Fuente: SettimanaNews
Por Andrés Torres Queiruga
07/10/2023
Nuestras oraciones reflejan y educan la imagen de Dios que llevamos en nosotros y anunciamos en el mundo: lex orandi lex credendi, lex credendi lex orandi. En la cultura actual son innumerables las personas que no han sido educadas en la fórmulas tradicionales. Muchos niños y jóvenes ni siquiera las han oído nunca. Cuando hoy se escuchan, se leen a la letra, en lo que significan objetivamente, leyéndolas en el diccionario.
Pienso en las grandes celebraciones que, transmitidas por televisión, llegan a todo el mundo. Ha sucedido, por ejemplo, en los funerales por la reina Isabel en Inglaterra (no se trata solo de los católicos, sino de los cristianos). Sucede en las grandes celebraciones vaticanas. Incluso en visitas especialmente importantes del papa Francisco.
¿Convencer a Dios de que actúe por nosotros?
Suelen ser serias, comprometidas, incluso bellas. Recuerdo las oraciones en el funeral inglés, con oraciones certeras en la forma y el tono. Sucede normalmente en las del Papa. En concreto, me han llamado la atención las “peticiones” proclamadas en una reciente celebración de Marsella, tras su alocución a los líderes religiosos.
Como siempre, la alocución papal, llena de espíritu evangélico, muestra la preocupación generosa por los grandes problemas y las dolorosas necesidades de la humanidad. Sus palabras son una llamada encendida que despierta los corazones y convoca a la solidaridad. Las proclama ante el Dios de los profetas, que, en su nombre, instaron a la preocupación por el huérfano, la viuda, el esclavo y el extranjero. Las hace en el nombre de Jesús, que testimonió con la vida y consagró con la muerte su dedicación plena al esfuerzo por curar el dolor de mundo, dejando como su encargo decisivo la urgencia a trabajar en favor de todos los humillados y ofendidos.
Hecha la proclamación, cuando los fieles son invitados por diversos participantes a vivirse como convocados en nombre de Dios y dirigirse a Él, todo se invierte. Las palabras rompen la lógica íntima y la actitud adorante y acogedora de la celebración. Lo esperado era que la comunidad fuese invitada a abrirse a la llamada divina, para dejarse conmover y, avivando la fe y la confianza en su ayuda, aprestarse a colaborar en lo posible con su acción salvadora.
Pero en ese momento la esperanza da la vuelta. En lugar de abrirse a Dios y tomar conciencia de su mensaje, que convoca a colaborar con su trabajo en favor de las necesidades humanas, las oraciones se dedican a recordárselas a Él. En lugar de decidirse a escuchar su llamada, para abrir nuestra sensibilidad y tratar de seguirla, la plegaria intenta convencerlo a Él, para que escuche y se decida a tener piedad.
En consecuencia, lo que, siguiendo el tenor de las palabras, debería consistir en salir de la celebración con el ánimo despertado, la confianza filial y la decisión de colaborar con Dios en el trabajo de aminorar el dolor que ensombrece el mundo y aqueja a los humanos, hijas e hijos suyos, hermanos y hermanas nuestras, todo se lo dejamos encargado a Él, con palabras que tratan de avivar su compasión y mover su decisión. Y, aunque sin advertirlo, mandamos un mensaje tranquilizador a nuestro inconsciente personal que, contra nuestra propia intención, desmoviliza la voluntad y aquieta la inquietud.
Y, en cuanto al ambiente cultural, también sin pretenderlo, lanzamos el mensaje subliminal de que el Dios a quien rogamos que elimine los malos, es el responsable de que existan y no se resuelvan: el mal se convierte así para muchos en la “roca del ateísmo”. Leer la prensa, sobre todo en las grandes catástrofes, debería convertirse en una recia lección teológica.
La imagen de Dios está en juego
Repito que todo esto sucede sin que se advierta y sin pretenderlo. Porque de ningún modo se trata de juzgar intenciones o desconocer la buena voluntad real de quien ora así: todos, y por supuesto no me excluyo a mí mismo, lo hemos hecho muchas veces sin advertir la terrible contradicción. Pero hoy, el declive de la oración y el amplísimo tsunami de increencia que arrasa la fe en (esa imagen de) Dios, deberían alertar tanto la sensibilidad de los creyentes como la responsabilidad de los teólogos e incluso del magisterio eclesial. Estamos ante un desafío enorme, que por eso mismo es una gran ocasión. No resulta fácil aprovecharla, pues lucha contra hábitos milenarios e inercias hondamente incorporadas. Pero es urgente tomar conciencia. Cuando menos, para decidirse a iniciar el cambio.
Personalmente llevo tiempo esforzándome por clarificar teológicamente esta deficiencia objetiva en nuestra práctica oracional. La necesidad de corregirla me parece innegable. Hasta la evidencia. Por eso como una preocupación, casi como una súplica eclesial, en lugar de enredarse en discusiones sutiles, invito sencilla y fraternalmente a tomar postura personal ante el problema. Propongo que leamos juntos, con esta intención y este espíritu, el ejemplo real de “oración de los fieles” que se hizo en la celebración aludida de Marsella.
Es un buen ejemplo, porque está evangélicamente ambientado por las profundas y conmovedoras palabras del papa Francisco a propósito de la tragedia de las personas que mueren ahogadas en el Mediterráneo. Las peticiones son excelentes en su formulación y cordiales en su comunión con el sufrimiento. Y sería indigno ceder a la mínima duda acerca de la generosa, limpia y evangélica intención del ambiente. Pero ese mismo ambiente ayuda a percibir con mayor evidencia el desajuste que mantiene con él lo que las oraciones dicen en sus palabras. No es esa intención lo que expresan en su significación objetiva y —permítaseme la palabra erudita— con su terrible eficacia pragmática. Es decir, con el impacto que tienen sobre la conciencia de los creyentes y sobre la percepción la imagen de Dios en los no creyentes. Léanse con atención:
• Hoy, millones de personas son arrojadas a los caminos y a los mares del mundo por la guerra, la miseria y las persecuciones políticas o religiosas. Oh Dios, te rogamos. (Todos retomaron el estribillo). —Padre de todos los pueblos, escucha nuestra oración.
• Ilumina su camino, guíalos sin cesar, para que ninguno se pierda, para que encuentren puertas y corazones abiertos para acogerlos, una tierra donde descansar, un futuro para ellos y para sus hijos. Oh, Dios, te rogamos. —Padre de todos los pueblos, escucha nuestra oración.
• Aleja de ellos la tentación de la violencia y de la desesperación, para que encuentren en ti, Señor, la fuente de la esperanza en las dificultades que puedan experimentar. —Padre de todos los pueblos, escucha nuestra oración.
• A los responsables de la acogida, dales un corazón humilde para que escuchen a estos hombres y mujeres exiliados y aprendan a conocerlos y comprenderlos. Oh, Dios, te lo pedimos. —Padre de todos los pueblos, escucha nuestra oración.
• A los responsables de acogerlos, enséñales a servir sin juzgar, haz de ellos instrumentos de tu paz. Por ellos, Señor, te rogamos. —Padre de todos los pueblos, escucha nuestra oración.
Valdría la pena repasar la celebración para percibir el contraste en toda su viveza[1]. Pemítaseme reforzarlo recordando las palabras en que este duro desajuste se repite con terrible eficacia en la mayor parte de las celebraciones dominicales: “Señor, escucha y ten piedad”.
Mientras el hábito y la asimilación repetitiva impiden caer en la cuenta, no suele percibirse la enormidad teológica que así se expresa. Pero, desde el momento que se cae en la cuenta expresa de lo que así se proclama, no debería ser fácil escapar al asombro. Repito: no me excluyo de un fenómeno en que sin advertirlo y con toda buena intención he participado durante muchos años. Pero también confieso que, una vez que he caído en la cuenta, el tenor objetivo de esas palabras me produce una sensación que soy incapaz de impedir que me suene a algo blasfemo.
Está en juego la responsabilidad teológica y pastoral. Y está sobre todo el respeto adorante ante la grandeza divina y el temor a lesionar la ternura infinita de su amor. El Sínodo, con su movilización del entero cuerpo eclesial ofrece una ocasión propicia para sembrar la simiente de un proceso de actualización hacia dentro en cuanto comunidad orante y hacia fuera como hospital de campaña. Si no temiese caer en la tentación de lo excesivamente solemne, acabaría diciendo como confesión y casi disculpa: dixi et salvavi animam meam.
[1] Puede verse en la crónica de José Manuel Vidal, en: https://www.religiondigital.org/mundo/Recogimiento-lideres-religiosos-Camarga-emigrantes-Mediterraneo_0_2599240065.html.
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