miércoles, 24 de enero de 2024

Gratitud y amistad: Primo Levi y Lorenzo Perrone

Por   Felisa Elizondo


Grandes nombres que han hablado de la amistad – pensemos en Cicerón Marco Aurelio, San Agustín o Michel de Montaigne, sin agotar otros más que merecerían ser citados - coinciden en señalar que la amistad requiere una cierta igualdad y que la amistad hace iguales a los amigos.

No vamos a discutir lo que de verdadero hay en esta conocida afirmación. Sólo nos  detendremos en en un caso en el que se ve con claridad que la amistad encuentra su  apoyo en una igualdad primera: la de la humanidad compartida. Sin que entre los amigos se puedan encontrar otras semejanzas.

Reconstruida con meticulosidad por Carlo Greppi en El hombre que salvó a Primo Levi (Barcelona, Critica 2023)  llama la atención y conmueve una crónica de la amistad que comienza en 1944 entre un albañil sin apenas instrucción y el químico que llegó a ser un conocido escritor y un testigo excepcional de los horrores del Lager: Primo Levi.

 

Elogio de la bondad

La historia – y desde luego la del siglo XX – ha mostrado hasta qué punto nuestra humanidad puede verse amenazada. Pero también cómo puede ser reconocida y afirmada gracias a una bondad que aflora impensadamente en los peores momentos. Así, en medio de los horrores del pasado reciente, se dieron  gestos generosos que han dejado una huella imborrable en quienes han podido dar cuenta de ellos.

Son los gestos de una bondad “insensata“, la que Gabriele Nissim admira en los justos y en concreto en los que se comportaron así en los tiempos oscuros de los totalitarismos. Se trata de una bondad “genuina, espontánea, inmediata” adjetivada así en el lenguaje sobrio de un sobreviviente de excepción  de quien hablaremos,  la que otros han descrito como “el coraje de la piedad”.

Semejantes conductas han creado una deuda impagable de gratitud y sobre  ésta se sostiene de por vida la amistad entre personas  no necesariamente iguales, sino tan asimétricas, podríamos decir,  como la de un escritor de la finura y prestigio de Levi y Lorenzo, un albañil casi analfabeto. De hecho, con un inexplicable y sorprendente gesto de bondad en el infierno de Auschwitz, comienza la sorprendente historia que ha rescatado Carlo Greppi

Sobre la “banalidad del mal“ se ha discutido ampliamente a partir de la observación hecha por Hannah Arendt, que entendía también que la bondad salvaguarda la propia autoestima  porque refleja la valentía de asumir la propia responsabilidad . Y sobre la bondad – más digna de crédito que un ideologizado y utópico “Bien”- hay  algunas anotaciones que merecen ser recordadas en la obra  monumental de Vasili Grossman . Más cerca de nosotros, Gabriele Nissim ha mostrado que esa bondad insospechada, extrema y aparentemente insensata,  es el mérito mayor de los reconocidos como Justos de las Naciones. Su secreto.

 

Una escudilla de sopa en el perímetro de Auschwitz

Tan simple como llamativo fue el comienzo al que se refirió Primo Levi en Si esto es un hombre, su primer libro-testimonio: Lorenzo, un albañil piamontés de cuarenta años que trabajaba desde hacía un tiempo en la construcción de un muro en uno de los recintos de Auschwitz, como otros italianos contratados por el Reich, advierte en 1944 que un prisionero famélico, bastante más joven, judío de Turín y químico de formación, apenas puede resistir el peso de una carga de hormigón. Y decide acudir en su apoyo dejando cada atardecer a su alcance un poco de sopa en la escudilla desportillada que llevaba consigo desde años atrás.Se trataba de Primo Levi que, apresado como partisano, había llegado a Auschwitz entre los parias de los parias que eran los judíos.

Dos historias muy distintas se encuentran en la grisura del campo: el albañil del Burgué – barrio de Fossano, el lugar del Piamonte de donde partieron más  trabajadores contratados por la empresa G. Beotti,  y los judíos deportados entre los que se contaba  el prisionero nº 174,517, químico y escritor, de educación burguesa y título universitario.

Primo Levi ha dejado entrever ese primero y los ulteriores brevísimos encuentros – siempre prohibidos bajo penas sin medida- en unas cuantas menciones. El nombre de Lorenzo estuvo siempre en su memoria agradecida,   en su preocupación, y está implícito en la página conmovedora que con el título “A los amigos“ escribió ya en 1985:

“[…] Cuando cada uno era como un sello,/ De nosotros cada cual lleva la huella,/ del amigo encontrado por la senda;/en cada uno , la traza de cada uno^ [...]

El albañil pìamontés  aparece citado en algunos capítulos de Si esto es un hombre, el libro que Levi dió a la imprenta en 1947 tras su regreso. Porque Lorenzo había construido sobre todo la confianza en el ser humano, gravemente quebrada en aquel contexto Y todavía en Los hundidos y los salvados, escrito en la madurez y en lo alto de la fama,  habla del trabajador silencioso que levantaba un muro sólido, derecho, “por dignidad profesional” y no por sometimiento a los planes de la empresa I. G.  Farben que operaba en las inmediaciones de Auschwitz.

“Mira que si hablas conmigo, te vas a poner en peligro” – “No me importa”, dichas en dialecto piamontés, fueron algunas de las pocas palabras que intercambiaron el albañil y el joven famélico al que salvó la vida pasándole una gamella de sopa cada tarde durante seis meses. Al que dio también su propio jersey raído, además de escribir de su parte, con letra desmañada,  la postal que al fin llegó a manos de la familia Levi con la noticia de que Primo estaba vivo. Todo ello con riesgo de la propia vida y sin pedir nada a cambio. Porque, dicho con la sobriedad del químico judío convertido en el escritor que hemos conocido, Lorenzo era “bueno y simple “ y pensaba que “uno tiene que estar a lo que está” aunque fuera en un campo donde no existía el “nosotros”.   

 

La bondad que salva

El mal – reconoce G. Nissim que ha recogido unas cuantas voces desgarradas de testigos fidedignos - resulta ineludible, pero es posible esperar porque aparecen hombres justos, Ellos, esa vez en palabras de Hans Jonas, “salvan la esperanza”.

De ahí que Levi lo recuerde siempre con su nombre propio y como “amigo”. Que haya confesado hasta sus últimos años que  jamás podría saldar su deuda con un hombre que no esperaba recompensa alguna y al que buscó en cuanto pudo al final de la pesadilla:

“...es a Lorenzo a quien debo el estar hoy vivo, y no tanto por su ayuda material  como por haberme recordado constantemente con su presencia, con su manera tan llana fácil de ser bueno, que todavía había un mundo justo fuera del nuestro, algo y alguien todavía puro y entero,  no corrompido ni salvaje, ajeno al odio  al miedo; algo difícilmente definible, una remota posibilidad de bondad, debido a la cual merecía la pena salvarse” , dice en el libro escrito en 1947 y varias veces reeditado .

Se comprende que,  una vez reintegrado a su casa y su profesión, el químico y escritor buscara a su “salvador”: el albañil de pocas palabras, que hacía los muros “derechos, sólidos, con ladrillos bien ensamblados y con todo es hormigón”; que pusiera su nombre a sus dos hijos cuando éstos nacieron,  y que, una vez reencontrado,  cuidara de su salud arruinada por un cúmulo de desgracias.

Sucedió que  también en 1945,  un poco antes de que el escritor iniciara la larga marcha que ha dejado registrada en La tregua, Lorenzo volvió a Italia, localizó en Turín a la familia Levi y, sin aceptar ninguna ayuda económica,  regresó a pie a Fossano, a la casa de la que tantas veces se había ausentado en busca de trabajo. Había recorrido más de mil kilómetros desde el infierno alemán pero todavía le aguardaba la miseria de la posguerra, El alcohol y la tuberculosis le obligaron a pasar algunos tiempos en el hospital, una situación que Levi se preocupó de aliviar sin lograrlo. Como tampoco bastaron para hacerlo los cuidados de sus dos hermanas. El capellán que estuvo a su lado llegó a decir que ya no quería vivir y que “se puso en situación de ser abandonado”.

Una tristeza difícil de definir se había apoderado de aquel hombre fuerte en sus años mozos, sobre el que pesaron hasta casi vencerle la miseria, el horror y las penurias. Que mantuvo una humanidad intacta capaz de humanizar a otros. Murió el 30 de abril de 1952 con sólo 48 años.

 

Bondad, gratitud y amistad

Estas tres palabras enlazan las historias de dos hombres bien distintos, amigos sólo iguales en humanidad, y  las tres se vieron reunidas en el último saludo que Lorenzo recibió en su Fossano natal delante de la capilla de san Giorgio antes de ser llevado al cementerio civil. Primo Levi, vestido- simbólicamente - con un jersey blanco que evocaba aquel otro, raído, que recibió como impagable abrigo en el invierno de Buna- Monowich,  tomó la palabra para expresar su agradecimiento al “señor Lorenzo” que le había salvado la vida ofreciéndole a diario y a escondidas entre junio y diciembre de 1944, un suplemento de sopa. 

Era su manera de decir lo que para él, hombre menudo, sensible y torturado en su humanidad durante  la terrible experiencia del Lager y a lo largo del penoso viaje de vuelta narrado en La tregua, seguía significando la palabra “bondad”, la que caracteriza – escribe escuetamente -  a las “buenas personas”.

 

Lo inolvidable de una amistad “asimétrica”

Para la mayoría de sus coetáneos, sólo una lápida  conservó el recuerdo de Lorenzo, envejecido prematuramente, en el cementerio de una localidad poco notada. Pero el escritor cada vez más reconocido que fue Primo Levi siguió aludiendo a él y  mentando su corto decir durante decenios.

“Uno tiene que estar a lo que está. Tiene que trabajar lo mejor que pueda, si surge la ocasión, hacer un poco de bien”. Estas frases pertenecen  a la obra de teatro, El regreso de Lorenzo, que se editó en 1981 en Lillit y otros relatos. Otras más resumen,  con la concisión propia del químico-escritor,  el talante humano de alguien connaturalizado con la bondad hasta el punto de considerarla tan debida como la verticalidad y firmeza del muro que construye con manos encallecidas. Alguien que no llegó a sospechar que en ese muro que era su hacer íntegro se apoya la esperanza que salva. Alguien que guardó su humanidad y ayudó a otros a guardarla  en tiempos del mayor horror. Alguien que encendió una pequeña luz en espacios que sólo se podrían  describir con tonos grises.

Todavía en 1998, al año de la muerte de Primo, en el acto en que fue otorgado a Lorenzo Perrone  el título de Justo de las Naciones, Renzo Levi  dijo de aquel entrañable amigo de su padre:

“Nadie ha merecido más que él este reconocimiento, porque, poniendo en riesgo su vida y sufriendo graves daños personales, ayudó a nuestro  ser querido y a muchos más a sobrevivir. Tal vez habría asistido a esta ceremonia con su sonrisa triste, convencido de que lo que había hecho era simplemente su deber: un hombre solo y profundamente bueno, marcado a muerte por aquella terrible experiencia”.

Felisa Elizondo

 

 

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