Tuve la suerte de encontrarme con Gustavo Gutiérrez (1928-2024) en diferentes ocasiones. En la primera, le entregué un ejemplar del libro que, escrito como un capítulo de mi tesis doctoral, había publicado el año anterior: “La fuerza de la debilidad. La teología fundamental de Gustavo Gutiérrez” (1994). Hablamos largo y tendido, sentados —me acuerdo todavía— en uno de los bancos de los jardines de Albia, en Bilbao (España). Era una tarde soleada y primaveral. Daba gusto estar allí y tomar el aire que, por aquellas horas y en aquellos tiempos, aún se podía disfrutar plácidamente.
El contenido central del encuentro giró sobre la estructura metodológica que había presidido mi lectura de su obra y la redacción del texto que tenía entre sus manos y que ojeaba mientras se lo presentaba: en tu aportación teológica —le dije— percibo dos fases, claramente diferenciadas, pero no yuxtapuestas. En la primera, has puesto el acento en el diagnóstico —por supuesto, socioteológico— de la pobreza y, en consecuencia, has subrayado la importancia de la liberación con los preferidos de Dios. En la segunda, continué, has prestado una mayor atención a la asociación de Jesús con ellos y, por tanto, al encuentro y relación con Él en dicho proceso liberador. Este es el sentido, le aclaré, de que defienda la existencia de dos Gustavo Gutiérrez, el I y el II.
Confieso que no le entusiasmó tal distinción; entre otras razones, porque le sonaba —así me lo hizo saber— a ruptura y desautorización del primero en beneficio del segundo. Seguidamente le indiqué, en mi defensa, que la clave de tal distinción —pero, para nada, en términos de ruptura y negación, sino de continuidad y desarrollo— la encontraba en lo que él mismo denominaba “el hecho mayor”: la gran mayoría de los latinoamericanos son pobres y cristianos. Si tal “hecho mayor”, le apunté, preside toda tu aportación, entiendo que priorizas, en un primer momento, la determinación de quiénes son los pobres, las causas y consecuencias de la pobreza, así como el proceso de su liberación, para prestar, en una fase posterior, una mayor atención a la fe y a la espiritualidad de los pobres latinoamericanos y a su fundamento teológico. Así explicado, me dijo, estoy de acuerdo. Es correcta semejante diferenciación, claramente metodológica, pero nunca teológica.
De entonces a hoy, mi reflexión sobre este asunto ha girado en torno a tres puntos, entiendo que capitales tanto en la teología de la liberación como para su significatividad en la Europa occidental de esta primera parte del siglo XXI: la importancia de la unidad entre fe y pobreza; el fundamento y alcance de la identificación de Jesús con los pobres y la relación con Dios que brota, también para los europeos, de dicha identificación.
Son tres inquietudes que vengo contrastando, desde no hace mucho, con las interpelaciones que proceden de las llamadas nuevas teologías y espiritualidades (e, incluso, ateologías), es decir, de aquellas propuestas que, muy interesadas en el encuentro y relación con Dios o con el Todo en la “mismidad”, en el silencio o en la intimidad, creo que descuidan —y, a veces, desprecian— dichos encuentro y relación con Dios en la liberación con los pobres o en la construcción de un mundo más fraterno y justo.
Son tres puntos que, capitales, le debo a Gustavo Gutiérrez y al estudio de su obra.
Fe y pobreza
Pasados más de cincuenta años desde que Gustavo Gutiérrez publicara su “teología de la liberación”, sigue siendo incontestable que la inmensa mayoría de los pobres en América Latina son cristianos, de la misma manera que en otros lugares son religiosos.
En Europa occidental, a diferencia de lo que acontece en estos sitios, nos encontramos últimamente con propuestas que, reactivas a lo que entienden que es un exceso de compromiso en favor de la justicia, sin, supuestamente, experiencia de relación con Dios, priman la unión con Él en lo más íntimo de uno mismo (la llamada “mismidad”) o con el “Todo” (en el caso, por ejemplo, de la mística o espiritualidad “sin Dios” de André Comte-Sponville) o tratando de revivir una espiritualidad tridentina de adoración eucarística, frecuentemente, con desprecio del discurso teológico y de la promoción de la justicia.
Por tanto, descuidando (y, a veces, arrinconando) la solidaridad con los parias de la tierra como lugar o mediación —tan relevante como la llamada “mismidad”— para el encuentro con el Dios de Jesús de Nazaret o —en expresión de algunas ateologías— con el “Absoluto” que, casi siempre, suele ser sin rostro histórico, sin “carne”, sin programa y únicamente fruitivo; o, exclusivamente, en la llamada adoración del Santísimo.
La identificación de Jesús con los pobres
En la actualidad, es lugar común reconocer la imposibilidad de trasladar —y menos, de manera acrítica— el “hecho mayor” latinoamericano (y su variante de religiosidad y explotación en otras partes del mundo) a la Europa occidental.
Ello no obsta para reconocer la necesidad de investigaciones sobre el llamado “cuarto mundo” y los nuevos rostros de la pobreza que ayuden a reconocerlos en medio de un creciente —y desigual— bienestar social. Ni tampoco para recordar “a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella”, la explotación del tercer mundo en la que se sustenta la calidad de vida de la que disfruta el primero, a pesar de que, frecuentemente y por desgracia, sea un recordatorio más escuchado en dicho primer mundo como curiosidad que como urgencia movilizadora.
Sin dejar de reconocer la importancia decisiva, de estos datos, creo que puede no estar de más mostrar —de manera actualizada— la verdad teológica y la experiencia espiritual que se transparenta y murmulla en la identificación de Jesús con los pobres y que el magisterio eclesial no ha proclamado con la insistencia e importancia requerida a lo largo de su historia bimilenaria: los pobres son los preferidos de Dios no porque sean cristianos, religiosos o buenos, sino porque Dios, identificándose con ellos, es bueno y misericordioso.
Y si Dios se identifica con ellos, es evidente que en su liberación nos encontramos en una situación privilegiada de unión con Él. Así lo testimonian y confirman —a falta de un magisterio institucional, continuado y contundente en el tiempo— la vida y la obra de infinidad de cristianos, monjes, santos, mártires y teólogos; y, entre éstos últimos, de Gustavo Gutiérrez.
Quizá, me he dicho más de una vez, no estaría de más explorar el alcance e importancia de dicha “identificación”. A fecha de hoy, tengo la convicción de que me estoy refiriendo –gracias a Gustavo Gutiérrez— a un asunto mayor; sobre todo si, como resultado de ello, se concluyera que la experiencia y relación con Dios en los pobres no es una más entre otras posibles; ni siquiera la “preferente”. A diferencia de esta posición, entiendo que la relación con Dios, identificado con los pobres, es única o singular ya que quedan constituidos como “los otros Cristos”. Y esto, no es asunto menor; ni para la teología ni para la espiritualidad.
De esta singular experiencia de encuentro con Dios en los últimos y de la teología resultante hay un arsenal de testimonios, espirituales y teológicos, a lo largo de toda la historia cristiana.
Cuando me adentro por estos caminos, inmediatamente me viene a la memoria, entre otros, el consejo de San Vicente de Paul (1581-1660) a las Hijas de la caridad, invitándolas —en sintonía con lo mejor del Evangelio y de la tradición latina— a “dejar a Dios”, es decir, la oración e, incluso, la eucaristía y su adoración, “por Dios”, esto es, por atenderle en los pobres.
He aquí, el segundo de los caminos por los que me he adentrado estos años, acompañado de la teología de Gustavo Gutiérrez, de aquella primera conversación con él en los jardines de Albia en Bilbao y de algunas otras aportaciones de obispos y teólogos, sobre todo, latinoamericanos, aunque no solo.
Las anticipaciones tabóricas
Pero, como he adelantado, existe una tercera inquietud que —referida a la situación espiritual de los cristianos en Europa occidental— creo importante, por lo menos, reseñar, aunque sea sucintamente.
Como es sabido, a partir del edicto de Milán (313) y, sobre todo, con la caída del Imperio romano, se inicia y consolida un régimen de cristiandad en el que, con el pasar del tiempo, el interés principal de la jerarquía eclesiástica acaba siendo la conservación del poder, con un progresivo y lamentable desentendimiento de la centralidad que los pobres tienen en el Evangelio, en los Santos Padres, en los mártires, monjes, santos y teólogos de los primeros tiempos y de los posteriores. Hay que esperar a la convocatoria del concilio Vaticano II y, concretamente, a la firma de la famosa Declaración de las Catacumbas de Domitila la víspera de su finalización (1965) para que se les vuelva a reconocer dicha centralidad.
A partir de ese momento, se celebran los diferentes encuentros de los obispos latinoamericanos en el postconcilio, ve la luz la teología de la liberación de Gustavo Gutiérrez y se acelera la recuperación del “hacer” en la teología y en la espiritualidad latinas como ámbito en el que también es posible experimentar la unión y relación con Dios.
Pasados —como ya he recordado— más de cincuenta años desde que Gustavo Gutiérrez publicara su teología de la liberación urge cuidar, mejor de lo hecho hasta el presente, la identificación de Jesús con los parias del mundo si no queremos que el interés por una experiencia religiosa solo en la adoración eucarística, en la “mismidad” o en la intimidad —a la que tan sensibles son las llamadas nuevas teologías y espiritualidades— acabe absolutizada con descuido de la “ex – centralidad”, de los pobres y, por extensión, del compromiso en favor de la justicia y la igualdad.
Ello quiere decir que hemos de prestar más atención a la articulación entre el programa de las Bienaventuranzas, a la actualización del Calvario en tantos dramas contemporáneos y al cuidado del encuentro gozoso con Dios en los Tabores de nuestros días, es decir, a una experiencia de relación y unión con un Dios Amor y Anti-mal en la que también hay sitio para la fruición, el consuelo, la reparación y no solo —como se ha podido acentuar desmedidamente en algunos momentos— para la provocación y el aguijón.
La atención a la identificación de Jesús con los pobres en los calvarios contemporáneos, sin el cuidado debido al Tabor, acaba dejando un montón de “cadáveres” en las cunetas de la desesperanza y del desencanto, visto el enorme poderío del mal y del sufrimiento y la fragilidad de la solidaridad. Pero no solo por la indudable dureza de la tarea, sino también por el descuido del encuentro con un Dios que, aguijón y necesitado de ayuda, es también caricia, consuelo, fruición y reparación.
Es la crítica que —como autocrítica— recojo de aquellos cristianos que se adentran en espiritualidades que absolutizan la adoración eucarística, el silencio o que se recrean en metodologías introspectivas en las que ya no hay sitio para la liberación como fuente de experiencia espiritual, es decir, de unión y relación con Dios, identificado con los últimos.
A diferencia de ellos, creo que se ha de proceder a este reajuste sin descuidar la centralidad del programa de las Bienaventuranzas y de la actualización del Calvario, tal y como lo recuerda, por ejemplo, el Maestro Eckhart (1260-1327) cuando insiste en que “si un hombre estuviera en éxtasis como San Pablo, y supiera que un enfermo tiene necesidad de una sopita, yo tengo por mejor que dejaras el éxtasis y sirvieras al necesitado con gran amor”. Es un texto que, porque muestra la centralidad e importancia que es la identificación de Jesús con los pobres, echo muy de menos en la inmensa mayoría de las llamadas nuevas teologías y espiritualidades, incluida la que intenta revivir la adoración eucarística como la tabla de salvación espiritual y pastoral.
Se trata de una teología y espiritualidad que— íntimamente vinculadas con la de la liberación— tipifico como “jesu-cristiana” porque no solo se relaciona con Dios Amor y Anti-mal en el silencio, en el desierto, en la naturaleza, en la oración contemplativa, en la adoración eucarística, en los sacramentos o en lo más íntimo de uno mismo, sino también, y preferentemente, en la práctica de la misericordia y de la justicia en la vida ordinaria. Y lo hace “adorando a Dios” y dando razón de la “mismidad” en términos de “mismidad ex - céntrica”, es decir, en la liberación con los parias de este mundo.
He aquí la tercera de mis inquietudes, incomprensible sin la teología de la liberación, una “carta de amor a Dios, a la Iglesia y al pueblo al que pertenezco”, tal y como recordaba Gustavo Gutiérrez en la introducción a la 14ª edición española. “El amor —señalaba seguidamente— continúa vivo, pero se profundiza y varía la forma de expresarlo”.
La teología de Gustavo Gutiérrez es —y está llamada a perdurar— como aguijón y provocación, a la vez que como caricia, consuelo y gozo.
¡Gracias Gustavo por haberme acompañado en esta andadura!
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