Felisa Elizondo
El pasado noviembre se cumplió el centenario del nacimiento de este creyente llegado a la fe ortodoxa en la treintena y que ha dejado numerosas páginas de una teología y una espiritualidad de veras trenzada con los acontecimientos que le tocó vivir. Entre los varios títulos, en El Otro sol, nos ha legado un resumen de su biografía, marcada por una búsqueda nunca acallada y una conversión nunca olvidada.
Se ha dicho de él que respiraba con los “dos pulmones”, el de Oriente y Occidente, el de Bizancio y Roma. Nacido en Aniane (Hérault) región francesa donde duraba el recuerdo triste de tensiones religiosas y antirreligiosas, no fue bautizado y creció en un ambiente marcado por “el paganismo y el ateísmo militante socialista”. En la Universidad de Montpellier cursó estudios de historia, y conoció ilustres maestros que seguían enseñando en medio de las dificultades de la 2ª Guerra, descubrió a los Padres de la Iglesia y leyó a los existencialistas. Pero quedó impactado por el encuentro con el mundo de la Teología y la Mística de la Iglesia de Oriente a través de Vladimir Lossky y Paul Evdokimov.
Su entrada en la Ortodoxia estuvo preparada por la inquietud, por el silencio que hallaba en medio del desasosiego en la piedra de las catedrales. Y por la lectura de grandes autores rusos como Dostoievski y Berdiaev.
Ya en París, algo decisivo le salió al encuentro mientras iniciaba una oración ante un icono que había encontrado en el local de un anticuario: “Dios vino a buscarme y yo le seguí”, confiesa evocando aquel comienzo inolvidable. Al tiempo que sostiene que como humanos estamos en búsqueda de “otra luz”, del “azul pleno” y más que nada “somos buscados”
Los retos del 68
Asentado en la capital, como profesor en el Liceo Louis le Grand y desde el Instituto Saint Serge, auténtico centro de formación y vida de la Ortodoxia en occidente, Olivier Clément sirve a los ortodoxos dispersos con una fe de veras encarnada en la vida familiar y social. Como escritor y conferenciante, la suya fue una larga diaconía que le llevó a abrirse al ecumenismo, y a enfrentar situaciones inéditas.
A raíz del sobresalto de mayo de 1968, como joven teólogo ortodoxo, viaja a Estambul para un encuentro con el patriarca que contaba con gran autoridad en las iglesias de oriente. Atenágoras era un hombre extraordinario que había conocido la descomposición del imperio musulmán y el surgir de los nacionalismos. Que conocía como pocos la tradición y espiritualidad de los Padres antiguos y que ahora tenía que enfrentarse a los retos de la modernidad secularizante. Viniendo de otro mundo —el de la diáspora ortodoxa en occidente— y con unos cuantos años menos, Clément descubrió en el anciano la profundidad de la vida y misión de una tradición secular. Un aprendizaje que plasmó en un libro que fue muy bien acogido desde la primera edición en 1969: “Diálogos con el Patriarca Atenágoras”.
Trabó amistad con católicos y protestantes, de manera que se cuenta entre los adelantados del ecumenismo que estaba llamado a extenderse desde los tiempos conciliares. Sobre su talante abierto y su disposición al diálogo escribió su amigo y admirador Andrea Riccardi con motivo de su muerte: “La tradición ortodoxa ... o los maestros rusos de París no lo convierten en alguien autosuficiente, cerrado en el pequeño mundo oriental de la diáspora, donde no faltan los problemas y tensiones internas. Un viaje a la Unión Soviética, con algunos compañeros (Vladimir Lossky, Dmitry Obolensky, P. Basil Krivocherin y otros), lo hizo consciente de la compleja y sufriente realidad del cristianismo ruso. En 1964, participó en Florencia en una gran conmemoración de Jules Isaac (a quien debemos el paso decisivo de Juan XXIII para la transformación de la oración sobre los judíos el Viernes Santo) en el marco de las Amistades Judeocristianas”.
El propio papa Juan Pablo II le encargó la redacción de los textos para el Vía Crucis del Coliseo de 1988. En esos versos, destinados a meditar recorriendo la vía de la pasión y muerte, como en otras reflexiones, se descubre su interés en mostrar que el cristianismo es anuncio de resurrección y de transfiguración: así entendía que la fe ha podido ver en la Cruz El Árbol de la Vida, como rezan los himnos antiguos
La realidad trascendida
Hombre de su tiempo, profesor de liceo, padre de familia, buscador y lector perseverante —lo podemos comprobar por las frecuentes menciones de autores antiguos y contemporáneos en los textos— Clément reconoció siempre que la realidad diaria, aunque opaca y hasta pervertida, puede ser trascendida por la luz y el poder de la Resurrección, que implica también el descenso del Resucitado a los “infiernos” para rescatar lo perdido, escena que se puede ver plasmada en los iconos orientales.
En sus búsquedas sobre las religiones había probado la ruta de la India y, a raíz de los sucesos de mayo del 68, sintió necesidad de pensar y preguntar, no sólo al patriarca oriental en aquel encuentro memorable, sino a católicos y protestantes, sobre lo que aquella “revuelta contra los padres” representaba para el mundo. En su sentir, paternidad y tradición estaban siendo duramente enjuiciadas, y con ello quedaba atrás toda una antropología, junto con la religión, la moral y la política: "Las formas tradicionales de paternidad —escribe recordándolo— están colapsando. Desde el simbolismo religioso hasta las formas de vida política y social, pasando por la resurrección de los pobres, los colonizados, las mujeres, los adolescentes, incluso los secularistas contra la casta sacerdotal, toda la autoridad paterna se siente como una relación amo-esclavo”.
Consciente de que la condición cristiana comporta “caminar por la cresta de una montaña con su lado de sombra y su ladera de luz”, se empeñaba y animaba a intentar que las cosas pasen “de las sombras a la luz, hacia el Reino que llega y ya está”. Era su glosa práctica a la palabra “Resurrección”, decisiva en la fe y restallante en la liturgia de la iglesia de Oriente que le cautivó.
La vida que resucita
Olivier Clément mantuvo siempre una atención asombrada ante la sabiduría de los antiguos Padres y de los “filósofos de la luz” con los que entabló relación cercana: “Todos aquellos que nos han precedido, ayudado y educado, han pasado al otro lado de las cosas, se han convertido en nuestras raíces en lo invisible”, escribe. Y recuerda que la Iglesia, “ese inmenso manto de comunión —ese otro nombre del Espíritu— que irriga la vida del mundo” extiende su gracia y su perdón.
En sus libros, pronto traducidos al español —El rostro interior (Narcea 2008) La alegría de la Resurrección (Sígueme 2016) y Teopoética del cuerpo, (Sígueme 2017) Dios es simpatía (Narcea 2012)— se puede descubrir su incansable afirmación de la Vida que se sigue de la fe en la Resurrección. Ese Misterio era para él la médula del mensaje que los mejores testigos de la Ortodoxia hacen llegar a nuestra humanidad, entretejida de oscuridad y gloria. Y, lejos de un espiritualismo negador, dedicó páginas muy bellas a un canto debido a nuestra carne que, con sus debilidades y todo, es ”carne de gloria”. Así, en los textos escritos para la última estación del Vía Crucis de 1988, se lee: “Este muerto no ha muerto / ni siquiera duerme / Su ser de luz / penetra aún más en la roca del sepulcro / Baja a aquel confín / donde el mundo, abandonado, se precipita hacia la nada / Desciende y con mano imperiosa / toma al Hombre y a la Mujer, / a todos los hombres y mujeres / y los recrea en la luz […] Cristo resucitará de entre los muertos / los resucitará/ y todo vivirá para siempre”.
A este propósito, la revista Études concluía así un artículo en su memoria: “Si la ortodoxia es a veces sinónimo de fascinación por el pasado y la tradición, repliegue en uno mismo y desconfianza en los "hermanos" separados del catolicismo y el protestantismo, Olivier Clément fue, por el contrario, reconocido y estimado en todas las confesiones. A lo largo de su vida, demostró ser un constructor de puentes, un hombre de diálogo entre el mundo creyente y la incredulidad, entre la espiritualidad interior y el mundo exterior, entre la ortodoxia en lo que tiene de más venerable, incluso arcaico, y la modernidad más avanzada”.
Y un lector atento de El rostro interior comenta: “Como el filósofo Emmanuel Lévinas meditó sobre las implicaciones éticas del rostro del Otro desde la Biblia y el Talmud, abriendo así una enorme brecha en el siglo de la muerte de Dios, Olivier Clément, siendo hombre de diálogo, lejos de la idolatría (incluida la de las ideologías), propone una reflexión existencial, poética y teológica, desde el rostro y el icono donde se ve a Dios en los caminos hacia el Espíritu” (Yves Leclair)
De este modo, una fe que enlaza con la tradición viva de los Padres de Oriente, resuena en una de las voces más sensibles y afectadas por la dificultad de creer en nuestro tiempo. Invocar la Resurrección, y con ella la Vida, la Comunión, el Perdón y la Belleza ha sido su modo propio de anunciar la esperanza en tiempos de “inesperanza”.
Las reseñas publicadas en las revistas en las que colaboró, y muchas más voces desde distintos ángulos, corroboran ese empeño. Olivier Clément fue, como se ha dicho, ”un hombre pascual”, que entró en las cuestiones candentes y tocó de cerca el dolor en sus mil formas. Todo ello ”bañado en la que gustaba llamar la compasión del Compasivo”.
Quizá porque en su historia personal se conjugan admirablemente el asombro ante “el Misterio con Rostro” al que apunta el arte bizantino y el respeto a la dignidad regia de lo humano, tantas veces humillada, la suya sigue siendo una voz muy oída.
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