miércoles, 22 de septiembre de 2021

Bernard Sesboüé, uno de los grandes teólogos postconciliares

Jesús Martínez Gordo

22/09/2021

 

 

Me entero, al llegar a casa, que ha fallecido Bernard Sesboüé, uno de los grandes teólogos del postconcilio, un excelente consejero y un mejor amigo. Hacía tiempo que no tenía noticias suyas. La intensa relación mantenida con él, -tanto presencial como epistolar y por email-, había ido decayendo estos últimos años, hasta compartir con él tan solo algún que otro amigable saludo y poco más.

Es hora, me he dicho, de escribir unas líneas sobre este gran teólogo y excelente persona. Y es hora de hacerlo recordando algunas de las muchas inquietudes comunes, dando a conocer algo de su rico pensamiento y dejando para otros una exposición sintética de su enorme y rica bibliografía teológica, además de biográfica.

 

Los laicos con encomienda pastoral

La lectura de un artículo suyo sobre los laicos con encomienda pastoral –anticipo de su famoso “No tengáis miedo. Los ministerios en la Iglesia de hoy”- fue la llave que abrió la puerta de nuestra relación. Eso, y una responsabilidad pastoral que me llevaba tres o cuatro veces al año a Paris, donde fui acogido por Bernard en la casa en la que residía, junto con otros jesuitas, en la calle Monsieur.

Allí se gestó su visita a Bilbao, finalizando la década de los noventa, para hablar de los ministerios laicales,  del diaconado permanente y, particularmente, del laicado con encomienda pastoral. Allí hablamos largo y tendido, de mi libro “Los laicos y el futuro de la Iglesia. Una revolución silenciosa” y del prólogo que, amigablemente, escribió. Y allí tuve la suerte de conocer y charlar en diferentes ocasiones también con Joseph Moingt.

 

Los tres interlocutores de su teología

 A él le debo mi interés por dialogar -siguiendo su “Historia de los dogmas”- con los judíos y, con ellos, con las diferentes religiones y espiritualidades con las que se ha ido encontrando el cristianismo. Pero también con los grecolatinos y, a partir de ellos, con los alejados e increyentes. Y, finalmente, con los que eran denominados herejes, es decir, con las extrapolaciones o fundamentalismos de la fe, bien sea por exceso o por defecto,  que, no tardando mucho, aparecieron en el seno de las primeras comunidades cristianas.

 

El sacerdocio de la mujer y la infalibilidad

Y a él le debo una buena parte de lo que he escrito y dicho sobre el (im)posible sacerdocio de la mujer, sobre el magisterio eclesial y, de manera particular, sobre la infalibilidad y la inerrancia; dos asuntos a los que, estos últimos años, dedicó muchas y fecundas horas de trabajo.

Quizá, me he vuelto a decir, el mejor homenaje que le puedo hacer es difundir, de manera sintética, el contenido de una obra suya, probablemente, la más emblemática y valiente en el tramo final de su extensa y rica aportación: “La infalibilidad de la Iglesia. Historia y teología”

 

La infalibilidad de la Iglesia

La Iglesia, recuerda B. Sesboüé, es portadora de una verdad (JesuCristo) a la que debe servir hasta el fin de los tiempos y de la que tiene la garantía de que no se puede equivocar en esta misión.

La manera de proponerla ha sido tipificada, a lo largo de la historia, de diferentes modos. El teólogo francés centra su estudio básicamente en tres: el inerrante, el indefectible y el infalible. Y lo hace porque están en juego tanto la credibilidad del magisterio eclesial (la infalibilidad “no es una invención de la Iglesia católica, sino una referencia ineludible de toda actividad y de todo pensamiento”) como una relación adulta y fundada con dicho magisterio (hay que evitar “la retrospección de los sentidos contemporáneos del vocabulario sobre documentos antiguos”).

En cumplimiento de esta pretensión, Bernard Sesboüé estudia, en primer lugar, lo que califica “infalibilidades regionales” (presentes en el lenguaje corriente, en la naturaleza, en la ciencia, en la lógica, en la matemática, en la justicia, en la política, en la filosofía y en la historia de las religiones) para mostrar que la paradoja de la infalibilidad “concierne a lo más profundo del hombre en cuanto hombre”.

 

Inerrancia e infalibilidad

Y, contextualizado y “socializado” lo que habitualmente opera de manera “infalible” en la vida ordinaria, el teólogo francés expone la autoridad con que enseñaba Jesús, así como la voluntad de la comunidad apostólica en mantener la autenticidad de la fe frente a las desviaciones y la entrada en escena del carisma o don de la inerrancia (enseñanza de la verdad, fiel y sin error) confiada a la Iglesia por el Nazareno.

En el primer milenio, constata B. Sesboüé, la comunidad cristiana “jamás empleó el término de infalibilidad para hablar de la Iglesia, del papa o del concilio”, sino el de “inerrancia”, particularmente simbolizado por su centro, la Iglesia de Roma que “no se ha equivocado nunca” ni ha desfallecido en su misión de transmitir la fe.

Con la reforma gregoriana (ya en el segundo milenio) se abre, en un primer momento, la vía a las futuras tesis conciliaristas al defenderse la inerrancia de la Iglesia y la falibilidad individual de los pontífices. Las cosas empiezan a cambiar a partir de la segunda mitad del siglo XII cuando los teólogos comienzan a sostener que en el papa se expresa con autoridad la inerrancia de la Iglesia y plantean la posible irreformabilidad de una decisión papal. Son ellos quienes ponen las bases para la doctrina sobre la infalibilidad papal.

A lo largo de las crisis franciscana (XIII-XIV), conciliarista (XV), protestante (XVI) y jansenista (XVII) se asiste a un intenso tratamiento que culmina con la definición solemne de la infalibilidad pontificia en el Vaticano I (1870). A partir de entonces se abre una nueva época marcada por su aplicación y por su recuperación colegial en el Vaticano II.

Bernard Sesboüé, después de estudiar la recepción del Vaticano II, cierra su trabajo con un “dossier” sobre la Inquisición, la condena de Galileo y el préstamo con interés, así como con un análisis de la cuestión en el diálogo ecuménico.

Hay tres puntos de su aportación que merecen ser reseñados de modo particular.

El primero, referido al uso de la infalibilidad papal: “Afortunadamente, la Iglesia dispone de la definición solemne de la infalibilidad pontificia, y no es menos de agradecer el hecho de que no se sirva prácticamente de ella”.

El segundo, concerniente a la “inflación dogmática” o extensión de la infalibilidad al magisterio auténtico; un comportamiento muy común, sobre todo, en el pontificado de Juan Pablo II, y una tentación que propone superar mediante una expresión más pastoral (y, por ello, más humilde y modesta) de la verdad que Cristo ha confiado a la Iglesia.

 

Infalibilidad e (im)posible sacerdocio de la mujer

Y el tercero, ocupado en analizar la extensión de la infalibilidad a las verdades conectadas, por “razones lógicas” o “históricas”, con la Revelación (es decir, con lo dicho, hecho y encomendado por Jesús) y que son necesarias para su conservación.

La cuestión tiene su indudable relevancia porque es la que origina el debate contemporáneo sobre las llamadas verdades “definitivas”, una de las cuales es –tal y como proclamó el papa Wojtyla- la imposibilidad de que las mujeres puedan acceder al sacerdocio ministerial.

En el estudio de esta cuestión es donde se encuentra una de las tesis de mayor calado de su aportación teológica: la supuesta “infalibilidad doctrinal” de las “verdades definitivas” no es tal ya que, a diferencia de las verdades cuyo contenido y sentido es la Revelación (lo dicho, hecho y encomendado por Jesucristo) por sí misma, son proposiciones reformables.

Existen problemas, argumenta, en los que es imprescindible la intervención de una autoridad “inerrante” que, porque tiene la última palabra, hace cesar definitivamente la discusión. Quien asume la decisión tomada sabe que, cumpliéndola, no peligra su salvación.

El hecho de que, a veces, se la presente envuelta en una cierta aureola de “infalibilidad doctrinal” obedece a la voluntad de mostrar que la decisión pontificia es inapelable; pero, “sensu stricto”, es inerrante y, por ello, reformable en el tiempo.

 

La singularidad teológica de B. Sesboüé

“La infalibilidad de la Iglesia. Historia y teología” es el “capolavoro”  (la obra maestra) de un gran teólogo que ha tenido la virtud de escribir y pensar respetando las reglas de juego establecidas, en el campo fijado y con el “árbitro” designado. Y que lo ha hecho con la convicción de tener sobradas razones para ganar el partido a otras interpretaciones más usuales porque ha entendido que la suya es una lectura teológicamente consistente.

Quizá por ello, no sólo nos encontramos con una obra de madurez, sino también con un libro y con un pensamiento referenciales tanto para hoy como para el futuro. Por eso, aunque no solo por ello, estoy particularmente agradecido a Bernard Sesboüé, uno de los grandes teólogos del postconcilio, además de consejero y amigo.

 

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