No me podía creer que el arzobispo de Valladolid, presidente de todos los obispos españoles por elección, estuviera promoviendo la reanudación de la causa de beatificación (paso previo a la canonización) de Isabel de Castilla. Pero el nada sospechoso ABC me sacó de dutas con esta crónica del Vaticano el pasado febrero. Por eso el eminente Reyes Mate, fundador y expresidente del Instituto de Fiolosofía del CSIC, ha publicado en El Norte de Castilla este contundente artículo. Esperamos que la ofensiva global de la derecha y los titubeos que empieza a tener Francisco, no nos cuelen por sorpresa este gol. AD.
Fuente: ATRIO
Por Reyes Mate
03/07/2024
Cuando el título de católico no ayuda a la causa cristiana
La causa de beatificación de Isabel la Católica, largamente hibernada, ha encontrado en el actual Presidente de la Conferencia Episcopal, Luis Argüello, un decidido promotor que tendrá que sortear los muchos obstáculos espirituales y temporales que han impedido su avance.
Lo que se valora en una causa de beatificación no son los logros mundanos sino el “vivir heroicamente las virtudes cristianas”. En el caso de Isabel de Castilla se exhibe, además del título de reina católica, el empeño en la evangelización del Nuevo Mundo. Una reina pues que se comportó como una princesa cristiana. Si esto, que es sabido, no ha convencido hasta ahora es porque seguramente no basta para probar una vida heroica en virtudes cristianas.
Por lo que hace al título de Reyes Católicos no estaría de más darse una vuelta por su sepulcro en la Catedral de Granada. En el epitafio se explica que ese título es la suma de otros dos: haber sido “prostratores”, es decir, perseguidores, y “extintores”, es decir, aniquiladores de las doctrinas defendidas por judíos y musulmanes. Como bien dice Américo Castro no se trata de subrayar solo el fervor religioso de los reyes de Castilla y Aragón, sino de afirmar un modo exclusivo de ser español, a saber, siendo de confesión cristiana. En el epitafio se resume la idea de que el español es cristiano, de suerte que el judío o musulmán, aunque lleven tiempo inmemorial en el mismo territorio, serán extranjeros. Con la fórmula del epitafio se trataba de legitimar una política de conquista del territorio compartido secularmente por creyentes de otras confesiones y, al tiempo, justificar su persecución y expulsión.
Los historiadores ya se han encargado de desmontar todo ese relato que identifica al español con el cristiano (con el mito de Santiago Apóstol a la cabeza), una operación eminentemente política e ideológica. Esa identificación, sin base histórica alguna, tuvo una consecuencia que seguramente pesa a la hora de valorar las virtudes cristianas de la Reina Isabel. Quien la captó debidamente fue Fernando VII quien, al celebrar el título de católico, propio de los reyes españoles, precisa que Isabel y Fernando se lo ganaron “por no tolerar en el reino a ninguno que profese otra religión que la católica”. Intolerantes, pues, porque católicos, con un añadido que no pueda pasar desapercibido: la obsesión por la pureza de sangre, que les llevó a restaurar la Inquisición, entroniza un etnicismo racista que inspiró la política de la pureza racial del III Reich. La relación entre los dos momentos históricos fue bien vista por Francisco Franco quien, en 1940, regalaba el oído de los amigos nazis diciendo que la expulsión de los judíos de 1492 fue “un acto racista como los de hoy”, precisando que se trataba “de una política totalitaria y racista, por ser católica”.
El capítulo de la evangelización, con sus luces y sombras, no admite tampoco la calificación de sobresaliente que debería requerir una beatificación. Desde muy pronto ya hubo denuncia de la violencia de la evangelización, como consta por el sermón del dominico Antón Montesinos. Aquella temprana denuncia en la Isla Española, a los diez años del desembarco de Colón, conmocionó a un cura encomendero que “evangelizaba” como todo el mundo, es decir, explotando a los indígenas. El impacto de la denuncia fue tal que produjo una auténtica conversión cristiana en el cura católico. El cura repiso, como él, Bartolomé de las Casas, decía de si mismo, se convirtió en un crítico implacable de la conquista hasta el punto de escribir al final de sus días que la presencia de los españoles en Las Indias “ha sido contra todo derecho natural y derecho de gentes, y también contra todo derecho divino”.
La importancia de este testimonio en el asunto que nos ocupa es que, por un lado, se denuncia en aquel momento lo que se estaba haciendo. No es que juzguemos el pasado con la mirada del presente, sino que ya en ese tiempo hubo una mirada crítica, cristianamente inspirada. Y, por otro, que las cosas se podían haber hecho de otra manera. Lo que pedían críticos como Las Casas era factible, como de hecho ocurrió años después en las Islas Filipinas. Un nieto de Isabel, Felipe II, encargó a un discípulo de Las Casas, Miguel de Benavides, que planteara la presencia española en esas islas conforme al espíritu lascasiano. Y así se hizo: se pidió permiso para entrar, se respetó la voluntad religiosa de los autóctonos, se devolvieron los impuestos… Se trataba de entender que se iba a esas tierras o bien a evangelizar o a hacer negocio.
Habría que preguntarse qué mueve esta causa: si la gloria de Isabel o la nostalgia de un tiempo pasado en el que la Iglesia pesaba mucho. La reina de Castilla puso la religión al servicio de la política, a cambio, la Iglesia se convirtió en un auténtico poder. Quien salió perdiendo, diría Las Casas, fue la evangelización que tuvo que contemporizar con la conquista y los negocios. Isabel la Católica no escapó a esa desnaturalización religiosa pues, al fundir lo español en lo católico, politizó lo espiritual de tal manera que hizo de la intolerancia, virtud. Esta es una operación que cuadra con el concepto maquiavélico de virtú, pero difícilmente con el cristiano.
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