Fuente: Cristianisme i Justícia
per: Josep M. Margenat Peralta
11/10/2023
Hace poco más de una semana asistimos a la vigilia ecuménica televisada con la que se abría el sínodo. Bella. Cantos de Taizé, sobre todo. Todo muy bien dispuesto. Aquella visión con silencios, con tiempo para la plegaria, trajo otros recuerdos.
En 1988 cené en la casa romana de Rosa Rossi y Renzo Lapiccirella (también escrito Lapiccirilla), via de’ Giornalisti. Ella era una hispanista de renombre, dedicada entre otras cuestiones a Teresa de Ávila. Él era periodista de L’Unità, el diario comunista fundado por Antonio Gramsci. Como al día siguiente tenía una entrevista con un senador del entonces partido comunista más importante de Europa occidental, también el más cultivado, el PCI, Lapiccirella quizá quiso conocerme antes de que me presentase en vía delle Boteghe oscure.
Renzo y Rosa eran familiares de Manuel Sacristán y Giulia Adinolfi y con ese motivo habían pasado algunas temporadas estivales en “Los Sauces”, en Puigcerdà (Cerdanya). Renzo describió “un lugar un poco mágico donde llego a pensar que quizás el mundo y los hombres han descubierto –o están a punto de descubrir– una medida de sí mismos y de las cosas, un maravilloso equilibrio entre razón y sentimientos y, en definitiva, el sentido preciso de su propia vida y de la de los demás”. Renzo era hijo de un partigiano napolitano, luego concejal en Roma, y nieto de un barbero, un hombre del pueblo, un hijo de la resistencia al fascismo, un comunista.
En un momento Renzo me habló del “Discurso de la luna” y se emocionó. Me descubrió aquel discurso. Yo había leído el de la mañana, el Gaudet Mater Ecclesia, con el que Juan XXIII se dirigió a los padres conciliares. Pero no sabía nada del otro, el llamado “Discurso de la luna”.
Parece que fue así. Era ya de noche y la Acción católica romana convocó una vigilia de oración en San Pedro. Cien mil romanos acudieron. Los romanos aman al papa. Ellos lo quieren como padre. Es su obispo y es un padre. Ríen y lloran con él. El papa se había retirado a sus habitaciones. Los mosenes y los monseñores no se van a dormir, sino que se retiran a descansar. El papa Roncalli estaba ya en su habitación y su secretario, Loris Capovilla, le avisó de que cien mil romanos están bajo la ventana.
Noche del once de octubre de 1962
Según Capovilla, al acabar el día, Roncalli estaba emocionado, “muy emocionado”. Para Roncalli lo importante era que el concilio había empezado. No le preocupaba el resto, si concluiría, cómo y con quién. Su secretario le pidió que se asomase y dijese unas palabras. El papa dijo que no, que ya había hablado una vez esa mañana. “Basta”, dijo. A Roncalli le gustaba hablar poco, era hombre de campo. Le gustaba la sencillez y que le entendieran todos. Le molestaban los aplausos de la masa. Cuando alguien le decía que preparara un discurso a los presos decía: si quieren, prepararé un documento sobre los presos. Si voy a verlos, lo que quiero es abrazarles y hablarles con el corazón. A Angelo Giuseppe no le gustaba improvisar discursos.
El secretario insistió. “Asómese al menos”. El papa quedó impresionado. “Abra la ventana y ponga el tapiz”. Era el tapiz rojo que se ponía en la ventana desde la que el papa iba a bendecir.
El escolapio florentino Ernesto Balducci, entonces eclesiásticamente “desterrado” en Roma, y el periodista y sacerdote José Luis Martín Descalzo lo han contado. Éste lo titula “la caricia del padre”. Desde la ventana iluminada surgió la voz del papa como un río de ternura y la plaza San Pietro se convirtió en un inmenso hogar. Cien mil antorchas iluminaban la vigilia de la Iglesia.
El discurso, improvisado, caótico, respondió a lo que el papa era en aquel momento: un padre. Alguna vez había dicho: “Escuchad bien esto porque mañana no lo leeréis en L’Osservatore”. De hecho, el diario oficioso vaticano del día siguiente sólo recogía que el papa anciano había hablado 37 minutos en latín ante 2447 obispos. ¿Se enteraron los del diario de lo que estaba aconteciendo? Podemos dudarlo. Roncalli sabía que algunos censuraban sus palabras.
En el improvisado discurso de la noche descubrimos el alma de Roncalli, sin conexión lógica. Es un discurso que huele a página bíblica. Así lo piensa Martín Descalzo. Balducci señala la facilidad de Roncalli de “meter las cosas más arcanas en el giro de las imágenes domésticas, saber unir una miniatura anecdótica a las más altas afirmaciones doctrinales”. Martín Descalzo subraya la “simplicidad de pozo” del papa, “ese fabuloso don que sólo algunos poetas consiguen de que sus palabras, simples en apariencia, se profundicen en cada nueva lectura, más frescas, más jugosas cuanto más se desciende a su fondo”.
Hace veintitrés años editamos algunos escritos de Roncalli. Este discurso lo comentó un joven jesuita piamontés, Secondo Bongiovanni. Un milagro fue recuperar las páginas que Hannah Arendt escribió sobre Roncalli en Men in Dark Times (1968). En la primera edición castellana del libro de Arendt la editorial “censuró” al papa. Hay censores en todos sitios. Juan XXIII lo sabía bien. Nosotros lo recuperamos y publicamos el texto en traducción de Serrano de Haro para El Ciervo y edición de De la Torre Francia para el libro. La editorial que había publicado Hombres en tiempos de oscuridad, después ya no pudo seguir censurándolo y lo incluyó en siguientes ediciones. Antes habían pensado que una editorial progresista no podía publicar una reflexión sobre un papa. Quizá. Hay censores en todos sitios. Juan XXIII lo sabía bien.
El discurso de la luna
El texto se puede leer en otros lugares. Por ejemplo, en nuestra edición de los Escritos del Juan XXIII (Bilbao 2000) o en el libro editado por José Luis Martín Descalzo, El Concilio de Juan y Pablo. Documentos… (Madrid 1967, páginas 106-108). Por ello sólo reproduzco algunas líneas.
“Queridos hijitos, queridos hijitos, oigo vuestra voz. La mía es una voz sola, pero resume la voz del mundo entero (…) // Se diría que incluso la luna se ha dado prisa esta tarde. Miradla en lo alto cómo contempla este espectáculo. Es que hoy cerramos una gran jornada de paz (…) Mi persona no cuenta nada. Es un hermano quien os habla, un hermano que se ha convertido en padre por voluntad de Nuestro Señor. Pero todo junto, fraternidad y paternidad, es gracia de Dios. ¡Todo, todo! // Seamos por tanto fieles y sigamos la dirección que Cristo bendito nos dejó. // Ahora os doy la bendición. Junto a mí quiero invitar a la Virgen Santa, Inmaculada, cuya excelsa prerrogativa celebramos hoy [en 1931 Pío XI introdujo la fiesta litúrgica de la maternidad de la Virgen María para el 11 de octubre]. // Al volver a casa os encontraréis a los niños; hacedles una caricia y decidles: esta es la caricia del papa. Tal vez encontraréis alguna lágrima que enjugar. Tened para quien sufre una palabra de consuelo. Sepan los afligidos que el papa está con sus hijos especialmente en las horas de tristeza y amargura. (…) // A la bendición uno el deseo de una buena noche, recordándoos que no os quedéis sólo en los buenos propósitos. (…) El concilio ha comenzado y no sabemos cuándo acabará. (…) Bienvenidos por tanto, estos días: los esperamos con gran alegría.”
Escribe Martín Descalzo que al acabar era “como si una navidad equivocada hubiera anticipado su venida (…), una página escapada de los Evangelios”.
Cuando Renzo recordó la frase del papa “al volver a casa…”, lloraba.
[Imagen extraída de Wikimedia Commons]
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