domingo, 27 de abril de 2025

Una Iglesia, “hospital de campaña”

Jesús Martínez Gordo

Vida Nueva 26 de abril 4-2 mayo 2025

Revista nº 3,408, 72

 

Dos han sido los ejes vertebradores del modelo de Iglesia promovido por Francisco en su pontificado: impulsar y estimular, en primer lugar, que las comunidades cristianas sean todas ellas hospitales de campaña en medio de un mundo que margina y descarta.

Tal “iglesia de campaña” -no se cansó de proponer- había de hacerse presente en las periferias más extremas de nuestro mundo; había de cuidar a los más pobres y débiles; promoviendo su dignidad, acompañándolos en su fragilidad y sufrimiento y favoreciendo -siempre que fuera posible- su sanación. Así había de ser -solía recordar- porque el amor y la justicia son “el abrazo de Dios a los hombres, especialmente a los más pequeños y a los que sufren”. Ellos, los últimos de nuestro mundo, eran -y siguen siendo- el rostro oculto de Cristo, “su carne, signos de su cuerpo crucificado”. Por eso, en la relación con ellos estaba en juego “el encuentro experiencial con Cristo”, algo que solo es posible compartiendo y viviendo “con los pobres y para los pobres”.

En coherencia con tal fundamento cristológico, una Iglesia, “hospital de campaña”, estaba llamada a ser pobre y para los pobres; no debía juzgar a las personas LGTBI; tenía que acoger a los divorciados casados civilmente, así como no condenar a las parejas que -porque se querían- controlaban responsablemente el número de sus hijos. También tenía que ser una Iglesia que censurara a los pederastas, procurando su reinserción eclesial y social. Y, por supuesto, habia de estar con quienes pedían justicia social y con quienes no construían muros, sino puentes y denunciaban -como no se cansó de hacer Francisco- la crueldad de las guerras, empezando por la de Ucrania y continuando por el genocidio del pueblo palestino.

 

Sinodalidad bautismal

Pero, además, hay -como he adelantado- un segundo eje vertebrador en el modelo de Iglesia promovido por Francisco en coherencia con el principio según el cual toda la comunidad cristiana es “infalible cuando cree”. Es una tesis que -formulada casi, como de pasada, en el Vaticano II- el Papa Bergoglio rescató del olvido intentando promover -en un primer momento- una colegialidad episcopal corresponsable y, por ello, codecisiva. Creo que lo intentó en los Sínodos de 2014 y 2015, dedicados a la pastoral familiar y a la moral sexual. Pero -visto que el episcopado que habia recibido de Juan Pablo II y Benedicto XVI no estaba por la labor- empezó a soñar con una sinodalidad en la que “caminaran juntos” bautizados, ministros ordenados y obispo de Roma. Se imaginó tal Iglesia como “una pirámide dada la vuelta” en la que “la cima se encontraba por debajo de la base”.

Fue lo que recogió en la Constitución Apostólica “Episcopalis communio” (2018). Pero, no tardando mucho, cambió y, acelerando, decidió saltar de la colegialidad episcopal a la sinodalidad bautismal de todo el pueblo de Dios, recurriendo para ello a alambicadas justificaciones eclesiológicas que permitieran la presencia de dicho pueblo de Dios en los dos Sínodos mundiales de obispos dedicados a la sinodalidad. Es lo que, finalmente, parecía querer corregir -y, de nuevo, superar- convocando a toda la Iglesia católica a una Asamblea Eclesial en 2028.

Con sus luces y sombras, dudo que estos dos ejes vertebradores de su pontificado puedan ser barridos del mapa por un sucesor en otra longitud de onda eclesial; sea la que sea. Ello quiere decir que me alegraría -y mucho- si dicho sucesor diera -nuevamente- otro salto adelante y, “a lo Francisco”, decidiera continuar con el primero de estos ejes vertebradores y, prolongando el segundo, reconociera la capacidad codecisiva de la Asamblea Eclesial.

 

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