Fuente: Redes Crsitianas
Por Raquel
17/05/2025
El reciente relevo en el papado ha vuelto a poner al Vaticano en el centro del interés mediático global. Durante semanas, los medios han ofrecido una cobertura continua, enfocada en el proceso del cónclave y en las características personales del nuevo pontífice. Sin embargo, esta avalancha informativa ha dejado fuera del foco cuestiones más profundas y urgentes: ¿cómo se ejerce la autoridad en la Iglesia católica? ¿Qué papel tienen los fieles en su organización? ¿Y hasta qué punto esta estructura responde al espíritu del Evangelio que dice representar?
La forma en que los medios han tratado este cambio de pontífice ilustra una tendencia preocupante: la trivialización del debate sobre el modelo institucional eclesial. Se ha especulado con entusiasmo sobre si el nuevo papa será reformista o tradicionalista, si vendrá del norte o del sur global, si tendrá un estilo cercano o más doctrinal. Pero se ha evitado abordar el verdadero problema de fondo: el carácter estructuralmente anti-democrático y excluyente del actual sistema eclesiástico.
En pleno siglo XXI, la Iglesia continúa rigiéndose por una lógica jerárquica y vertical que excluye del proceso de decisión a la inmensa mayoría de sus miembros. Los laicos —y especialmente las mujeres— siguen sin voz ni voto real en las instancias donde se decide el rumbo pastoral, teológico e institucional de la comunidad eclesial. El acceso al poder está reservado exclusivamente al clero ordenado, dentro de una estructura que no ha sido pensada para la corresponsabilidad, sino para la obediencia.
Este modelo no sólo es anacrónico en comparación con otras organizaciones sociales que han adoptado formas representativas y participativas de gobierno, sino que entra en tensión directa con la eclesiología del Vaticano II, que recuperó la idea del Pueblo de Dios como sujeto activo de la vida eclesial. No obstante, aquella intuición conciliar ha sido obstaculizada sistemáticamente por un aparato institucional más preocupado por preservar el poder que por renovarlo.
Este modelo jerárquico no surgió de forma espontánea. Fue el resultado de siglos de consolidación institucional, en los que la Iglesia fue asumiendo rasgos cada vez más alejados del movimiento de Jesús. En ese proceso, se relegó progresivamente el núcleo profético y liberador del Evangelio en beneficio de una estructura centrada en el culto, la liturgia y el control doctrinal. Se absolutizó el rol del clero como mediador exclusivo entre Dios y el pueblo, mientras que la comunidad cristiana fue transformándose en audiencia pasiva, alejada de la praxis transformadora del Reino de Dios.
Durante largos periodos de su historia, la Iglesia invirtió más energía en preservar formas externas —ritos, solemnidades, normas litúrgicas— que en encarnar la buena noticia a los pobres, la justicia para los excluidos o la denuncia profética frente a los poderes opresores. Esta hipertrofia de lo cultual frente a lo comunitario y misionero sigue siendo un lastre para una renovación auténtica. Recordar y retomar el proyecto liberador de Jesús es condición necesaria para cualquier intento serio de reforma eclesial.
Resulta aún más grave que esta estructura rígida se ampare en una supuesta legitimidad divina, presentando el poder eclesial como inapelable e incuestionable. Sin embargo, el Evangelio ofrece una visión radicalmente distinta de la autoridad. Jesús, lejos de ejercer un poder dominador, se presentó como servidor: “El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35). En su trato con los marginados, en su crítica a los poderes religiosos de su tiempo y en su forma de convocar a la comunidad, Jesús relativizó cualquier forma de autoridad que no se pusiera al servicio del bien común.
La fidelidad al mensaje evangélico no puede sostener una estructura eclesial que concentre el poder en una élite clerical, que excluye la pluralidad de carismas y que margina sistemáticamente a las mujeres. Más bien, exige una transformación profunda hacia un modelo de Iglesia en el que la autoridad sea verdaderamente representativa y ejercida como servicio, no como privilegio.
La masa de fieles, por su parte, parece oscilar entre la resignación y la esperanza cautelosa. Muchos intuyen que no basta con esperar un “papa bueno” o un estilo más accesible. Lo que está en juego es mucho más profundo: se trata de discernir si la Iglesia está dispuesta a asumir las consecuencias del Evangelio que proclama y a revisar las estructuras de poder que impiden vivirlo en plenitud.
En las sociedades democráticas, los católicos participan activamente en procesos polí-ticos donde tienen derechos, voz y capacidad de incidencia. Sin embargo, dentro de su propia Iglesia, estos mismos ciudadanos son tratados como súbditos, sin canales efectivos de participación en las decisiones que afectan a su comunidad de fe. Esta contradicción clama por una solución. ¿Hasta cuándo aceptaremos esta excepción eclesial que niega a los creyentes lo que se reconoce como justo en otros ámbitos de la vida?
El relevo papal debería ser ocasión para pensar a fondo sobre estos temas. No se trata de una cuestión secundaria o meramente organizativa. Es una cuestión teológica, evangélica y pastoral. ¿Podemos seguir defendiendo una estructura de poder que no refleja ni el mensaje de Jesús ni la dignidad de los fieles? ¿Podemos seguir postergando una reforma que hace décadas es reclamada por amplios sectores del Pueblo de Dios?
Lo que está en juego es la credibilidad misma de la Iglesia y su capacidad de encarnar el Evangelio en un mundo que necesita comunidades vivas, abiertas y corresponsables. Tal vez sea hora de dejar de esperar un cambio desde arriba y comenzar a construir, desde las bases, una Iglesia más fiel a su origen y más libre de las cargas del poder institucionalizado.
Faustino Castaño (Cristian@s de base de Gijón y Foro Gaspar García Laviana)
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