Es evidente el radical desacuerdo entre ambos candidatos norteamericanos en cuanto a su fe cristiana y lo que entienden que es el corazón de la misma
Fuente: El Diario Vasco
30/07/2024
Por lo que leo, parece que a James David Vance, el número dos de D. Trump, de 39 años, le va la marcha, aunque no falta quien sostiene que lo suyo no es tanto irrefrenable fogosidad de juventud cuanto premura en apretar el acelerador para hacerse notar en una campaña electoral en la que los republicanos han pasado de tener contra las cuerdas a los demócratas de J. Biden a ocupar un segundo lugar en las expectativas electorales. La apuesta de muchos y relevantes demócratas por Kamala Harris —la hasta ahora vicepresidenta, de 59 años— ha desencadenado este giro, convirtiéndola en objeto de una frontal —y, cuando menos, irritante— crítica por parte del segundo de D. Trump: el país, ha dicho, no puede seguir siendo gobernado por “un puñado de señoras con gatos y sin hijos, que se sienten desgraciadas con sus propias vidas y con las decisiones que han tomado y, por eso, quieren hacer que el resto del país también se sienta desgraciado”.
Repasando las biografías de los dos, me he dado cuenta de que, en medio de esta refriega —y otras que, sin duda alguna, se sucederán— hay un punto de conexión entre ambos. Y, a la vez, ¡cómo no¡, de radical desacuerdo: su fe cristiana y la diferenciada comprensión de lo que cada uno entiende que es el corazón de la misma. Algo de esto ya se ha evidenciado estas últimas semanas entre los cristianos franceses, con ocasión de las recientes elecciones parlamentarias: mientras una buena parte de ellos, refugiándose en la llamada “inseguridad cultural” reivindicaban las raíces cristianas de Francia frente al crecimiento del islamismo o al reverdecer de la versión más autoritaria y beligerante de la laicidad, otra parte de los mismos —a los que me atrevo a llamar “samaritanos”— entendían que el núcleo de la fe cristiana no se jugaba tanto en términos de lucha y poder cultural cuanto de compromiso liberador en favor de los parias; y, más en concreto, de los que llegan a sus fronteras solicitando ayuda para poder trabajar y salir adelante.
Pero, regresando a lo que se está cociendo en los EE. UU, es cierto, en primer lugar, que K. Harris y J. D. Vance tienen en común la fe cristiana. No en vano, la actual vicepresidenta ha sido tipificada por algunos medios de comunicación social como una “cristiana mestiza” tanto por su estrecha relación con prácticas religiosas cristianas, hindúes y judías (actualmente está casada con un abogado de dicha religión) como, sobre todo, por su adscripción a una iglesia bautista de la tradición negra. Y, en sintonía con ella, J. D. Vance también es un cristiano que ha abrazado el catolicismo, después de haber sido iniciado por su familia en el cristianismo bautista y pentecostalista y tras haberse adherido —durante su época de estudiante universitario— al ateísmo.
Sin embargo, también es cierto, en segundo lugar, que la común matriz cristiana viene envuelta en notables diferencias. Para K. Harris, su interés por la justicia social y el activismo en favor de los derechos civiles encuentra sólido fundamento en la histórica iglesia bautista de la tradición negra a la que pertenece. Como resultado de ello, su fe es samaritana porque en ella hay un lugar preferente para los últimos de nuestros días y, a la vez, un puesto reseñable para la utopía, el mesianismo o la liberación de los parias de todos los tiempos. Por ello, memoria y liberación son dos de las claves que pueden ayudar a entender el programa y algunas de las decisiones que adopte en el futuro esta “cristiana mestiza”, en el caso de que llegue a la Casa Blanca. Pero también, son las referencias que muy posiblemente la van a traer no pocos dolores de cabeza; en particular, si se tienen presentes las claves que —a diferencia de la suya— presiden la fe “cultural” de J. D. Vance.
Para el segundo de D. Trump solo la tradición católica es capaz de salvar a Estados Unidos de la decadencia en la que se encuentra. Su catolicismo, se apunta, es muy americano, es decir, distante tanto del Vaticano como del catolicismo global y, a la vez, cercano a los libertarios de Silicon Valley y a los líderes e ideólogos católicos de las “guerras culturales” libradas en la era de Nixon y en los pontificados de Juan Pablo II o Benedicto XVI. Nada que ver con el catolicismo social del siglo XX o con el cristianismo liberador de Francisco. De ahí que, por ejemplo, no se canse de defender que “necesitamos deportar a todas las personas que invadieron nuestro país ilegalmente”.
En realidad, sostiene el profesor M. Faggioli —a caballo entre Italia y EEUU— abrazar la fe para J. D. Vance “es una forma de disidencia cultural, una disidencia que, ciertamente genuina, puede llevarse bien en una alianza con los neopaganos y tecnócratas antirreligiosos de Silicon Valley que gobiernan el mundo”. Y que, se atreve a pronosticar, si se le deja expedito el camino, puede acabar cambiando la Iglesia católica, al menos, en su país. Los estadounidenses, cristianos o no, quedan avisados. Y con ellos, nosotros; nos guste o no.
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