuantas parroquias habían
quedado sin sacerdote para la eucaristía del sábado 6 y del domingo 7 de junio.
Di una nota anunciando que mi vicario general y yo mismo celebraríamos cuantas
eucaristías fueran necesarias para cubrir su falta. Pero antes reuní al consejo
del presbiterio. Tras madura reflexión, obispo y consejeros publicamos una
carta pastoral conjunta. No es cosa habitual. Personalmente lo he hecho solo
dos veces: una en Bilbao y otra en Pamplona. Algunos obispos lo consideran un
error, porque el consejo presbiteral es un organismo consultivo. Pero es claro
que el obispo puede concederle poder deliberativo con determinadas condiciones.
Así lo hice en esta ocasión”. (pags. 209 - 210)
Por todas
estas citas, es evidente la distinta postura de D. José María Cirarda ante las
diversas detenciones. Mientras al referirse a los detenidos tras el homicidio
del taxista en Orozko hay acusaciones de
“desviaciones” y “de estos o aquellos delitos” y que ” puede haber quien haya invertido los
valores de su vida sacerdotal”, y en
el caso de los huelguistas de hambre es clara la frivolidad con que trata la
decisión de hacer la huelga y la poca
consideración mostrada hacia los huelguistas,
se hace una defensa a ultranza
-que no me parece mal, sino todo lo contrario- de D. José Ángel Ubieta y de los nueve
sacerdotes encarcelados por la predicación de una homilía.
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