El ministerio laical es sacerdotal no por “participación” en el “sacerdocio” del ministerio ordenado, sino en el de Cristo, gracias al bautismo.
La desmedida importancia que se concede a las llamadas “unidades pastorales” se explica, en buena parte, tanto por la centralidad que tiene la promoción de dicho modelo de presbítero, sacralizado y neo-tridentino —en detrimento del apostólico e itinerante—, como por la ausencia de ministerios laicales.
Jesús Martínez Gordo, teólogo
La comisión redactora del “Directorio de los laicos y laicas con encargo pastoral” (aprobado el año 2006 por mons. R. Blázquez, obispo de la diócesis de Bilbao) se decanta por elaborar un Directorio general (aparcando la petición de erigir la figura del “laico coordinador” parroquial o pastoral que se encuentra en el origen de dicha comisión redactora). Prefieren optar por un planteamiento más centrado en mostrar la diferenciada manera como el laicado asume responsabilidades en la iglesia de Bilbao, así como sus diversos –y articulados- procesos de formación. Semejante opción ayuda a comprender su interés y acierto en explicitar detenidamente la pluralidad de servicios prestados por los laicos en la diócesis, la implicación del Pueblo de Dios en la promoción de la ministerialidad laical, el cuidadoso y aquilatado proceso de formación teológico-pastoral y los diferentes discernimientos vocacionales.
Pero una mirada al mismo (pasado un tiempo prudencial desde su aprobación) también permite señalar cuatro de sus limitaciones más importantes: la centralidad que acaba teniendo en dicho Directorio la figura del laico con encomienda pastoral que, profesionalizado, se pone al servicio de la Diócesis, en detrimento del posible “laico coordinador parroquial o pastoral”, normalmente en régimen de voluntariado; la recepción (cuando menos, muy limitada) de la teología conciliar del laicado, probablemente porque lo que urgía era garantizar la estabilidad -tambien profesional- más que la consistencia teológico-pastoral, de la ministerialidad laical; la continuación con la forma de contratación laboral hasta entonces vigente (a pesar de las contradicciones eclesiológicas que comportaba) y, sobre todo, el decantamiento posterior por erigir “unidades pastorales” teniendo en cuenta, no las necesidades de las comunidades, sino el número de presbíteros disponibles en cada momento y de posibles “colaboradores” laicales profesionalizados.
1.- El laico, “colaborador” del presbítero
Estas limitaciones se explican, en buena medida, por la influencia que ejerce en el Directorio el diagnóstico de la curia vaticana sobre la problemática travesía del ministerio presbiteral en el tiempo postconciliar y su recelosa articulación con los ministerios laicales. Según este diagnóstico (formulado por primera vez en el Sínodo de 1971 y explicitado con toda claridad en la Instrucción Interdicasterial de 1997) un factor coadyuvante de la crisis de efectivos presbiterales es la prodigalidad de ministerios laicales que asumen, frecuentemente, servicios y funciones que se consideran propios del ministerio sacerdotal. A ello hay que añadir la elaboración de discursos teológicos que (amparados en la proliferación de los ministerios laicales) socavan la misma identidad del presbiterado, un pilar constituyente y constitutivo de la Iglesia católica.
Obviamente, el afrontamiento de esta situación lleva a enfatizar el perfil presidencial, litúrgico y magisterial del presbiterado y a descuidar –como contrapartida- su secularidad, es decir, su presencia, como presbíteros diocesanos seculares, en el mundo e, incluso, la dimensión ministerial centrada en la práctica de la caridad y en la promoción de la justicia que, en el mejor de los casos, se hace descansar en instituciones altamente profesionalizadas, en compañía del voluntariado parroquial. Pero también conduce a subrayar la relación de dependencia y subordinación de los ministerios laicales al sacerdocio ministerial, aunque sea mediante eufemismos tales como “colaboración”, “participación”, “asociación” o “cooperación”.
El peso del diagnóstico reseñado es tal que no sólo acaba aparcando las aportaciones más interesantes de la teología conciliar sobre el laicado (en especial, como he adelantado, las que se fundamentan, desde LG 10, en la participación, gracias al bautismo, en la triple función de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey), sino que relee dicha teología a partir de la situación descrita del presbiterado en el postconcilio. Y, lo que es más preocupante, al subrayar la incuestionable fundamentación eclesiológica de la ministerialidad laical, olvida su anclaje igualmente cristológico: el ministerio laical es sacerdotal no por “participación” en el “sacerdocio” del ministerio ordenado, sino en el de Cristo, gracias al bautismo. Un grave error -o, en el mejor de los casos, descuido- teológico de enormes consecuencias pastorales.
2.- El “referente parroquial”
Sorprendentemente el Consejo Episcopal de la diócesis de Bilbao aprobaba en diciembre de 2012 un documento sobre los “referentes parroquiales” en el que, entre otros puntos, se sostiene que por “referente parroquial” ha de entenderse “la persona que en una parroquia coopera en el servicio propio del presbítero a la atención global, promoviendo y animando con él, y bajo su dirección, la actividad pastoral” (nº 7).
En el número siguiente se indica que “el marco propio para la institución de referentes parroquiales es la unidad pastoral” (nº 8) y que aquella persona que “recibe un encargo pastoral” necesita del “reconocimiento de la comunidad” a la que es enviada (nº 9). Y si bien es cierto que un poco más adelante se apunta que es “el equipo ministerial” el encargado de elaborar la propuesta para “la implantación” del servicio de referentes pastorales en un lugar “con la aprobación inicial del vicario y con participación de la comunidad, especialmente de los agentes de pastoral y de los órganos de corresponsabilidad” (nº 16, 1º), también lo es que se señala, a renglón seguido, que “el obispo y su Consejo podrán incluir a otras personas disponibles, además de las presentadas en la propuesta” (nº 16, 2º).
No se puede olvidar, se afirma, que “el proceso de remodelación” que se está llevando a cabo en la diócesis es lo que “está conduciendo a un replanteamiento del servicio ministerial y pastoral”. Por ello, este servicio “brota de la necesidad de animación pastoral de numerosas parroquias en las que el presbítero que las preside no puede estar presente con la asiduidad requerida”. Es esta “necesidad de animación pastoral”, se concluye, la que fundamenta la razón de ser del referente parroquial y su cooperación “en la cura pastoral del presbítero con el fin de que la comunidad parroquial pueda celebrar y vivir su fe” (nº 6).
En el texto en cuestión no había referencia alguna a su articulación con los laicos que, con encomienda pastoral al servicio de la diócesis, estaban ya profesionalizados o en proceso para serlo.
3.- El “referente parroquial” en el “documento-borrador” del 28 de octubre de 2023
La verdad es que, cotejado el texto de diciembre de 2012 sobre el “referente parroquial”, con el “documento-borrador” presentado en Sopuerta (Bizkaia) el 28 de octubre de 2023 no solo me ha llamado la atención el escasísimo tiempo que se habilita para estudiarlo y aportar propuestas de enmienda, sino, sobre todo, la reiterada comprensión de este servicio o ministerio laical -por cierto, ya formulada, tal cual, en el primero de los textos- como una cooperación “en el servicio propio del presbítero a la atención global, promoviendo y animando con él, y bajo su dirección, la actividad pastoral” con el fin de “mantener el tejido comunitario vivo y coordinado”. Nada nuevo bajo el sol.
También me ha llamado la atención que su ámbito propio no sea -como parece que se pretendía en el texto del año 2012 la comunidad parroquial, sino “la unidad pastoral” y que, por ello, pase a formar parte “del equipo ministerial de la unidad pastoral”.
Visto lo visto, no me parece baladí que se recuerde, aunque a alguno pueda parecerle una perogrullada, que estas personas pertenezcan y participen, de manera habitual, en la vida de la comunidad; una pertenencia que, a veces, resulta difícil cuando, por ejemplo, se prima más la profesionalidad de la encomienda recibida que la vocación en el servicio o ministerio que se presta.
A continuación, señala, en otro apartado dedicado a las “tareas”, que son cuatro las “acciones eclesiales fundamentales: comunión; anuncio y educación en la fe; celebración y liturgia y servicio a la caridad y la justicia”.
Este es un apartado -así lo entiendo- bastante pobre o alicorto y manifiestamente mejorable por la centralidad que, de hecho, se concede -en palabras del Papa J. Ratzinger- al “oficio” y al “servicio” de los “referentes parroquiales”, en detrimento, de su reconocimiento y promoción como “ministros” de matriz bautismal y no como meros “colaboradores” del presbiterado o del episcopado (“Ministeria quaedam” (Pablo VI, 1972).
Si se tuviera debidamente en cuenta la matriz bautismal de la ministerialidad laical no creo que fueran, como se indica en el “documento-borrador”, “agentes” que prestan determinados servicios o ejercen algunos “oficios” eclesiales, sino “ministros laicales”, que -fundados en una clara y explícita teología y espiritualidad cristológica y eclesial- podrían estar corresponsablemente encargados, algunos de ellos, de promover y garantizar, la comunión y la misión del equipo ministerial y de la comunidad en la que viven. Otros, por su parte, podrían ser corresponsables en la promoción y acompañamiento del anuncio y la evangelización de la comunidad con la que comparten andadura, contando, para ello, con la ayuda de un grupo -pequeño o grande- en función del número de miembros y necesidades de la comunidad.
No tendrían que faltar quienes fueran, igualmente corresponsables, en la santificación y del culto de las respectivas comunidades en las que viven y con las que comparten oración, sacramentos y misión y, en definitiva, celebran la fe. Y, finalmente, también habría que promover los “ministros laicales” de la caridad y de la justicia que, contando con la inestimable colaboración de los voluntarios, estuvieran asesorados y -cuando fuera necesario- acompañados por un grupo de profesionales; y no, al revés.
Una vez reseñada la diferencia entre “referentes parroquiales”, entendidos como “agentes” de determinados “servicios” y “funciones”, y los “ministros laicales”, comprendidos como los corresponsables de las diferentes dimensiones que conforman una comunidad cristiana, creo que no está de más decir que, para que algo de esto último sea posible y viable, urge cambiar el modelo teológico-pastoral de la ministerialidad ordenada y de los agentes laicales hasta ahora asumido e impulsado.
Pero no solo.
Tambien urge repensar la organización de los territorios en unidades pastorales en favor de otro que, por ejemplo, descanse en torno a unas comunidades que, sin renunciar a su implantación parroquial, estén atentas a la diferenciada relación existente con los diversos círculos de pertenencia eclesial, además del comunitario, de libre y explícita adhesión: el dominical, el sacramental, el ocasional, el alejado, etc.
Éste es un modelo inspirado -como recogeré más adelante- en el ensayado en la iglesia de Poitiers durante el tiempo que la presidió mons. Albert Rouet; y, a partir, de entonces en otras diócesis. Por tanto, necesitado de ser debidamente actualizado a nuestro tiempo y circunstancias.
Finalmente, el “documento-borrador” se adentra en tres capítulos dedicados a la “formación”, a los “agentes implicados” y al “itinerario”. Como consecuencia de tal lectura, se aprecia una compleja trama institucional y organizativa en la que, además de enfatizar –acertadamente, por cierto- la importancia del acompañamiento y la formación de los “referentes parroquiales”, uno acaba preguntándose si no ha llegado ya la hora de dar el carpetazo a tanta complejidad organizativa e institucional y, supongo, que a los intereses en los que parece estar sostenida y canalizando.
4.- Dos consideraciones finales
Más allá de lo que explícitamente se propone en este “documento-borrador”, sigo constatando, en primer lugar, una organización diocesana que descansa desmedidamente sobre los presbíteros y, de manera particular, en una concepción sacralizante y neo-tridentina del mismo.
Entiendo que se trata de un “problema mayor” que, guste o no, acaba relegando otro posible y necesario modelo de presbítero que, sin dejar de ser diocesano y secular, subraye la apostolicidad y, por ello, la itinerancia que vienen demandadas por los tiempos que nos está tocando vivir. Y que, por supuesto, prime el servicio a las comunidades; en particular, a aquellas que se han planteado y han decidido tener, libre y responsablemente, un proyecto de futuro.
A diferencia de este nuevo modelo de presbítero, el que se sigue primando poco o nada tiene que ver, por ejemplo, con el del “barquero” que propone Christoph Theobald, ocupado en pasar, con la parroquia que se le encomienda, de la orilla de la sacralización y de la infantilidad teológica, espiritual y pastoral a la de ir constituyéndose en una comunidad adulta y mayor de edad. Es un modelo de comunidad y de presbítero en las antípodas del modelo sacralizado, tridentino o neo-tridentino que, propio de una época de cristiandad ya extinta (al menos, entre nosotros), no tiene sentido alguno afanarse en revivificar.
Una de las consecuencias de esforzarse, en mi opinión, inútilmente, por revivificar dicho modelo sacralizado y neo-tridentino es la aparición de las unidades pastorales como la tabla de salvación que permite dar la falsa sensación de que -a pesar de lo que está cayendo- todo sigue igual. O, dicho de otra manera, creo que la desmedida importancia que se concede a las llamadas “unidades pastorales” se explica, en buena parte, tanto por la centralidad que tiene la promoción de dicho modelo de presbítero, sacralizado y neo-tridentino -en detrimento del apostólico e itinerante-, como por la ausencia de ministerios laicales.
No deja de sorprenderme que quienes impulsan y lideran tales reorganizaciones territoriales (“pan para hoy y hambre para mañana”) no levanten la cabeza y, viendo lo que está pasando, por ejemplo, en Holanda y Bélgica, cambien de registro teológico-pastoral: en tales iglesias, las llamadas unidades pastorales, al descansar únicamente sobre el número de efectivos sacerdotales, son cada vez más grandes y menos numerosas. Es el precio que ya se está pagando por no haber incentivado debidamente el protagonismo de las comunidades en la determinación de su propio futuro y por no haber promovido un modelo de presbítero, apostólico e itinerante.
Pero no solo eso.
También constato, en segundo lugar, que me vengo topando -como he adelantado- con una estructura diocesana que, pareciéndome elefantiásica, se encuentra necesitada de justificarse a sí misma y que, por ello, convierte dicha necesidad de autojustificación en uno de los criterios más determinantes de su acción. No veo en el “documento-borrador” una llamada a aligerar dicha pesada estructura ni a proponer -probablemente porque no es responsabilidad suya- otra más ligera, al servicio de las comunidades de libre y explícita adhesión que, así lo entiendo, habría que promover y acompañar y de los ministerios laicales con los que tendrían que dotarse.
Entiendo, a diferencia del modelo —en mi opinión, alicorto y sin futuro, al que sirve y se transparenta en el “documento-borrador”— que merece la pena volver a recordar el diagnóstico socio-pastoral de base y algunas de las intuiciones fundamentales de lo que ya se está desarrollando en otras latitudes y, concretamente, en no pocas diócesis de Francia, Italia e, incluso, en la misma España, así como en una buena parte de las que se encuentran en los llamados territorios de misión. La referencia, en esta ocasión teológico-pastoral, es la impulsada y puesta en funcionamiento en la diócesis de Poitiers en el tiempo que estuvo presidida por mons. Albert Rouet, su gran promotor.
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